› Por Marlene Wayar
Que hoy estemos como sociedad entendiendo que la humanidad se porta por el solo hecho de ser humanx y en ello van todos los derechos que a la condición humana le son inherentes es un durísimo trabajo que ha llevado casi 35 años ir instalando como piso. El techo, por alto que esté, nos debe instar a seguir luchando desde todas las estrategias posibles. Aun así para algunos sectores de la comunidad hay techos de cristal para avanzar en cuestiones concretas como son los derechos sociales, políticos, económicos, culturales y recreativos. Uno de esos sectores es la comunidad Trans.
En el principio de nuestra historia reciente como comunidad travesti, una vez reinstaladxs como país en el ordenamiento democrático, la lucha fue para quitarnos de encima a la policía, sus prácticas represivas, sus cobros por el derecho a transitar libremente, el abuso sexual y las torturas y malos tratos en calabozos. Esto es algo que ha ido cambiando de forma radial desde la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hacia el interior, donde estas prácticas persisten intermitentes o suavizadas, aun contrarias al ordenamiento jurídico en que nos enmarca la Constitución de la Nación. Hay que continuar en lucha.
Un duro reto fue instalar nuestra lucha de personas en situación de prostitución, como bien marca Valeria en la entrevista, dentro de los organismos de derechos humanos. En ello mucho le debemos a nuestra compañera Lohana Berkins, referente regional e internacional y a mi amiga personal Nadia Echazú. Porque nuestra experiencia más extendida es que no hemos sido resguardadas ni respaldadas por nuestras familias sanguíneas. No hay madres de Trans por los derechos humanos, instalar esto fue una tremenda lucha primero dentro de las organizaciones gaylésbicas, luego en el movimiento feminista y de mujeres y por último en los organismos de derechos humanos en general, la únicas madres que continúan firmes a nuestro lado son las Madres de Plaza de Mayo. Todo ello fue lo que terminó dando el éxito de derogar los códigos contravencionales de la ciudad de Buenos Aires y que luego se extendiera por el país derogándolos o dejándolos sin efecto por el uso, que no es lo ideal, pero en eso estamos todxs.
Un segundo movimiento que nos permitió ir trabajando a las activistas en este sentido fueron los programas internacionales para la lucha contra el VIH/sida que nos posibilitaron estar en la calle formando la conciencia de las compañeras, protegidas bajo las campañas de prevención, que aun así fueron difíciles de instalar y llevar a cabo si compañeras/os feministas, gay’s y lesbianas no nos hubiesen acompañado. Sin embargo, esas mismas campañas hablan de nosotras como hombres que tiene sexo con hombres y no entienden el derecho Trans al acceso de la salud más allá del VIH/sida, la tuberculosis o el cólera.
Valeria se convierte hoy luego de 35 años silenciada en el símbolo comunitario de la conciencia cívicoactivista Trans o así deberíamos entenderlo. Para explicarme les cuento: cuando Nadia y yo éramos las únicas en Palermo que nos negábamos al pago de coimas y nos oponíamos a los arrestos, las chicas seguían haciéndolo por miedo y por necesidad, pero sabían que éramos un límite a cuidar y nos resguardaban de que nos llevaran presas o nos golpearan en la calle. En una de las últimas intentonas de la comisaría 25, alguien que no quiero recordar había sido trasladado para disciplinarnos. Se organizó una redada y de las 10 que fuimos interceptadas en la calle, gaseadas, esposadas y llevadas a la comisaría, donde nos bajaron del furgón una a una por “el puente”, yo fui la última. Las chicas ya estaban en el piso boca abajo, se escuchaban los gritos de Nadia. “Se la llevaron con chaleco de fuerza, a las patadas, entre todos”, me dicen las chicas. Desde los calabozos donde provenían los gritos de Nadia y los sonidos de golpes vino el comisario y con voz fuerte dijo: “Bueno, esto va para travestis y policías: se acabó todo aquí”. Detrás vino el oficial nuevo y dijo: “Se termina cuando yo la acabe”, después se dirigió hasta mí. “Sentate”, ordenó dándome una patada en los pies. “¿Tenés algo que decir?” Ante mi negativa, él siguió: “Limpiame la suela con la lengua que se ensució de tanta mierda”. Y tuve que pasar mi lengua por la suela de sus borceguíes.
Valeria, quien fuera recibida en la Secretaría de Derechos Humanos para denunciar los hechos ocurridos hace 35 años en el Pozo de Banfield, la semana pasada acudió en resguardo de otras chicas robadas de objetos personales y privadas de sus DNI –algo completamente ilegal–, la volvieron a detener junto a sus compañeras. “Tomate la lechita y te dejo salir”, les dijo uno de los oficiales y la historia vuelve atrás como si nada, como si la vida en situación de prostitución no fuese suficiente, como si nuestras muertas no valiesen nada.
Pero no es un giro atrás real, es una intentona brutal de unos cuantos en un país diferente que tiene a Lohana para comunicarse de modo directo, junto a Alex Freire, con una asesora de Nilda Garré, nuestra flamante ministra de Seguridad, que atiende, se preocupa y ocupa, dentro de un contexto serio de democratización de las fuerzas policiales que están minadas por aquellos mismos que nos golpearon antes, que desaparecieron personas, que gatillaron sobre jóvenes pobres, golpearon jubiladxs y que no quieren perder sus costumbres mafiosas y educan a las nuevas filas a imagen y semejanza.
Este nuevo país necesita más que antes de nosotras acompañando a Valeria y a las compañeras, desde donde podamos con solidaridad, con diálogo e interpelando al Estado, pero acompañado con todos nuestros cuerpos para no perder lo conquistado y que nuestro pasado y nuestras muertas hayan sido en vano.
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