A LA VISTA
El reconocimiento de Ciudadano Ilustre para César Cigliutti, presidente de la Comunidad Homosexual Argentina, tiene el valor de una reparación histórica para quienes vivieron y aún viven su identidad como injuria. Un perfil trazado por un amigo que describe también un retazo de historia argentina.
› Por Alejandro Modarelli
Depositada por primera vez sobre un activista homosexual, la categoría de Ciudadano Ilustre es el triunfo de todo un colectivo sobre la semántica de la injuria. Ni las instituciones ni el lenguaje estuvieron nunca de nuestro lado, y si a fuer de solemne el adjetivo suena un poco vetusto como las paredes de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, no desacredita en nada el valor vanguardista del gesto.
La clase política sabe mejor que nadie en qué momento ha ingresado el sujeto herido al taller de las reparaciones históricas, y aunque la decisión de los legisladores no borra siglos de injusticia —aquellas tantas noches en la comisaría, tantas vidas de fingimiento o de castigo— la notificación destinada al presidente de la Comunidad Homosexual Argentina redime sobre todo a las generaciones anteriores de gays y de lesbianas que no esperaron nunca otro premio mayor que el cariño resignado de su madre o, si pertenecían al mundo del show, la complicidad transitoria de la platea.
La institución política que nombra ahora ilustre a César Cigliutti descubre en una vida singular la siempre olvidada humanidad del puto, de la torta, y quisiéramos que de una vez por todas también de las trans. El símbolo alegrará a quienes sabemos hasta qué punto la vida pública de César se registra así al modo de una buena película después del montaje, porque el trabajo realizado ha sido mucho, ha sido consecuente en el tiempo, y el resultado está a la vista.
Si de la ambición de un nombre y un rostro reconocibles casi nadie huye, admitamos que esa identidad no fue construida sobre la seducción de una carrera política modificable y redituable según el oferente, ni cuando el término derechos glttbi se convirtió en Occidente en una fruta madura y nadie mataba ya al mensajero, sino cuando en la casa familiar se lloraba la decisión del chico de salir a la batalla sin el casco del anonimato puesto, todo entonces era pérdida, y se lloraba sobre todo que el apellido quedara asociado públicamente a algo tan espinoso como la homosexualidad.
Con César nos conocimos recién pasada la adolescencia —nuestra evidente mariconería no facilitaba el secreto de la condición— y bastante antes de que para él sonase a algo la palabra militancia. Lo más difícil, claro, fue la primera salida del closet, cuando se lo dijo a sí mismo y creyó saber que estaría siempre en deuda con la especie y con la ley. Que el primer amor, a través del cual descubría que él no ama como los otros aman, que no desea lo que los otros desean, era la puerta de ingreso a la conciencia de ser diferente. Que cada vez que sonara en el entorno la palabra puto de mierda sabría ya que él era ese insulto.
Si para César no era necesario aclararle nada al amigo, sí en cambio esperaba de mí la capacidad de ser un espejo donde apoyar su imagen verdadera y el oído que entendiese la lengua en la que ahora hablaba, sin que todavía la hubiera elegido. El carisma, tan necesario después para el activismo público, le abría a César la cocina de las casas decentes y le cerraba el paso a los reproches de las amistades cuando empezaba a cambiar de querencia, porque el devenir de una loca —sobre todo una que presentará batalla por el reconocimiento— requiere siempre de una nueva sociabilidad, a medida que se va siendo lo que ya se es.
En la primavera de Alfonsín bajó de Barcelona a Buenos Aires el genial Angel Pavlovsky, un artista argentino migrado que cantaba y actuaba en célebres tacones y tenía el talento de activar el transformismo más en la platea que en el escenario, porque los señores junto con sus esposas terminaban en las butacas gritando que ellos eran tan locas como el artista. Para César la capacidad de la Pavlovsky de reconvertir la injuria fue una lección de orgullo, quizá la primera. Y cuando llegó a los quioscos la revista Diferentes (dábamos varias vueltas alrededor del puesto antes de animarnos a comprarla) un anuncio de la CHA convocando a gente le dio domicilio ético a aquella primera lección espontánea aprendida en el cabaret.
