Vie 11.07.2008
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Vida y obra

› Por Francisca*

Yo empecé en las calles, en San Salvador a temprana edad, porque era muy colorienta, muy evidente. Me gustaba tomar sorbete de fresa y con eso me pintaba los labios, y si mi familia me decía algo: “no, es el refresquito”. También compraba shorts o calzonetas transparentes para que se me vea la tanga, siempre superfemenina. Me comencé a travestir a los 14, con ayuda de una amiga. Pero el inicio fue a los 10, cuando me fui de casa porque tenía un novio del barrio que era pandillero, y él me lavaba la cabeza con los cuentos del amor. Viví conn él tres años, él tenía 18 años. Siempre me gustó la gente mayor y nunca los bebés. Pero siempre escondidos los dos, porque si la pandilla descubría que estaba conmigo podían matarnos. Por eso, esa relación no prosperó. Cuando volví a mi casa, ya era muy evidente como varón gay y mi papá, entonces, me dijo: “Prefiero tener un hijo ladrón que un hijo maricón”. “El que escupe para arriba, en la cara le cae”, pensé. Luego mi abuelo me contó que mi padre ya tenía otros familiares gays. Me tuve que ir. Me fui con mi madre a la provincia. Busqué un trabajo; por mis estudios en el colegio católico sabía hacer estructuras metálicas. Pero mi mamá quería saber si era gay o no, y para averiguarlo un día agarró una lámpara y me quemó. Ahí me vine para la ciudad. En San Salvador, la capital, lo único que había para hacer era prostituirse. Me fui a vivir con una amiga trans, Jennifer, que me compró mi primera peluca, y me ayudó a pararme en la cuadra. Me empecé a depilar las cejas y todo el cuerpo, y empecé a hacer la cuadra; también me pintaba el cabello por primera vez, porque pintarse el cabello acá es sinónimo de ser gay si no sos mujer. Y, feíta y todo como era, hice dinero y me dije: “Aquí me quedo”. En 2002 conocí a mi pareja, en la cuadra, donde él estaba capturando territorio con la pandilla. Un día me balearon en la calle. Nunca se supo quién lo hizo. Cuando volví a las calles, nos encontramos con él en un chupadero, un bar, donde yo también trabajaba, y como me vio así, empezamos a hablar porque él me preguntó qué me había pasado. En 2005 estuve 6 meses presa en el penal, por robo agravado. Los primeros tres meses sufrí violaciones, casos de casos que nunca había pasado ni pensado que podía pasar. A veces a la hora del rancho, de la comida, te dejaban ahí metida y no te dejaban salir; no comías si una compañera, arriesgando su vida, no te traía la comida, cuando te quedabas ahí. Ahí había un chero que se llamaba Niño, un pandillero, y él me dijo: “Yo voy a andar contigo para que no te pase nada”.

Como yo era recién llegada, me dejaron un día adentro a mí, y vinieron 25 presos de los otros pabellones (gays y trans estábamos separadas en un pabellón especial); y ahí Niño dijo: “Yo me voy a arreglar con ella; yo solito”. Pero yo le hacía de activo, y él era pasivo. Y yo fui “su mujer” por protección, pero Niño en realidad quería otra cosa. En la cárcel también me reencontré con mi amigo de la cuadra, y ahí comenzó nuestra relación afectiva, y nos hicimos pareja. Ahora mi madre, que es supercatólica, entiende que mi felicidad es estar con un varón, y me respeta que esté en pareja con él, a quien yo le digo “mi marido”. Al principio mi madre me decía “respétame”, pero ahora ella entiende.

* Coordinadora del área de VIH- Sida para la fraternidad Gays sin Fronteras de El Salvador.

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