Ese lugar común que es la alegría brasileña, con sus cuerpos bronceados o mulatos o negros lustrosos, su tendencia a las fiestas y a la libertad de las carnes semidesnudas, le debe mucho a la experiencia y la imaginación de los escritores argentinos. Ahora que comienza el Carnaval, he aquí tres legendarios ejemplos de cómo la literatura construyó el imaginario de Brasil como un paraíso y un infierno para los gays.
› Por Adrián Melo
Una de las manifestaciones literarias que inauguran la tradición de situar la sensualidad y la alegría en el paraíso brasileño es, sin duda, el diario del intelectual argentino Tulio Carella (1912-1979), publicado bajo el nombre de Orgía. La historia comienza, a inicios de la década de 1960, cuando Carella, ya cuarentón y casado con una mujer, es invitado como profesor a la escuela de Teatro de la Universidad de Recife.
En las páginas de sus diarios, Carella narra las vivencias sensuales y la educación sexual que Recife significó para su vida. Así, tras un período de temor y de fascinación frente a las miradas codiciosas de los hombres negros y mulatos, relata sentir el calor sensual de la ciudad como “espléndido para sus glándulas sexuales” y se muestra ansioso por descubrir los encantos de la carne tropical.
Tan pronto asiste a una procesión religiosa en la ruta es abordado por un hombre que toma su mano y le susurra palabras al oído. Acosado, se dirige al baño de un bar donde encuentra a varios hombres exhibiendo sus penes erectos. Huye, pero entra al baño de otro bar donde un joven le practica sexo oral. “Mi ser se pierde o se altera, parezco otro; comienzo a sentirme prisionero de una serie de atractivos nunca antes imaginados.” Se acuerda de una frase inscripta en las paredes de las ruinas de un prostíbulo de Pompeya junto a un falo dibujado: Hic habitat felicitas (“Aquí reina la felicidad”) y lo asocia a Recife, donde todo es fuerza erótica, contacto corporal.
Carella se fascina por la presencia de los negros que “caminan como si danzasen”. La propia palabra negro adquiere una connotación erótica; es para él símbolo de sensualidad, “es una nota musical, un son arrullador, algo envolvente...”. En las calles de Recife sigue con la mirada la maniobra de un negro musculoso que palpa las nalgas de un joven aparentemente absorto mirando la televisión de una vitrina. Cuando vuelve a su cuarto redescubre un placer de su infancia: estar completamente desnudo.
“Estar desnudo es una de las maneras de recuperar el Paraíso.” La otra manera es entregarse a las rutas de Sodoma. A partir de entonces, sus diarios comienzan a develar que su interés erótico se vuelve más importante que todo cuanto tenga que hacer en la ciudad. El encuentro sexual desaforado con negros deliciosos que lo fascinan lo lleva a decir: “Es ridículo mas me siento como si tuviese doce años”. Carella confiesa en su diario: “Hay operarios, mulatos, cargadores, negros, malvestidos, descalzos que me inspiran deseo y soy deseado por ellos”. Su diario revela, a la vez, festivamente su violento desfloramiento a manos de un negro gigante al que llama King Kong (ver recuadro).
Se hace socio de los mingitorios (“Algo me lleva a entrar en el mingitorio del bar. Allí hay un joven negro con el pene duro. El junta mi pene con el suyo; eyacula en ese mismo instante, manchando mis manos de esperma.”) A la vez descubre que el desenfreno sexual corre al lado de la explotación, la miseria, la mortalidad prematura de los adultos debido a la mala vida y la mortalidad infantil.
Tulio Carella pasa casi dos años en Recife en ese constante clima de orgía en las calles, en las filas de los ómnibus, en los bares, en los parques, frente a las vitrinas, bajo la lluvia o el sol. Solo en Brasil y en Italia, confiesa en su diario, el sexo es considerado una función normal y usado para satisfacer necesidades a la vez que para el deleite. Un tiempo sufre diarrea, lo cual considera que es un castigo de Dios, pero una vez curado vuelve a las calles, a la zona del puerto, a los baños de los bares para oír susurros de declaraciones de amor en sus oídos y sentirse objeto de deseo de tantos hombres.
