Viernes, 24 de junio de 2011 | Hoy
A LA VISTA
El viernes 17 de junio Octavio Romero apareció muerto en el Río de la Plata. Desnudo y con un golpe en la cabeza. Era el primer suboficial de Prefectura que, habiendo salido del closet hacía poco tiempo ante sus compañeros y superiores, iba a casarse con otro hombre. La hipótesis del crimen de odio inevitablemente ronda esta muerte y el pedido de esclarecimiento y justicia no cesará.
Por Sebastián Hacher
Octavio Romero, el primer suboficial de Prefectura que iba a protagonizar un matrimonio con otro hombre, apareció muerto en el Río de la Plata. Lo estaban buscando desde el 11 de junio. A pocos metros de donde encontraron el cuerpo, alguien dejó un ramo con cuatro flores rojas. Quedaron enganchadas entre los alambres de una de las rampas sin terminar, justo en el centro de una playa de escombros. En ese mismo lugar, el viernes pasado al mediodía un hombre que salía en su embarcación desde el Club Belgrano vio un cuerpo que flotaba al ritmo de la marea. Las olas por momentos lo expulsaban hacia la orilla y en otros amenazaban con volver a tragárselo. Su familia, los amigos y las cientos de personas que habían inundado las redes sociales con su foto tardaron pocas horas en saber que el misterio de su paradero se convertía en un enigma mucho más denso. ¿Fue un crimen de odio, un mensaje mafioso de un sector intolerante de la propia fuerza, una venganza? Que haya sido una casualidad parece la hipótesis más extraña teniendo en cuenta el relato de los peritos y el de sus amigos que lo estaban esperando aquella noche para ir a una fiesta y que estuvieron en comunicación con él.
Los peritos que hicieron la autopsia llegaron a la conclusión de que Octavio fue arrojado al agua desnudo, mientras agonizaba por un fuerte golpe en la zona frontal de la cabeza. "Fue un golpe muy importante en la zona frontal del cráneo", confió una fuente con acceso a las pericias. Todavía no se sabe si lo tiraron en ese mismo lugar donde apareció el cuerpo o si el agua lo arrastró hasta ese paseo costero de Vicente López. Lo que sí está claro es que salió de su casa de forma apurada: las luces de las cinco habitaciones del departamento y el flamante televisor de pantalla plana que había comprado estaban prendidos, el saco de pana rojo que pensaba ponerse para salir seguía colgado en el placard, y sobre la mesa quedaron los trescientos pesos que le había dejado su novio.
La última señal de vida la dio a las 20.30, cuando habló por teléfono con Mariela, una de sus amigas.
–Ya estoy listo para salir –le dijo.
El plan era ir juntos a la fiesta, pero ella no estaba preparada. "Le dije que fuera él, que yo iba directamente y nos viéramos ahí. Llegué a las once y ahí me enteré de que de las diez lo estaban llamando y no contestaba el teléfono", contó luego ella.
Desde ese momento, nadie supo nada más de él. A las once, sus amigos dieron la voz de alarma porque no respondía los llamados, y Gabriel Gersbach, su pareja desde hace doce años, fue hasta el departamento. Las bebidas que Octavio pensaba llevar a la fiesta estaban en la heladera. Lo único que faltaba era una campera de lana color tiza.
Octavio iba a cumplir 34 años el 27 de junio. Quienes lo conocen desde siempre y ahora se reúnen para buscar respuestas a lo que pasó recuerdan que llegó a Buenos Aires viajando a dedo, con el resultado de los exámenes para entrar en la escuela de Prefectura Naval en el bolsillo. Se había ido de Curuzú Cuatiá, su tierra natal, siendo apenas un adolescente. Ni su identidad ni sus planes de conquistar el mundo parecían caber en la geografía de ese pueblo correntino de treinta mil habitantes. Para escapar hizo lo que muchos: garantizarse techo, comida y trabajo estable lejos del hogar materno. A los 20 ya había terminado la escuela de suboficiales, vivía en la casa de un camarada y se cuidaba de que en el trabajo descubrieran su homosexualidad, y que en los boliches supieran de qué trabajaba. Mantener esa doble vida no le costaba, o al menos no le era nada ajeno: cualquier gay que se haya criado en una cultura tan conservadora como la correntina o la de tantas provincias, o la de tantos pequeños mundos, sabe muy bien cómo hacerlo.