Con Carlos Jáuregui se entendieron en seguida, y empezó a trabajar en Prensa y Difusión. Juntos fueron aprendiendo que con la izquierda tradicional masculina argentina cualquier noviazgo debía ser de zaguán. En un acto en el Obelisco un afiliado del PC le dijo que él “era comunista pero no puto”. Espíritu de segregación demasiado básico pero que ponía el falo en su lugar. Cuando todavía era impensable en Argentina el mínimo reconocimiento legal, y con que uno pudiese salir a bailar sin caer preso ya era bastante, el cosmopolitismo trotsko del MAS autorizaba un espacio de debate a través de Gustavo Pecoraro, compañero de César y Carlos.
El sida llegó poco después que la Pavlovsky, y creo que en el ‘87 César se enteró de que era portador cuando debutó el test Elisa entre los activistas de la CHA. A medida que se cuida la agonía de los amigos y se los despide cuando no han cumplido ni los treinta, la propia vulnerabilidad del cuerpo es una certeza a destiempo: “Tomo conciencia de la muerte demasiado temprano. Veo amigos que tienen veinte años caminar como si tuvieran ochenta”, escribe César. Lo que más duele es lo sola que se deja en esto a la comunidad. Además de organizar la campaña STOP SIDA, habrá que refugiar a Carlos Jáuregui en la propia casa una vez que el amigo hubo enterrado a su pareja y la familia del difunto le cambió la cerradura. Era la época en que las visitas se lavaban en secreto las manos después de tomar el té con un portador, y hasta los vecinos se preguntaban angustiados si compartir el mismo ascensor era motivo de contagio.
Durante los años en que se alejó de la CHA, César fundó con Carlos y con su pareja de entonces, Marcelo Ferreyra, Gays por los Derechos Civiles. La experiencia de esos años, las coaliciones políticas ensayadas, la primera Marcha del Orgullo (cuando el término tenía mala fama porque no se lo comprendía aún como una revuelta contra el estigma) fue un duro trabajo consensuado, y Mabel Bellucci en su libro Orgullo es la mejor cronista. Dar la cara era todavía perder la paz con los vecinos, y a veces el trabajo, pero cuando murió Carlos en 1996, ya en los funerales mismos César decide dejar de ser el Vassari de las sombras —los seudónimos siempre habían sido inventiva de Carlos— para ser por fin César Cigliutti.
A partir de 1998 rescata a la CHA de la agonía, y salva la personería jurídica que se había conseguido con forceps. Un año antes del corralito, se comentó en las reuniones del bar El Olmo la novedad de las uniones civiles locales en España. La obstinación de la CHA (y también un quilombo social donde lo raro se volvía cotidiano) impulsaron esa ley localista para Buenos Aires, y César y Marcelo Suntheim, el gran compañero, fueron la primera pareja gay reconocida por un Estado en América latina. En esa época, las piernas todavía temblaban ante el ejército de cámaras de televisión, y ni qué decir las familias de los contrayentes.
Mientras que el matrimonio burgués era una cárcel sacramentada para los insurgentes, a nadie se le ocurría que la unión civil nacional con todos los derechos, y con menos vigilancias del Estado, fuera un premio menor si no una superación. La CHA irrumpió en el Congreso con esta figura antes de que la lucha por el matrimonio llenase por completo el símbolo igualdad, y quien piense que se sumó a destiempo a la cruzada matrimonial debiera pasar revista a la película entera. Ni Zapatero gobernaba España cuando acá Marcelo Suntheim y Pedro Paradiso Sottile trazaban el proyecto de unión civil nacional ni la misión cultural “los mismos derechos con los mismos nombres” tenía todavía en Buenos Aires una cabecera de playa.
Otras quijoterías de la historia terminaron peor que las de César, mi viejo amigo. Su batalla, es cierto, tiene la recompensa que ahora permiten los tiempos. Estela de Carlotto, Horacio Verbitsky y Horacio Ravenna fueron designados para entregarle la distinción de Ciudadano Ilustre. Coherencia en la lucha, consistencia ética e intelectual, la de esos tres personajes que este martes 17 de mayo de 2011 saludan a un par.
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