Vie 03.06.2011
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A LA VISTA

Oasis conurbano

A sólo 40 pasos de la iglesia de mayor importancia de Lomas de Zamora y con la sede del municipio en la espalda, cientos de homosexuales de entre 13 y 40 años se reúnen todos los domingos desde hace un año para decir presente y hacer propio el espacio público más tradicional del barrio.

› Por Gustavo Streger

La bandera de la diversidad flamea –impactante y visible– en medio de la plaza principal de Lomas de Zamora, uno de los distritos más poblados del sur del conurbano bonaerense. Cuatro chicas juegan a la pelota con gran destreza ante un grupo de jóvenes que las observa con sorpresa a unos metros de distancia. Dos varones se besan sin miedo. Una pareja de mujeres juega con sus hijos traviesos que gritan y corren de un lado a otro. Con la seguridad que les da estar juntos, combaten la idea instalada en el imaginario colectivo de la comunidad homosexual bonaerense: que para vivir libremente hay que viajar a la Capital porque el conurbano es un espacio peligroso para orientaciones sexuales distintas a la heterosexual.

Con la excusa de tomar mate, una concurrencia principalmente compuesta por adolescentes se aglutina en Hipólito Yrigoyen 8700 para contarse sus alegrías y tristezas. Son comunes los problemas familiares por la falta de contención y comprensión, o discriminación en otros ámbitos. Pero los domingos en la plaza eso queda neutralizado e impacta fuerte el sentido del “orgullo gay” que se transmite entre mate y mate, representado especialmente con llamativas pulseras –que casi todos lucen– con los colores que simbolizan la diversidad en la comunidad Glttbi.

LA PLAZA ES NUESTRA

“El primer día que vinimos fue en julio de 2010 y éramos siete personas”, recuerda Florencia García, de 36 años. Ella y Analía Villasboa, su pareja, fueron pioneras porque pensaron que era necesario salir a la calle. “Abandonamos la idea de juntarnos en un lugar cerrado porque sentimos que de esa forma nos estábamos autodiscriminando.” La fuerza inimaginable del boca en boca y la novedad de las redes sociales –que manejó un joven con el enigmático nick de Brad Shaw– generaron que la segunda reunión elevara la concurrencia a 30 personas. En septiembre se llegó al pico de más de 200 homosexuales festejando la llegada de la primavera.

Juntas formaron la marca “Diversity Accesorios”, con productos relacionados a la diversidad sexual, que ofrecen en la misma plaza. Al ser las mayores, terminan oficiando de consejeras, psicólogas o hasta madres postizas. “Muchos chicos nos consultan porque tienen dudas que sienten que no pueden hablar en casa. Hay menores de edad con muchas problemáticas. Nosotras podemos dar un apoyo afectivo, pero no médico. Ahora en la plaza se dan mini-clases de cómo hacer un campo de látex, uso de preservativos y prevención”, describe.

Florencia y Ana muchas veces llevan a sus cuatro hijas de 7, 8, 13 y 16 años (siempre que no sean reclamadas para cumplir el rol de nietas con sus abuelas), por lo que no resulta extraño que muchos de los chicos les digan “Ma”, para buscar una familiaridad que no encuentran en casa. El momento más oscuro que vivieron fue cuando una chica las llamó un miércoles a las 3 para decirles que estaba durmiendo en la plaza porque la habían echado de su casa por lesbiana. La misma plaza liberadora del domingo fue la cama donde lloró la expulsión familiar.

NO HAY LUGAR COMO EL HOGAR

Es difícil encontrar un estereotipo del joven que asiste a las reuniones: hay chicos con gorritas y la cara llena de piercings, otros con musculosas a pesar del frío, chicas con ropa amplia o remeras ajustadas con su nombre inscripto. Hay euforia, típicos juegos campestres de corridas y mucho grito; o simples rondas donde los cuerpos descansan sobre el hombro o las piernas de los compañeros.

En uno de los grupos, Yani hace bromas y pide un mate. Con sus ojos oscuros y expresivos, pelo bien corto y brillante, cuenta que ella es “lesbiana hace poco”. Tiene 19 años. Sus primeras experiencias las tuvo con una vecina a los 17, pero afirma que no se le movía “ni un pelo”. Después se dio besos con otra en un boliche, “para joder”. Se dio cuenta de que la cosa iba en serio cuando conoció a una chica en L’Eden, el único boliche para la comunidad Glttbi de zona sur.

