› Por Dardo Cátedra
Y pensar que en el aeropuerto me seguía diciendo que iba a Río de Janeiro “en viaje de estudios”. Qué presuntuosa. Aunque estaba bien que me lo dijera, me conozco. Primero tenía que trabajar y segundo disfrutar de la ciudad. Pero no pudo ser; si el cuerpo pide, yo obedezco. Hice las dos en paralelo. Mejor dicho: en el curso puse el cuerpo y la cara de atención, porque mi cabecita se había quedado en el sauna del barrio de Gloria, famoso y concurrido.
Es un sauna donde trabajan boys... y qué boys. Llegaba el momento en que eran como cincuenta. ¡Medio centenar! Laburantes netos, no perdían oportunidad de hacérmelo saber a través de signos verbales y no verbales mientras cruzaba el estrecho y largo pasillo del primer piso que comunicaba con una terraza cubierta. Allí estaban todos parados, apenas cubiertos con un paño, rumiando palabras entre ellos, que a veces culminaban en sonoras carcajadas. El pasillo fue mi lugar preferido. Imagínense: algunos me pellizcaban los pezones, otros me pasaban la lengua por el cuello, otros directamente me detenían tomándome una mano y llevándola a la altura de las partes diciéndome “para voce”, otros –clásico– se refregaban el bulto mientras se mordían los labios, otros me tiraban besitos. Toda esa atmósfera gratis sólo por cruzar ese pasillo de película. Ahora, de ese club guardo un recuerdo imborrable que debo agradecer a mis dificultades auditivas. Calculo que cada día que estuve en el Clube, es decir, todos los santos días, caminaba el pasillo veinte veces, había un sonido que no llegaba a localizar ni a entender. Eran golpes acompasados, algo macizo, pesado. Duraban aproximadamente diez segundos y desaparecían. En un momento, cuando estaba por abrir la puerta que lleva a la terraza, advertí que esos ruidos provenían de atrás y del interior del pasillo. Y bueno... me di vuelta.
Me convertí en una estatua de sal: atrás estaban unos garotos que me llamaban golpeándose de abajo hacia arriba unos miembros tiesos que más que miembros parecían termos.
Uno de ellos vino a socorrerme, yo estaba helada de la transpiración. Puso el termo en mi mano (no es una chicana pero, ¿saben que no recuerdo si podía cerrarla?). Acto seguido me dijo si quería ir con él. Yo no contesté nada. No hacía falta: él me hacía caminar –sería más adecuado decir “levitar”– llevándome del brazo con alta profesionalidad.
Una vez en el cuarto probamos varias posturas, pero imposible. Y el dueño del termo que me insistía, como si no tuviera una multitud de gente esperando a que retornara al pasillo. Pero qué se le va a hacer, está visto que cuando una es insinuante enloquece a la gente. Y tanto que en un momento el garotazo trabó mi cuerpo y –exigente– me gritó: “¡Voce tem que poder!”. No pude, lo cual –obviamente– no significa que, cuando lo reencuentre, pueda.
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