Vie 11.03.2011
soy

Hij*s del hombre

Ni todas las embarazadas son mujeres ni todos los espermatozoides que fecundan un óvulo pertenecen a un hombre. Este aserto que invita a fruncir el entrecejo y tal vez a releer en busca de un error es una posibilidad cierta que ya tuvo contundentes imágenes en el caso del estadounidense Thomas Beatie, quien, sin ánimo de revolución, ya ha parido tres hijos acompañado de su esposa Nancy. Milagro de la vida y de la diversidad, expresiones de poderoso deseo que pueden ser tanto leídas como subversiones al sistema de géneros como reacomodamientos conservadores para preservar la familia nuclear. Mientras sea sin violencia...

› Por Mauro Cabral

Hace apenas poco más de un año Natalia —la Pepa— Gaitán moría en una calle de Córdoba, asesinada por los disparos del padrastro de su novia. A iniciativa del grupo Las Safinas, la Comisión de Derechos Humanos del Consejo Municipal de Rosario acaba de instituir el 7 de marzo como el Día contra la Lesbofobia. En distintas ciudades del país se han sucedido sentadas, murales, actos, marchas y festivales. Por medio de las listas de correo electrónico y las redes sociales que conectan a grupos y activistas del país y del exterior circularon volantes, fotografías, pintadas callejeras y esténciles; textos de repudio, llamados a la acción, a la justicia, al nunca más, al futuro que sepamos conseguir. Esa circulación fue también la de una incertidumbre, una pregunta que atravesó las distintas maneras del representar. Es cierto, la muerte periférica de Natalia Gaitán es reconocible en los términos, tantas veces coincidentes, de la violencia de género y de la violencia contra las lesbianas. Y, sin embargo, hay algo que persiste, en la forma de una duda o en la forma de una demanda: su innegable masculinidad. ¿Cómo dar cuenta de la violencia que amenaza y, tantas veces, alcanza y destruye a quienes encarnamos expresiones, sexualidades, identidades masculinas habiendo sido asignadas al sexo femenino al nacer? No se trata, claro está, de encontrar el término adecuado para nombrar a la Pepa, sino de reconocer que, cualquiera sean esos términos, impondrán una designación a quien ya no está celebrarla o repudiarla: mujer, lesbiana, torta, chongo. Su asesinato puso fin a su oportunidad de nombrarse, pero la pregunta por la articulación de las masculinidades —femeninas, lésbicas, trans...— permanece, impertérrita. No se detiene ante la muerte. Ni ante la vida.

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Jenson Beatie nació a comienzos de agosto del año 2010. Su orgulloso padre lo presentó al mundo hablando de su cabello castaño y sus ojos azules, de su gran tamaño y su salud estupenda. En julio del año anterior había nacido su hermano Austin y, un año antes, su hermana Susan. Redactar su certificado de nacimiento había puesto en serios aprietos al registro civil de Oregon: ¿cómo registrar legalmente su filiación si habían sido dados a luz por Thomas Beatie, su padre?

Nadie querría mi fama, declaraba Thomas hace casi cuatro años atrás, mientras Susan crecía en su vientre. Esa fama se parece más bien a la infamia. Es la clase de fama que mueve a las personas al desprecio. Al odio. A las amenazas de muerte, provenientes de cada lugar en el mundo donde hay quienes niegan el derecho de un hombre transexual a parir sus propi*s hij*s, llegando a negar la existencia de ese hombre en tanto que hombre, y amenazando, incluso, su derecho a la vida.

Thomas Beatie anunció su embarazo a través de una nota publicada por The Advocate, rápidamente multiplicada y amplificada por cientos de miles de reproducciones, traducciones y comentarios. Era necesario hacerlo público, y en nuestros términos, declaraba Thomas en nombre, también, de su esposa Nancy. Tratar de ocultar un hombre embarazado sería como tratar de ocultar un gorila de 800 libras, dijo en aquellos días, mientras la imagen espectacular de su cuerpo transmasculino embarazado daba varias veces la vuelta al mundo a la velocidad de la luz.