Yanina vive con su abuela, su tía y su hermano, ya que la madre se casó y se fue con su marido hasta que el hombre murió de cáncer el año pasado. Eso generó que se potenciara el lazo con la hermana de su papá. Sin embargo, ese equilibrio familiar se resquebrajó el día en que la despertaron a los gritos hace tres meses. La chica con la que se dio cuenta de que lo suyo eran las mujeres, subió fotos a Facebook de ellas besándose y su tía las vio mientras ella dormía, ajena al descubrimiento.

“Me despertaron gritándome: ‘¡Bicho, qué hiciste!’. Yo recién me levantaba y no entendía nada. Todavía me suena en la cabeza lo que me dijo mi tía, que le daba asco y que le había sacado las ganas de tener hijos. Todos lloraban, fue muy fuerte”, recuerda. Pero la situación de máxima tensión llegaría cuando se enteró la madre. “Me re cagó a palos. Agarró un rastrillo y me lastimó la pierna, tenía todo rasguñado y con moretones. Mientras me pegaba, me decía que era una torta de mierda y que les había arruinado la vida a todos. Eso fue muy violento”, detalla con la voz entrecortada.

La única opción que tuvo fue irse de la casa. Cuando volvió a buscar sus cosas, la tía había roto toda la ropa que le había comprado, que era casi todo lo que tenía. Estaban destruidas las remeras, los pantalones y hasta los zapatos. Vivió de prestado en casas de amigos hasta que el tiempo hizo que la situación se calmara un poco. Si bien se estabilizó la relación con su madre, hasta el día de hoy su tía no le habla y la abuela sigue pensando que “es una etapa que se le va a pasar”.

Un amigo le comentó sobre las juntadas domingueras y ahora ella casi nunca falta. Le queda a sólo un colectivo de 15 minutos. “En la plaza me di besos con chicas, pero me da cosa que los nenes chiquitos me vean, tengo un trauma con eso. Ellos hasta lo ven natural, pero me re psicopateo”, cuenta.

LA UNION HACE LA FUERZA

Como contracara, dos chicos sí se animan a darse besos los domingos en la plaza. Son Néstor y Ezequiel. Con 20 años, Ness es alto, tiene una mirada incisiva y un flequillo siempre impecable. Puede parecer malhumorado o distante en primer momento, pero a los pocos minutos se advierte que la ironía es la regla que rige su sentido del humor. Su novio es un año mayor y más introvertido, lanza comentarios mordaces más medidos que su pareja, pero igual de tajantes.

Néstor escupe un relato que identifica las vivencias de muchos adolescentes gays: cargadas en el colegio, insultos, el clásico “maricón”, profesores que no contienen y silencio.

“Desde chiquitito me di cuenta de que me gustan los chicos, y en quinto grado ya me atraía un compañero. No lo veía correcto, pero lo sabía. Siempre me insultaron en la escuela, era un trauma constante. Disimulaba con que me gustaban las chicas, pero la verdad no me atraían. Era automático: volvía a casa y lloraba, pero nunca demostré nada ni me vieron una lágrima; en casa era un chico normal. En la secundaria fue peor: si me hablaban era para insultarme. Creía que no encajaba en la sociedad y tenía un rencor impresionante desde chico. Había veces que me iba a dormir y soñaba que los mataba. Tuve que abandonar el colegio por el nivel de violencia que descargaban contra mí”, relata.

Néstor y Ezequiel se conocieron en L’Eden y se empezaron a encontrar en la plaza los días de semana. “En Capital nos dábamos besos en la vía pública, pero no en zona sur. Empezamos a ir a la plaza los domingos porque nos invitaron por Facebook. Estábamos tranquilos porque éramos muchos.”

Sin embargo, el último 14 de febrero fueron a la plaza para intentar reproducir la clásica postal de una pareja en un banco por el Día de los Enamorados, pero adelante de ellos se pusieron seis chicos que empezaron a reírse y a decirles cosas. “No podíamos hacer nada porque nos iban a matar”, afirman. Desde entonces no se dan besos en el parque, salvo los domingos en las reuniones. “Es una tranquilidad. A pesar de que no socializo con todos los que van, ahí estamos todos juntos. Podemos estar como somos naturalmente, como cuando no nos mira nadie y sin pensar en el qué dirán. Igual que cuando estamos en un lugar privado”, afirma.

En las últimas reuniones se acercó personal del Inadi y de la Federación LGBT alertados por la cantidad de gente y las problemáticas de las que se hablaban para comenzar a ayudar en lo que haga falta. “En zona sur, la unión hizo la fuerza”, remata orgullosa Florencia.

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