Gabriel cuenta que se conocieron en La France, uno de los boliches de moda a finales de los ’90. Un amigo de Gaby quería conocer a ese chico esbelto y de sonrisa ancha que bailaba en la pista. Gaby se ofreció a hacerle gancho.
–Mi amigo te quiere hablar –le susurró al oído.
Octavio le sonrió y dijo:
–Pero yo quiero hablar con vos.
Un rato después llegó el primer beso y enseguida el amor. Gabriel lo invitó a América y a recorrer todo el circuito gay de Buenos Aires, que el correntino todavía no conocía. A los cuatro días de estar juntos ya eran novios, pero recién al mes Octavio se animó a confesarle que el trabajo en la empresa naval del que le había hablado era una verdad a medias: lo suyo era la navegación ligada al Estado. Después de esta salida del closet laboral se fueron de vacaciones a Brasil y a la vuelta terminaron viviendo juntos, casi sin darse cuenta.
Octavio se había convertido en la ciudad en un tipo desenvuelto: cuando se conocieron, recuerda Gabriel, no era tan común ver a dos hombres de la mano en Buenos Aires, pero a él no le importaba besar a su nuevo novio en la calle. Durante la semana trabajaba cinco horas por día en el Edificio Guardacostas, la sede central de la Prefectura. Allí era uno de los pocos suboficiales entre los prefectos de la oficina de Control de Gestión, que se encarga de supervisar a los buques extranjeros. Mientras la mayoría de sus compañeros de promoción había sido enviada a distintos puntos del país, a él habían preferido tenerlo cerca. “Sus jefes lo adoraban”, dicen desde su entorno. Gracias a los horarios reducidos y las becas, había hecho un traductorado de portugués y otro de inglés, y le faltaba terminar la tesis para recibirse de licenciado en Relaciones Internacionales en la Universidad del Salvador. Recibirse y hacer una carrera era una especie de plan de fuga. Así como antes se había ido de su pueblo de la mano de Prefectura, la licenciatura y los dos traductorados eran un pasaporte hacía una vida alejada de los uniformes y las armas, dos cosas que cada vez le gustaban menos.
Octavio tenía cinco hermanas y dos hermanos. Todos los meses ayudaba de distintas formas a su familia. A veces les pagaba el teléfono a la madre, otras les enviaba dinero o regalos. No bien supieron de su desaparición, la madre y la mayor de sus hermanas viajaron a Buenos Aires para sumarse a la búsqueda. El día que encontraron el cuerpo, la madre tuvo que ser internada por un pico de presión. Los hermanos y las cuñadas de Gabriel, radicados en Francia y España, se tomaron un avión y el martes se reunieron con el resto de la familia en su casa de Vicente Lopez. "Vamos a despedir a Tavo en casa de mamá, juntos con los que lo amamos, vamos a llorar de risa, como a él le gustaba, a recordarlo siempre feliz, a brindar por él", escribió Gabriel en Facebook.
Hasta ahora la Justicia mantiene el secreto de sumario, y todas las hipótesis que se tejen alrededor del caso no dejan de ser eso: hipótesis. Ni los vecinos ni las prostitutas que paran alrededor de su casa vieron nada sospechoso. En el departamento no faltaba nada de valor: un día antes le habían entregado un televisor que le había alegrado la semana y había varias computadoras y teléfonos que seguían en su lugar. No fue robo el móvil ni tampoco nadie se ocupó de que lo pareciera. No bien se denunció la desaparición, la policía revolvió cada habitación en un allanamiento que duró más de cuatro horas, sin encontrar ningún indicio de violencia. “Pudo haber salido –concluyeron los investigadores– con alguien que le pidió que lo acompañase a algún lado, o porque recibió un llamado urgente.”
Octavio era un hombre de muy buen estado físico: iba al gimnasio y a nadar tres veces por semana, practicaba gimnasia aeróbica y acrobacia sobre tela. “Para dominarlo –dice Gabriel, su pareja– se necesita más de una persona.” Eso, y que el cuerpo haya aparecido desnudo y en el agua, hace que las sospechas apunten hacia el interior de la propia fuerza, que hasta ahora no emitió ningún comunicado oficial sobre su muerte. No deja de ser una ironía sino un mensaje mafioso que justamente quien trabajaba en Prefectura fuera hallado muerto flotando en el río.
