Vie 15.07.2011
soy

Un regalo vintage para este aniversario

› Por María Moreno

En 1992 publiqué en la editorial Bajo la Luna un libro llamado El affair Skeffington, la biografía de un personaje imaginario. Se llamaba Dolly y escribía poemas. El que sigue, acompañado por una larguísima nota “pedagógica”, es mi homenaje a este aniversario y, aunque no haya trabajado en él más que con un escáner, creo que es ideal para poner en un poster, no porque sea bueno –tampoco es mío sino de un personaje– sino por las figuras que retrata y que parecen alentar al matrimonio igualitario: George Merril fue el amante palurdo y fiel de Edward Carpenter, uno de los pioneros del socialismo inglés cuando aún la práctica de la justicia social no estaba divorciada de la búsqueda de la transformación subjetiva y de relaciones alternativas con el propio sexo y el opuesto. Carpenter es autor de libros que poetizan el amor entre hombres como Homogenic Love, Love’s Corning of Age y Loaulus, pero evasivos en cuanto a su experiencia personal. Sólo en My Days and Dreams, publicado cuando su figura había empezado a empañarse gracias a la “peste” del psicoanálisis y los amagos de la revolución rusa, pudo poner sus preferencias eróticas en primera persona y dar cuenta largamente del amor de su vida: George Merril, un muchacho de Sheffield ingenioso y guarango que hablaba en femenino, era excelente ama de casa y tenía un inagotable repertorio de canciones populares, la mayoría obscenas (...). En ese entonces, la homosexualidad era considerada una falla criminal. El juicio de Wilde en 1895, cuando la pareja ya había establecido un vínculo duradero, generó entre los camaradas de Carpenter una crisis de paranoia y Merril tuvo que hacerse humo por un tiempo. Un irlandés llamado O’Brian llegó a iniciar una campaña de desprestigio desde el Sheffield Telegraph y solía abordar a Carpenter en los mitines. En una ocasión se atrevió a editar un panfleto donde comentaba Homogenic Love, preguntándose si “el vicio pútrido... ¿fue calculado para hacer de los hombres de Sheffield mejores maridos, mejores padres o mejores hijos? ¿Es acaso adecuado para mejorar la habilidad y la inventiva de los mecánicos? ¿Aumentará acaso la industriosidad y la eficiencia de los comerciantes, organizadores, directivos y jefes de plantilla, de los viajantes de comercio que reciben encargos de todas partes del mundo? ¿No atraerá acaso sobre el comercio de Sheffield la infamia que se dice que causó la destrucción de Sodoma y Gomorra, desatando entre nosotros una destrucción similar?”. A pesar de su estilo hilarantemente intimidatorio, O’Brian se esfumó de pronto, sin haber causado un perjuicio duradero, salvo la pérdida para Carpenter de una elección local como consejero.

La clase de vida que se hacía en Millthorpe está suficientemente bien documentada en el poema.

George Merril no sólo fue una figura inspiradora para su amante y amigo. Inspiró también el personaje de Alex, un guardabosques, en la obra Maurice de E.M. Forster, quien describe así lo que le pasó cuando llegó de visita a Millthorpe un día de 1913: “George Merril me tocó el trasero suavemente y justo por encima de las nalgas. Creo que tocaba así a la mayoría de la gente. La sensación fue totalmente desacostumbrada y aún la recuerdo como recuerdo el lugar de un diente hace mucho tiempo desaparecido. Fue algo tan psicológico como físico. Parecía ir de esta mínima parte de mi trasero a mis ideas, sin implicar mis pensamientos”.

Que Dolly Skeffington considerara a éste su tío solo podía deberse a una afinidad espiritual y a necesidades de su vida imaginaria. Seguramente había leído las obras de Carpenter y de Havelock Ellis en Greeewich Village, donde estaban de moda a principios del siglo XX. Y la influencia –o, como ella decía, “el pase– fue tal que el poema parece querer decir que Carpenter transmitía un ideal de socialismo helenista, pero al mismo tiempo fuertemente arraigado en las masas y alentado en armónica convivencia por el Bhagavad Gita –texto favorito de Carpenter–, la desnudez edénica, el hábito de la taberna, la sinceridad y la vuelta al campo.