El embarazo de Thomas tuvo lugar en el entrecruzamiento de distintas coyunturas. Afortunadamente, había sido capaz de cambiar legalmente de sexo sin tener que operarse para modificar sus genitales ni anular quirúrgicamente su capacidad reproductiva (severamente disminuida, sin embargo, por el tratamiento hormonal virilizante; tuvo que abandonarlo para que el embarazo fuera posible). Su esposa había sufrido una histerectomía, por lo que la única posibilidad de reproducirse biológicamente pasaba, entonces, por el útero de Thomas. Nueve clínicas especializadas en tecnologías reproductivas rechazaron a la pareja, por lo que la inseminación se realizó de manera casera. La noticia extraordinaria del nacimiento de Susan, recogida por medios periodísticos de casi todas partes y en casi todas las lenguas, fue presentada por Thomas en los términos más ordinarios: “Somos un hombre, una mujer y una niña. Es irónico que seamos tan diferentes, pero aun así, no somos más que una familia, igual a la de cualquiera”.

La gesta de Thomas Beatie fue recibida con ánimo dispar. Algunos grupos y activistas GLTB intentaron, infructuosamente, convencerlo de la necesidad de invisibilizarse a fin de no comprometer la posición del colectivo. Otros aplaudieron. La cuestión alcanzó rápidamente un rango teórico. La filósofa/el filósofo Beatriz “Beto” Preciado afirmó que su amigo Thomas Beatie (en su léxico, un tecnohombre) al dinamitar el binomio de género demostraba que el sexo no existe. La teórica/el teórico cultural Judith —Jack— Halberstam mostró, más bien, una cautela crítica. Después de todo, la familia Beatie venía a demostrar eso que bien sabemos por estos lares: lo importante es la familia, y la familia de sangre. Y así como las palabras e imágenes de Thomas abrieron, a su juicio, la oportunidad para una visibilidad sin precedentes, también trabajaron en contra de cualquier subversión contra el parentesco institucionalizado. Diría Thomas Beatie, aunando en una frase todo el potencial subversivo y conservador de su paternidad: “querer tener hij*s biológic*s no es un deseo femenino o masculino, es un deseo humano”.

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La historia anglosajona de Thomas Beatie tuvo, en su momento, una réplica en nuestra lengua. Rubén Noé Coronado Giménez, un hombre transexual español, anunciaba su embarazo en marzo del 2009 —a su manera, también, un embarazo único. Se trataba del primer hombre trans embarazado de gemelos. Esperanza, la esposa de Rubén, tampoco podía concebir. El marco médico-legal, esta vez, fue diferente. Rubén pudo acceder a la inseminación artificial de un óvulo propio porque aún no había cambiado su sexo registral.

El embarazo de Rubén fue también criticado con dureza desde posiciones políticas diversas, incluyendo posiciones políticas no fundamentalistas, o progresistas moderadas. Por ejemplo, Carlos Martínez Gorriarán, de UPyD (Unión, Progreso y Democracia), escribió un artículo titulado “No me llames tonto que es tontofobia”, en el que desplegaba, precisamente, esa conocida fobia a la dualidad que cada tanto nos azota con su miseria. “Un sujeto así —dijo, y cito textual— sería perfecto para, por ejemplo, presidir un gobierno o un gran banco; estaría inmunizado contra toda crítica imaginable por su condición de antigua mujer y nuevo hombre, de madre y padre a la vez...” Pilar Rahola, ex diputada del ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) e identificada como de izquierdas, acosó a Rubén en una entrevista televisada en la que le pronosticó “un lío mental de narices” al fruto de ese “experimento”. El Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid (Cogam) comentó el suceso en términos condenatorios que, al mismo tiempo, vislumbran la raigambre del problema: “... como licenciada en filosofía hispánica y conocida oradora política debería tener un dominio del lenguaje”. Ese dominio es, ni más ni menos, aquello que los embarazos transmasculinos ponen en jaque.

El embarazo de Rubén fue interrumpido por un aborto espontáneo; Esperanza y él anunciaron que pronto volverían a intentarlo.