Tal vez porque su presencia en la ciudad se tornó demasiado evidente en un momento político álgido, Carella fue apresado por los militares brasileños sospechado de traficar armas para Cuba. La policía tenía la información de que se encontraba todas las noches con personas sospechosas de ser agentes subversivos y guerrilleros. Carella fue largamente interrogado y torturado para que confesase sus crímenes subversivos. Al violar y pesquisar su apartamento, los policías encontraron su diario, que fue cuidadosamente leído. Así percibieron su error: habían arrestado un desviado en lugar de un guerrillero. Carella fue liberado con la condición de que silenciase sus tormentos en la prisión, caso contrario su diario –del cual los policías guardaron una copia– adquiriría estado público. Poco después, fue echado de la universidad. Alertado por la policía, el rector no estaba dispuesto a admitir entre sus filas a un profesor que “vivía cazando hombres, y lo que es peor, negros”. Humillado, Carella regresó inmediatamente a la Argentina. Se separó de su mujer y hasta su muerte sintió nostalgia de Brasil. “Yo parecía un hombre creado para encender conchas pero hago arder pijas como antorchas”, dijo luego de su experiencia brasileña, antes de divorciarse. A Recife dedicó un conjunto de poemas en agradecimiento al descubrimiento de su paraíso personal.
Por esa misma época, fuera del campo de la literatura, un director de cine argentino, Carlos Hugo Christensen, en cuyas películas argentinas puede entreverse un delicado homoerotismo, se radica en Río de Janeiro. Con su exilio desaparecen de su arte los climas asfixiantes y claustrofóbicos que caracterizaban sus melodramas, sus dramas eróticos y sus películas policiales. El cambio de tono puede apreciarse ya desde los dramáticos y paranoicos títulos de su producción argentina, tales como La muerte camina en la lluvia (1948), La trampa (1949), No abras nunca esa puerta (1952) o Si muero antes de despertar (1952) y las festivas nominaciones de sus películas brasileñas, como Mis amores en Río (1955), El rey Pelé (1960), Ese Río que yo amo (1960), Crónica de una ciudad amada (1963) o El muchacho y el viento (1967). El giro habla, sin duda, también de diferentes vivencias y experiencias en Buenos Aires y en Río de Janeiro.
Muchos años después de la experiencia de Carella, en la década de 1980, Néstor Perlongher (1949-1992), poeta y sociólogo argentino, huye del terrorismo de la dictadura militar hacia San Pablo. A poco de su llegada, en un artículo escribe que las metrópolis brasileñas son un “terreno promisorio para la promiscuidad y para variantes cotidianas de orgía, al contrario de la ultrarrepresiva Argentina”.
Las anécdotas de Perlongher abundan en encuentros sexuales en brazos de negros y mulatos. San Pablo pero también Río y Salvador son los escenarios en los cuales Perlongher se jacta de tener relaciones sexuales diarias con tres, cinco y hasta once hombres. Pero la promiscuidad sexual corre de la mano de la violencia en las narraciones de Perlongher. Así un joven de una favela de San Pablo lo lastimó con una botella en la cabeza para robarle un poco de dinero y otro joven con el que entró en un hotel de baja categoría lo asaltó en confabulación con el dueño (también homosexual). Los negros de Salvador denunciaban ser explotados sexualmente por los blancos que los usaban como objeto sexual y que, luego, preferían otros blancos a la hora de elegir relaciones duraderas. Por ello, muchos de esos atracos tenían un dejo de revancha. Estas situaciones conjugaban el pavor con el encanto.
Asimismo, fascinado con Río de Janeiro, relató que una noche, en una calle frecuentada por gays, vio a un mulato gordo con camisa y zapatos pero sin sus calzoncillos, para mostrar a todos los peatones circulantes su pene erecto.
