› Por Marta Dillon
Un dato absolutamente subjetivo que da cuenta de que pasó un año desde la mañana de aquel histórico 15 de julio de 2010 es que ya no me echo a llorar como una condenada cuando rememoro esa jornada. En realidad no es el tiempo lo que me separa del llanto, es la naturalidad con la que ahora puedo decir “mi esposa” en cualquier ámbito sin hacer ningún rictus, ni siquiera el de la sonrisa. No voy a entrar en el detalle de lo que ese término significa, creo que en mi boca la carga política lo sacude del peso de la historia, del patriarcado, la héteronorma y la mar en coche, como diría mi abuela (aunque mi abuela, la que vive y está a punto de cumplir 100, no ha dicho nada porque sus hijos e hija la protegen de ciertas cosas). Pero hasta de esa carga política también se está empezando a desprender el hecho de que me haya casado con mi amor Albertina para convertirse en parte de nuestro particular álbum familiar, tan particular como suelen ser los álbumes en general.
Es cierto que todavía quedan quienes dicen, sin perder la mandíbula: “Qué desperdicio, una chica tan linda”. Me lo dijo un tío a quien por razones que huelga enumerar no había invitado a la fiesta en el mismo momento en que, estúpida de mí, me disculpaba por no haberlo hecho. Pero también hay de los otros, los que sí vinieron a pesar de ser de misa semanal y en un momento de la noche inolvidable confesó transpirado: “Me estoy empezando a preocupar, la pasé mejor acá que en la mayoría de los lugares a los que voy”.
También quedan las marcas en la puerta de mi casa de esa tarde en la que un vecino desquiciado vino a clavar en la madera, no una sino varias y repetidas veces, su cuchillo de carnicero al grito de “que salga la tortillera puta”. El señor se había enojado porque algo de material –estábamos en obra– había caído sobre su toldo, pero el tamaño de su odio decía muy otra cosa. Toda la escena es digna de relato: Albertina estaba con una panza de casi ocho meses, parapetada en la planta baja de nuestra casa y rodeada de albañiles. Yo gritaba desde el balcón para que el hombre se calme, al tiempo que llamaba al 911. Pero el señor no quería hablar conmigo sino con la tortillera, que, para él, era la otra (se ve que no había visto la panza, porque eso siempre despista). “Yo soy su mujer y soy tanto o más tortillera que ella”, grité desde arriba mientras los obreros que rodeaban a Albertina soltaban un “Ah” de alivio; por fin terminaban de armar el cuadro de las dueñas de casa. El asunto terminó con una denuncia judicial que hicimos con ánimo educativo, al solo efecto de apercibirlo de la gravedad de sus insultos y agresiones. En el barrio nos juzgaron mal: que era un hombre enfermo, un gran hombre, que no veía (sí, además de cuchillo llevaba un bastón blanco). Más a nuestro favor, que a la mediación fuera toda la familia, la que seguramente había puesto en su boca lo de “tortillera”. Lo gracioso es que incluso nuestro abogado había quitado esa palabra de la denuncia, y para nosotras era más importante que la puerta dañada. Cuando finalmente nos casamos, en octubre del año pasado, hubo más de una voz que pidió que reparáramos la puerta. De ninguna manera: era la marca del antes y el después, y ahí está todavía. El barrio lo entendió, otra de nuestras vecinas que también padece las furias de su marido vino a decirnos al oído: “Ya le dije al viejo loco que va a haber una fiesta, que va a durar hasta la madrugada y que no se puede quejar porque es ilegal y lo van a llevar preso”. Después supimos que esa tarde, mientras nos recitábamos nuestros votos y el juez nos declaraba unidas en matrimonio frente a nuestra inmensa familia de amor y de sangre, en la carnicería se reunieron para escuchar. Es que no ahorramos en sonido: los parlantes eran dignos de un acto político.
Nuestra fiesta de casamiento duró, exactamente, 14 horas. La cita era a las seis de la tarde, pero como habíamos amenazado tanto con la puntualidad so pena de perderse la ceremonia, los invitados e invitadas llegaron a las cinco. Terminó a las ocho de la mañana. Es cierto que para entonces quedábamos apenas diez, pero no por eso era menos fiesta. Creo que todavía conservaba los tacos a esa hora y el tutú negro de mi vestido no estaba intacto, pero sí firme en su puesto. Tengo recuerdos inconexos de todas esas horas amalgamadas por dosis iguales de amor y fervor militante. Sé que bailamos la Marcha peronista en honor a nuestros muertos y que en otro momento mis hermanos cantaron sin entender del todo lo que decían, “aquí está / la resistencia trans”, junto a Marlene Wayar y Lohana Berkins. Me acuerdo de que las canciones que elegimos para el momento del vals sonaron por lo menos tres veces hasta que Albertina gritó: “¡Basta, por favor, basta!”. Sé que hubo parámetros particulares para medir el éxito de la fiesta: alguien se preguntaba si era proporcional a la cantidad de días que se abandona un auto en la puerta de la misma, alguien aseguró que estaba dado por el hecho comprobado de que había habido sexo en un rincón oscuro, alguien más porque el sexo había sido desenfrenado al llegar a su casa. A mi flamante esposa, esa noche, la vi esporádicamente, pero tengo fotos bastante lujuriosas y no siempre son conmigo como co–protagonista. Ese es uno de mis parámetros del éxito de la fiesta: sí, suscribimos todo el guión del matrimonio, nos casamos, seguimos siendo nosotras. Y seguimos siendo nosotras en el tiempo que transcurrió desde entonces, con lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, con las amenazas de divorcio –vaya cosa que trajo la ley– y la certeza de que la vida es mejor y más dulce entre las dos. Con la palabra “esposa” en el medio y con esa otra que dice tanto más y no sé por qué corno cuesta tanto usar en estos días: compañera.
Una de las razones por las que nos casamos fue para asegurar el vínculo entre nuestro hijo y yo, que no figuro en los papeles. Todavía eso está en veremos. La adopción, que creía la vía más lógica, fue desestimada por la sencilla razón de que no se puede adoptar a quien ya es tu hijo y además porque no tenemos ganas de que vengan a fiscalizar nuestra aptitud maternal ya comprobada. Y sobre todo porque estaría en desigualdad de condiciones con la hermana por venir (si es por fantasear, que sea nena). El reconocimiento de nuestro hijo también va a llegar; porque es una demanda sostenida de muchas familias, porque es lo justo y porque los cambios que produjo esta ley que es fruto de un trabajo y una apuesta colectiva son inexorables. En eso estamos ahora, en lo que vendrá, en lo que falta. Y también en las fiestas que haremos cada vez, cuando haya un ítem más que borrar de esa lista.
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