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Las historias relatadas hasta aquí comparten un par de rasgos comunes que vale la pena destacar. Son, por un lado, historias de amor heterosexual y, por el otro, historias clínicas: en ambas, el embarazo masculino es presentado como consecuencia de la infertilidad femenina. Y si bien las imágenes erotizadas de Thomas Beatie embarazado y la recurrencia de sus partos introducen algo del orden del deseo, el relato oficial sigue subordinando ese deseo al supremo acto de amor de un esposo por su esposa. La introducción de tecnologías reproductivas en ese relato contribuye a silenciar la pregunta por otras economías gestacionales: homosexuales, homogenéricas...

La sexta temporada de The L Word mostraba la relación entre Max Sweeny —el hombre transexual de la serie— y el traductor gay Tom Mater. El embarazo de Max no fue, en este caso, un producto del amor y/o de la necesidad de tener hij*s biológic*s, ni la respuesta a la imposibilidad reproductiva de alguien más. Fue, sencillamente, resultado del sexo entre un hombre transexual y un hombre cisexual. El guión de la serie, de una normatividad voluntariosa, terminó por separar lo que había unido el deseo. Max despierta un día y descubre que el armario de Tom está vacío. Ha desaparecido. Ha huido de las curvas que el embarazo marca en el cuerpo de Max, de las clases preparto donde, horror de horrores, debía introducir un dedo en la vagina de otro hombre (puesto que toda normativa sexual que se precie de tal debe insistir en la distinción orgánica: una cosa es el pene, y el dedo, en fin, es, o debe ser, realmente otra cosa). El armario vacío daba cuenta del agotamiento de una pasión gay impugnada desde un comienzo. Por fortuna existen en el mundo hombres con deseos frondosos y armarios con varios fondos y bien nutridos. En YouTube, los videos posteados por prettyboycameron acerca de su vida con Ethan, su novio trans —incluido el embarazo de Ethan y el nacimiento de la hija de ambos— dan cuenta de ese deseo al que la ficción gay-lésbica apenas se atreve.

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Los embarazos homotrans tienen también versiones homogenéricas. En el año 2000 –sí, el 2000—, Pat Califia publicaba en The Village Voice un artículo titulado “Valores Familiares. Dos padres diferentes: ninguno de nosotros nació varón”. El texto describía la relación entre Pat —a la sazón comenzando su transición— con Matt Rice, su compañero, también trans. Y Blake, el hijo de ambos, parido por Matt. Mucho antes de que Thomas Beatie se convirtiera en el primer hombre trans embarazado, Matt conoció y enfrentó la furia de su comunidad. “Las únicas personas que se molestaron —aclaraba Pat Califia— fueron algunos hombres trans homofóbicos que se identifican como heterosexuales, que empezaron a llamar a Matt por su nombre de chica porque los hombres de verdad no quedan embarazados. Uno de esos fanáticos llegó a decir que para nuestro bebé sería mejor nacer muerto que crecer con dos personas que están confundidas respecto de su género.” El horror fue tal que Matt decidió abandonar el activismo. Sin embargo, Blake nació también en el seno de una comunidad de vecin*s amoros*s y rodeado de esa gente que, según Pat Califia, está dispuesta “a vivir en una sociedad verdaderamente diversa, libre de la tiranía del género y de la proscripción de los placeres”.

En su artículo “La resistencia es fértil” —publicada en noviembre del 2010 por la revista británica Diva—, el artista Del Lagrace Volcano introducía su propia historia: la de un activista queer comprometido con la producción cultural y no con la multiplicación de la especie. Sin embargo, y en el contexto de su relación con su compañero, también llamado Matt, descubrió que una vida queer no tiene por qué ser “el equivalente a no tener hij*s, a vivir en una ciudad o a tener el estilo de vida de l*s jóvenes”. Por el contrario, dice Del, “para mí ser queer es desafiar el statu quo”, incluyendo, claro está, el statu quo reproductivo.

