Vie 04.03.2011
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Brasil, mostra a tua cara

Mientras el Senado discute una ley antihomofóbica, la presidenta Dilma Rousseff ya se comprometió a vetarla si ésta violara la libertad de culto o de expresión. Paradojas del sistema político brasileño que si abre alguna puerta a los derechos de las disidencias sexuales es porque la vía judicial lo ha obligado.

› Por Carlos Figari

Hace poco tiempo el investigador brasileño Luiz Mello publicó un interesante estudio sobre los alcances de la política LGBT en Brasil. Sus conclusiones pueden resumirse en una afirmación suya: “Nunca se tuvo tanto y lo que hay es prácticamente nada”.

En el año 2004, durante el gobierno de Lula da Silva, comenzó a implementarse el programa “Brasil sin homofobia”, con amplia participación de ONG y grupos militantes. Su objetivo era principalmente combatir las actitudes discriminatorias contra la población LGBT. El Senado aprobó un presupuesto de 178 millones de dólares para este programa. San Pablo, además, ostenta la mayor Marcha LGBT del mundo, reuniendo cada año más de tres millones de personas. Los números impresionan.

No obstante, gran parte del reconocimiento de derechos ha debido ser tramitado a través de la vía judicial. Brasil sigue ostentando índices crecientes de asesinatos homofóbicos y la opinión pública parece no ser de lo más favorable respecto de la aceptación misma de la homosexualidad. Recientes sondeos indican que el 58 por ciento de los encuestados todavía estaba de acuerdo con la afirmación “la homosexualidad es un pecado contra las leyes de Dios”, y el 41 por ciento con “la homosexualidad es una enfermedad que debería ser tratada”.

En las últimas elecciones se produjo un significativo aumento de la denominada bancada religiosa, que pasó de tener 43 a 71 parlamentarios. Pero lo peor fue el clima de ferviente conservadurismo que se centró, además de contra los derechos de la población LGBT, contra el derecho al aborto. La propia presidenta Dilma Rousseff, calculando la pérdida de votos que le acarreaba sostener estas banderas, no dudó en afirmar que primero iba a necesitar de Dios para ganar y segundo del voto de la mayoría de los brasileños. Acto seguido tuvo que firmar un compromiso “con Dios” (sic: con los sectores evangélicos) donde se compromete a no propiciar desde el Ejecutivo ninguna propuesta que altere el régimen del aborto ni otorgar “demasiados” derechos a los homosexuales. Con este tema la nueva presidenta hizo una gambeta, francamente insostenible: el matrimonio es una cuestión religiosa y, como el Estado de Brasil es laico, no tiene por qué regular esos temas. Unión civil, en cambio, es una cuestión de derechos civiles y en ese punto sí deben tener sus derechos reconocidos.

Se comprometió, además, a que si el proyecto que criminaliza la homofobia, que está en discusión ahora en el Senado fuese aprobado, ella se encargaría de vetar todo lo que entendiese que violase la “libertad de creencias, culto y expresión”. Esto es, prácticamente, oficializar la homofobia. Lo cual, de hecho, deja la situación peor que antes. Porque ahora existe una ley antihomofóbica que a su vez permite ejercerla.

Estas paradojas son características del sistema político brasileño y sus formas de lidiar con los privilegios de una clase que jamás vio modificada su situación dominante.

Ya desde sus orígenes como nación independiente, se daba la sorpresiva contradicción de una Constitución liberal que debía articular los derechos humanos universales con el mantenimiento de la esclavitud (sólo abolida en 1888). Otro ejemplo significativo es la avanzada legislación que garantiza la no discriminación racial en una sociedad culturalmente atravesada de punta a punta por el racismo. Así, para dar sólo un ejemplo, aunque exista una legislación que dé derecho a meter a alguien preso por gritarle a otro “negro” en la calle, las regulaciones culturales de hecho impiden que la población afrodescendiente ingrese en ciertas carreras universitarias (con lo cual la universidad pública sigue siendo una impresionante fuente de transferencias de ingresos al sector más pudiente y racialmente blanco de la población).

Durante un tiempo que di clases en Universidad del Estado de Río de Janeiro, participé del primer programa en Brasil que daba apoyo a la población negra para entrar y mantenerse en la universidad. El Estado de Río había establecido un sistema de cuotas para garantizar el ingreso de chicos y chicas negras. Claro que algunos sectores de la misma universidad ponía nuevamente a funcionar sus anticuerpos y, por ejemplo, una de las facultades resolvía la cuestión abriendo dos cursos simultáneos: uno para ingresantes normales (blancos), otro para ingresantes por el sistema de cuotas (negros).

En pleno año 2004, los principales diarios del estado acusaban a todo aquel que defendía estas políticas de “importar” a Brasil un problema que nunca tuvo: la discriminación racial. En una carta de indignación que mandamos como profesores de esa universidad (junto con Pablo Gentile y Gilberta Akselrad) a uno de estos diarios (O Globo), ante una chacina (matanza) de las tantas producidas en Brasil, donde la población negra es masacrada en las cárceles, denunciando los 500 años de existencia de la dictadura blanca responsable del gatillo fácil y las matanzas recurrentes sobre la población negra, fuimos tildados de “afros resentidos”. Cuando advirtieron que los tres éramos blancos, fuimos acusados de “racismo blanco”. Es decir, invertían los términos, las víctimas ahora eran los blancos y nosotros los racistas (traidores, además a “nuestra” propia raza). Es el caso de la ley antihomofóbica, cuando se considera que viola los derechos de la “libertad de expresión y de culto”, es decir, en nombre de la libertad religiosa y de expresión es válido discriminar a la población LGBT. Las víctimas nuevamente se invierten. Todo un ejemplo de cómo una reivindicación progresista es reconvertida en una expresión conservadora.

Sólo nos queda esperar que esa cosa monstruosa que es el poder evangélico (peor incluso que el catolicismo, ya que ni siquiera nos considera humanos, pues para ellos una persona LGBT es directamente alguien “poseído” por el demonio) deje de crecer en ese bello país que alguna vez fue el norte de nuestra fantasía para vivir libremente nuestros deseos.

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