En sus últimos años, enfermo y afectado por los trastornos ocasionados por el sida, que entonces era un fantasma desconocido e implacable, Néstor se apasionó por los ritos del candomblé y por la religión de Santo Daime. Uno de los más usuales ritos de iniciación es particularmente sangriento: al mismo tiempo que un joven devoto recibe tajos de navajas, se sacrifican gallinas y otros animales y se derrama su sangre sobre su cabeza al compás de danzas sensuales y cuerpos contoneándose lascivamente poseídos por las divinidades africanas. Fue esta mixtura de misticismo y carnalidad la que forma parte del imaginario social sobre Brasil, el refugio y el consuelo que Perlongher eligió para sus últimos días.
“¿Qué vio Perlongher en ella? –se pregunta Christian Ferrer–. Perderse en la ciudad, usar el cuerpo de modo no oficial, alucinarse en el lenguaje, intensidad del callejear: droga, poesía, religión y experimentación corporal se unen en la antropofagia del éxtasis que interesó a Néstor al final de su vida. Confluían en el templo la religiosidad vagamente pagana, el ritual colectivo de la droga, el extravío místico, la experiencia alucinógena compartida, las migraciones internas del Brasil: la entrega extática a la luz.”
Por su parte, el escritor Manuel Puig (1932-1990) decidió mudarse a Río en 1980, en el transcurso de su largo periplo –que incluyó México y Nueva York– tras su exilio de Argentina, amenazado por las fuerzas parapoliciales de la Alianza Anticomunista Argentina. Río parecía la opción perfecta para el escritor con su vida cultural y la playa donde los muchachos eran negros, hermosos y estaban siempre disponibles. Según relata su biógrafa, Suzanne Jill-Levine, la vida en aquella ciudad de vagabundos, sexo y samba era relajada e informal y las calles zumbaban de sensualidad. Cuerpos oscuros y jóvenes ondulando en la balsámica luz solar, sonrisas anchas en la cara de la gente, los olores y los colores del trópico. En iguales términos se expresa Paco Jaumandreu, famoso modisto de Eva Perón, y una de las primeras figuras que asumen públicamente su homosexualidad, en sus Memorias. La cabeza contra el suelo: “¡Cuánto amé y cuánto me amaron en Brasil!, y eso que nunca mezclé amor con trabajo. Me enloqueció la piel morena de los garotos con gusto a sal y a sol”.
Es a la sombra de Brasil que Puig escribió dos novelas: Sangre de amor no correspondido, basándose en los relatos de un bello y fornido albañil que contrató para su casa y que le relataba sus penas de amor, y la relajada, melancólica y feliz Cae la noche tropical.
Sin embargo, en su última carta a un amigo, Angelo Morino, el 6 de julio de 1990, cuando él y su madre se instalaron en Cuernavaca, refirió: “Río se convirtió en una pesadilla: pobreza, belleza y Sida! ¡Qué combinación!...” “Río es fabuloso para el sexo pero ninguna amistad (duradera) florece aquí, algo muy peculiar”, le escribiría a otro amigo. Para el momento en que Puig eligió dejar la capital carioca, los muchachos hermosos eran ladrones o víctimas de la plaga. Una anécdota no confirmada, rescatada en la película sobre los años del exilio de Puig en Brasil, Vereda tropical (Javier Torre, 2004), lo hace víctima de un ataque homofóbico que fue uno de los principales motivos que lo llevaron a la decisión de abandonar el país.
Las tres experiencias relatadas dan cuenta a su vez de que en Brasil el desenfreno sexual viene de la mano de la represión, la homofobia y los crímenes de odio. El antropólogo Luiz Mott da cuenta de ellos en su libro Lo maté porque odio a los gays, donde afirma que, hacia principios del presente milenio, aproximadamente cada dos días tenía lugar un crimen por homofobia en Brasil. Según el registro del Grupo Gay da Bahía, que por años presidió Mott, entre 1980 y el 2000 acontecieron 1960 muertes por crímenes de odio: 69 por ciento de gays, 29 por ciento de travestis y 2 por ciento de lesbianas. Sin embargo, ni siquiera ello logra anular la inmensa vitalidad de la cultura homosexual brasileña ni el imaginario hegemónico de la fantasía de Brasil como un paraíso homosexual.l
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