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En abril del año 2008, Thomas Beatie escribía en The Advocate: “La esterilización no es un requisito para la reasignación de sexo, de modo que decidí reconstruir quirúrgicamente mi pecho y tratarme con testosterona, pero conservando mis derechos reproductivos”. Desgraciadamente, la opción de Beatie sólo es posible en algunos lugares del mundo e imposible en muchos otros. La esterilidad continúa siendo un requisito para el cambio legal de sexo en países tan comprometidos con los derechos humanos como... los europeos. Sólo Gran Breñana cuenta con una ley, el Acta de Reconocimiento de Género, del año 2004, que no requiere el requisito de esterilidad, mientras que Hungría y Estonia respetan los derechos reproductivos de las personas trans sin contar con un marco legal específico. Lo que se dice, pequeños oasis en el desierto.

Lo terrible de este cuadro no radica, solamente, en su articulación en instrumentos legales existente, sino su expresión, incomprensible, en documentos que dan cuenta de una imaginación jurídico-normativa diferenciada. Por ejemplo, el texto de la Propuesta de la Campaña Interamericana de los Derechos Sexuales y los Derechos Reproductivos afirma, en su artículo 17, el derecho a la autonomía reproductiva de “todas las personas”, quienes tienen derecho a “tomar decisiones de manera libre y responsable en relación con su reproducción, incluyendo el derecho a decidir si tener o no tener hijos biológicos...”. Y en el artículo siguiente, que trata del derecho a la maternidad segura y responsable, el sujeto de derechos se ve, de pronto, restringido a “las mujeres”. Este paso discursivo que va desde “todas las personas” a “las mujeres” coloca a los hombres trans en posiciones inevitablemente incómodas: o bien no somos hombres ni podemos ser padres (puesto que nuestros derechos reproductivos se conjugan en femenino), o bien nuestros derechos reproductivos no cuentan como tales. Para el agent agitateur Blas R., ampliar la formulación de este artículo hasta alcanzar, nuevamente, a todas las personas, sería “una cuestión simbólica, pero valiosa”.

Algo de este valor comienza a filtrarse en el sistema legal argentino; a lo largo de la última década se sucedieron fallos judiciales que otorgaban el reconocimiento de la identidad de género sólo en virtud del cumplimiento de una serie de requisitos, entre los que estaba, por supuesto, la esterilidad. Los fallos más recientes, sin embargo, comienzan a fundamentarse más en consideraciones de derechos humanos que en ideales normativos de la feminidad y la masculinidad, ideales dotados de una altísima eficacia mutilante. Y es nuestro trabajo lograr que ese mismo valor se traslade a otr*s operador*s jurídic*s, desde aquell*s que hacen cumplir las leyes a aquell*s que las producen.

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La película Children of Men —traducida al castellano como Hijos del hombre— sitúa la acción en un futuro cercano. Es el año 2027, y los seres humanos ya no procrean. La persona más joven del mundo tiene 18 años. En un contexto desolado y violento, la mujer menos pensada está embarazada, y pare a una niña. A diferencia del giro esperanzador —por no decir mesiánico— que adopta la película, yo no titulé a esta nota “Hij*s del hombre” porque creyera que nuestr*s hij*s salvarán al mundo. Tampoco porque crea que la emancipación pasa por las materpaternidades gay-lésbicas, bisexuales o queer. Sí creo, en cambio, que las posibilidades reproductivas de estos y otros hombres trans son justamente eso: una posibilidad. Una posibilidad que se abre y se sostiene, haciéndoles frente a las violencias que azotan sin pausa nuestras masculinidades, y tantas otras. Esa posibilidad puede, un día, ser recuperada para la subversión de género. La misma posibilidad puede, otro día, ser conjugada en los términos del conservadurismo de la diferencia sexual. Así es el mundo.

Lo importante es que late.

Scott Moore parió a su tercera hija en marzo de 2010 acompañado por su pareja Thomas. “Yo no tengo problemas con mis dos papás, los problemas son de los otros”, dijo entonces el mayor de los niños al San Francisco Chronicle.

Mauro Cabral: [email protected]

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