› Por Paula Jiménez
Sabía que la movida paulista era la más grande de Latinoamérica. Me había enterado por Internet de que en las veredas de Vila Madalena se agrupaba la mayor parte de los bares y demás yerbas que me harían repetir, pensé, cuando menos, los mejores momentos de mi adolescencia, pero con toda la experiencia de los años. Allí iba yo: mezcla rara de garota ultramoderna de la Jardim y vintage sudaca de las que se descubren tarareando el Lanzaperfume de Rita Lee como si todavía lo pasaran en la radio. Sentí los años, sí, aunque no tanto en la experiencia como en las subidas y bajadas monumentales de aquellas calles que me hacían sentir en una especie de montaña rusa de yire, producto de esa ciudad llena de colinas, de mininas seductoras y de bares especializados en cachaça y cerveza. Ya no estoy para estos trotes, me dije, aunque lo último que hubiera podido hacer era trotar. Apenas si podía caminar por esas calles arrastrando mis pies comprimidos en esos taquetes comprados esa misma tarde en el shopping gay de la rua Frei Canecas. Pese a mis dificultades, pude llegar erguida al Farol de Madalena, un bar en el que un montón de lesbianas apiñadas bailaban a Calcanhoto, a Marina, a Celia Dunkan y a la mismísima María Bethânia. El boliche era pequeñísimo y de su puerta salía una baranda a fritanga tan pero tan importante, que me deprimió como una mala noticia. No soporté mucho permanecer en la puerta de ese sitio al que ni siquiera pude entrar porque pretendían cobrarme una entrada de R10 sólo por dejarme imbuir de un perfuminho da batata fritada y pegotearme a una masa indistinta de humanas que se movía como una anárquica onda do mar. Recordé que en Frei Canecas la cosa podía ser distinta, según me habían dicho, y decidida a salvar mis pies de una futura amputación empeñé gran parte de mi fortuna en un taxi hacia la Avenida da Consolaçao. Aquél era un barrio increíble. Las diferentes tribus que andaban por ahí (trans, gays, lesbianas, tatoos, intelectuales, nerds, freaks, artistas) se integraban en todos y cada uno de los lugares con el único objetivo de tomar cerveza y pasarla bomba. Me senté en un bar a mirar y dejarme mirar (lamentablemente, la primera opción fue la predominante). Con asombro, descubrí que los looks variaban tanto de persona a persona que aquel sitio no parecía padecer casi ningún síntoma de esa cruel enfermedad llamada moda. Todo estaba permitido en ese inmenso reducto de Sao Paulo y no existía lo ridículo ni lo distinto, porque todo era ridículo y distinto y aquello se parecía bastante a la felicidad. Sin embargo, pensé, en todas partes se cuecen habas y la alegría no es sólo brasileña, cuando vi un graffiti escrito sobre una persiana metálica en la rua Carlo Antonio que decía en una diáfana cursiva al lado de un corazón roto: mais amor por favor. De aquella noche conservo en un papel el mail de una holandesa que me besó con fervor irreal aquella noche después de una breve e ininteligible charla. De ella recuerdo poco más. San Pablo, en cambio, será por largo tiempo un sello en mi memoria.
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