PRIMER AMOR
› Por Paula Jiménez
En febrero del ’90, ella y yo bailábamos Erasure, usábamos pantalones rotos, camisas Ombú, y unos flequillos muy cortos, copiados de la linda Susana Romero en la propaganda de cigarrillos que musicalizaba Raúl Porchetto. Nos habían dicho que la ginebra no dejaba resaca y por eso se volvió nuestra bebida favorita; la bebíamos más barata en Salamanca y después en Torremolinos, una disco frente al muelle de pescadores que duró cuatro o cinco temporadas seguidas. Una noche, ebrias, terminamos peleándonos a los gritos como dos enamoradas despechadas en la puerta de aquel boliche. La Bols no dejaba resaca, no; pero con extraordinaria facilidad hacía que nuestros secretos salieran a la luz de la noche que, como un negativo, invertía forma y fondo, sueño y realidad. Y ésa era la realidad, no había dudas, aunque más tarde ella prefiriera pensar que la vida, como dice el libro, estaba en otra parte. La vida está donde está y ése fue el problema. Una tarde mirábamos el mar, el agua era plateada y hermosa como siempre, o hermoso era su brazo rozando el mío, más real que todo lo demás. El calor de su piel era real. Y yo me enamoré de la realidad. Le dije: “Creo que me enamoré de vos”. Ella contestó que también, y me preguntó: “¿O con lo sexual que soy yo, qué pensabas, que no tuve fantasías?”. Me había ganado por varios cuerpos, empezando por el mío, al que yo casi desconocía y con el que ella ya había fantaseado. Ibamos por la calle 22 y la abracé. Casi en 24 y 13, me pidió que la soltara por si nos veían sus padres. Esa noche, como siempre, nos encontramos en Salamanca para terminar en Torremolinos, beber ginebra, fumar, y todo eso. Al llegar me dijo: “Lo pensé mejor, toda la tarde; y no es lo que quiero”. Estaba seria, como no era ella. Tenía una pollera larguísima, una torerita de hilo negro y el pelo suelto, los rulos parecían más armados y brillaban, caían redondos a los costados de su cara, de sus ojos rasgados. Por supuesto, su indiferencia la volvía más linda. O mi desazón. Después se fue. Caminé sola por la costanera y, ya de madrugada, conocí a un chico que vagaba por ahí. Juntos bajamos al espigón desde donde yo había mirado el mar con ella, horas atrás. Nos sentamos en las rocas. Me colgué de sus hombros, cerré los ojos y lo besé. Era muy fácil. Al día siguiente ella se tomó un tren a Capital, me enteré por su papá cuando, como todas las mañanas, aquélla también la pasé a buscar para ir a la playa. Ese fue el día en que el verano terminó.
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