"Pudo haber sido un mensaje interno de la fuerza: alguno que esté diciendo 'mirá, te matamos a tu medallita de oro' a los superiores o a otro sector", dice Gabriel.
"Yo me juego a que fue un taxi boy o un amante despechado", arriesga un hombre de la Policía Bonarense, siguiendo la lógica de manual que las fuerzas de seguridad usa para estos casos: aun antes de cualquier investigación, si desaparece una mujer la sospecha es que se fugó con un amante. Y si matan a un gay, que lo asesinó un taxi boy. "Los gays –asegura la fuente– son vulnerables a este tipo de hechos delictuales".
Luego de obtener el último título, Octavio había decidido salir del closet en su trabajo, y poco después de la sanción del matrimonio igualitario pidió autorización a sus jefes para casarse. La planta mayor le había dado el permiso, pero por lo bajo preguntaban si se iba a presentar en el Registro Civil de uniforme o de civil. En paralelo, en los baños aparecieron algunas pintadas del mismo calibre del que se pueden encontrar en cualquier colegio secundario en el que estudian alumnos gays. El comentario más agresivo –que según algunos de sus allegados circuló en un foro de Internet– decía que “no se puede permitir que un homosexual manche el honor de la institución”.
Tres meses atrás, esos comentarios anónimos se convirtieron en un incidente. Un grupo de compañeros le gastó una “broma”, encerrándolo en un cuartito para interrogarlo por su condición sexual. El apriete no pasó a mayores porque Octavio se plantó, pero ahora esos hechos cobran otra dimensión. Tampoco se descarta que haya visto algo turbio en el interior de la fuerza, aunque sus allegados descartan esa posibilidad. “Nunca –dice Gabriel– dijo que tenía miedo por algo.”
Lo que sí está claro es que Octavio no era un tipo común dentro de la fuerza. En los festejos del Bicentenario desde la jefatura le habían pedido que trabajara en la organización de varios eventos y solía tener línea directa con varios oficiales superiores que le asignaban tareas donde hacía falta diplomacia y buen gusto. Había viajado a Europa dos veces –la última a París y a Bilbao en marzo– y llevaba una vida social intensa, llena de actividades y fiestas. “Se había armado una gran vida –dicen sus amigos–. Eso, sumado a que era gay, pudo haber despertado una especie de envidia entre sus compañeros de trabajo, en un lugar de mentalidad muy cerrada y corporativa.”
Al cierre de esta edición, la Justicia analizaba su teléfono celular, la computadora, su casilla de correo y una cuenta de manhunt.net, uno de los sitios de contactos gays más populares del momento. Los datos de todas las cuentas fueron aportado por Gabriel, que no cree que se trate de uno de esos casos donde el asesino es un amante ocasional.
Desde la Comunidad Homosexual Argentina, la CHA, decidieron intervenir en el caso enseguida. “Cualquiera de estos casos automáticamente nos pone en un estado de alerta, porque sabemos lo que son los crímenes de odio. Vamos a poner a disposición nuestra área jurídica y pedir información sobre el caso a la Justicia”, dice César Cigliutti, presidente de la organización. La campaña para exigir justicia se centraliza en la página web www.octavioromero.net, donde se pueden leer decenas de textos escritos por sus amigos. Todos hablan de alguien vital, que había logrado construir una vida plena haciéndose de abajo. “Se había trazado un objetivo y lo estaba logrando”, dice uno de sus amigos, un diseñador de modas y bailarín que desde que conoció la noticia no encuentra fuerzas para retomar sus actividades.
Uno de sus mejores amigos, el músico Mariano Keselman, se casó en noviembre del año pasado. Octavio fue a la fiesta vestido de frac, pero con pantuflas de tigre en vez de zapatos. Lo que en otro podía parecer una broma fuera de lugar en él se convirtió en un éxito. “La gente pensó que lo habían contratado para animar la fiesta: bailó con todas las chicas del lugar y todos quedaron encantados. Es como con la actuación: si vos no te lo creés, el otro no se la cree. Y Octavio se la creía.”
“Una vez –cuenta Joaquín, el menor de sus cuñados– dijo que cuando se muriera el quería que lo cremen y esparzan sus cenizas en Tierra del Fuego”. La familia materna no conocía ese último deseo y al cierre de esta edición planeaba enterrar el cuerpo en su Curuzú Cuatiá natal.
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