El porvenir del socialismo

Mientras subía por las piernas de mi tío Merril
él no me dejaba llegar hasta el fondo.
“Estas son las llaves de la ciudad”, decía
colocando la mano en su abultada hilera de botones,
y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas
me hacía rodar sobre la alfombra
cerrando sus robustas piernas de muchacho
para todo trabajo.

¿Comprendí entonces que me negaba
no la reservada flor masculina,
ni la fatal distancia de la sangre,
sino el bravo secreto del amor entre varones?

Merril acostumbraba a ganarse el sustento
entregando toallas a la puerta de los baños.
Muchos pasaban sin siquiera un saludo
como si la toalla estuviera suspendida en el aire,
pero a veces alguno se detenía
y lo miraba fijamente a los ojos.
Entonces la toalla se convertía en un arco iris
entre las manos de Merril y el cuerpo del muchacho,
y cuando éste se secaba, dejando la puerta entreabierta,
era un pedido angustioso y una promesa.

Para quitarme a Merril del pensamiento
mis padres quisieron ofrecerme una diadema,
muchachos en flor que no eran mi tío.
Me enviaron a Vicker Maxim’s
para que los viera.

El ir y venir de los cepillos metálicos
sobre las plataformas destinadas al armado diurno
de los barcos que usaríamos en la próxima guerra
levantaban una maleza de acero rizado,
y la presión y la tensión de su musculatura
en el esfuerzo de levantar la pala
hicieron que ningún otro fuera como Merril:
alto y hermoso, alegre y valiente,
un señor Venus aceitando trapajos.

Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42
fui a ver El acorazado Potemkim
todos los trabajadores me parecieron Merril,
dioses barriobajeros con callos en las manos. (...)
Yo era muy joven entonces, muy pobrecita,
mi idea de virilidad eran sólo imágenes
de potencia acorralada en trajes victorianos
que la ropa de trabajo, en cambio,
dejaba adivinar mejor a una mirada virgen.

Lleven al socialismo
el trotar de Merril tras los muchachos de los baños
que aunque sin vocación domiciliaria
a menudo estaban picados por las chinches
en la respiración común de las chozas de Leeds.

Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,
los carteles pintados y las canciones
y la euforia gay por morir primero
para congelar el final de Hollywood
en la memoria débil de los pueblos.

Un día, Merril se fue a vivir a Millthorpe
con un “profeta del mañana”
que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino
en el fuego de la chimenea
y cuando escuchó que Cristo
había pasado su última noche en Getsemani,
Merril preguntó: “¿Con quién?”.

En Millthorpe, mujeres acaloradas por los mitines
se desabrochaban el primer botón de la blusa
para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,
sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario
a través de frescas sandalias artesanales,
o si gardenias en los jarrones
riman con austeridad administrativa
cuando el socialismo es vida interior.

Una constelación de obreros manuales,
bellezas de garaje, operarios de las canteras,
facinerosos elegidos jocosamente
a través de los zapatones palurdos
que asomaban por las empalizadas de las letrinas
en los baños de la estación de ferrocarril,
afiladores de limas y choferes de grúa
jugaban en los salones guasos juegos de taller:
atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines.
Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros
cuando el amante de Merril decía:
“El futuro se esconde en este cuarto”. (...)

Lleven al socialismo
el significado de la palabra “esposos”
a través de estos dos hombres que durante años
solían despertar juntos rodeados de pimpollos
(la jardinería comercial había sido sólo una idea),
el chistoso muchacho de Sheffield
cuyo único arte había sido
colocar un empapelado gótico
en el salón de los visitantes extranjeros
y un pañuelo de madrás a modo de tapete
para cubrir la jaula de la urraca,
y el aristócrata soñador
que deseaba la vida dual y todas sus criaturas
absueltas para siempre en el estado soltero
y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,
los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo
y corriendo de vez en cuando las sillas
para estirar la luz de la ventana
al ritmo justiciero del piano en la cocina.

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