› Por Diego Trerotola
Frecuento los baños públicos de yiro desde mi adolescencia, desde que debuté en uno de ellos a los dieciséis años. Defiendo, además, que sean lugares de circulación plural, que no haya derecho de admisión, donde se crucen experiencias muy diversas, siendo más democráticos que el precio que hay que pagar para entrar a una disco, un sauna o cualquier pub o lugar exclusivo para la comunidad lgttbi. Ahí, en las teteras, además, muchas personas con estéticas poco asimiladas socialmente son bien aceptadas, sin que se mire raro al freak de al lado porque su fisonomía no está domesticada por el consumo ni la moda. Lo que no me gusta de las teteras es que, por lo menos desde hace veinte años, la mayoría de las veces el roce o la relación furtiva queda entre las cuatro paredes del baño, sin que afuera continúe la seducción: casi siempre, tras abandonar la tetera, los tipos ejercen el “si te he visto no me acuerdo” o el “onda nada que ver”. En una tetera, la semana pasada, conocí a Gustavo, un contador que pasaba los cincuenta. Lo particular del encuentro es que nuestra relación, que empezó adentro de un baño del subte, continuó afuera y arriba, en la calle. Y, para mi sorpresa, me dio tres besos en la boca en una esquina del centro. ¿Qué motivaba el cambio de actitud de alguien que iba a buscar sexo express a un baño público? ¿A qué respondía esa visibilidad desvergonzada, festiva, de chuponearse en plena calle? Mi hipótesis es que esos besos fueron posibles gracias al cambio de paradigma que significó la modificación de la ley de matrimonio, que, para mí, más que encerrarme en una pareja, en una vida matrimonial tradicional, significó una apertura al mundo, como tal vez también para Gustavo. Desde hace trece años, Norberto y yo dormimos casi exactamente en la misma posición: en cucharita, panza contra espalda, las piernas entrelazadas, apretados, nuestras carnes casi siamesas como para tratar de formar un solo cuerpo, o algo más amorfo, como una albóndiga de pasión. En ese caldo nuestro amor hierve a veces a fuego lento, otras en la hoguera. Y por eso podría decirse que la posibilidad de unirnos oficialmente no nos iba a cambiar casi nada, o al menos nada sustancial, no sólo porque nunca fue nuestro plan el casamiento, sino porque ambos ya teníamos lo que buscábamos: la satisfacción de saber que alguien te espera, que alguien está atento a tus alegrías, victorias, enojos y derrotas, que, pase lo que pase, siempre tendríamos una respuesta del otro, aunque sea la que no esperábamos, para bien o para mal. Sí, eso, nuestra relación, con días mejores y peores, pero casi siempre fogosa, porque el calor de nuestros cuerpos está dispuesto para cobijar y ser cobijado en la bronca o en el éxtasis. Pero llegó esa noche. La del recuento de votos en la plaza Congreso, la fría víspera de la trasnoche del 14 de julio de 2010. Y mientras yo estaba arriba del escenario, agitando la bandera que como activista sostengo desde hace casi quince años, empujado por la ovación y el entusiasmo colectivo, y por un notero que me puso el micrófono delante, dije que sí, que me casaría, que hace doce años que esperé este triunfo. Era verdad, en ese momento todo eso fue cierto, aunque después haya desistido de oficializar mi relación, de permitir que se escriba nuestro amor en una libreta roja (el color que, de todas maneras, mejor nos representa). Es que el deseo de matrimonio no existía antes de subirme al escenario, luchaba por una ley que no iba a usar. Y supongo que mi necesidad instantánea de unión legal era la forma de contagio de la alegría general, una sed de fiesta tribal, de celebración colectiva, que se comenzó a saciar en el abrazo con todas y todos en esa plaza de la victoria. Y terminó de colmarse esa misma noche, cuando con Norberto llegamos a casa y dormimos una vez más en cucharita, pero el calor ya no era el mismo, era mayor, porque no era nuestro, era de todos y todas. Y ese fue el primer cambio, inmediato, que dura hasta hoy: nuestro fuego es mejor porque ahora es celebrado, compartido por todos y todas. Y, sí, somos populistas con Norberto, nos gusta el carnaval, la fiesta pagana, la joda loca, la orgía horizontal. No somos una pareja monogámica, que crea en la fidelidad sexual, somos de todxs y para todxs, nuestro fuego, que se carga en nuestra cama, se expande, se bifurca, en otras experiencias, sexuales y sentimentales. Somos lo que se dice una pareja abierta. Y ahora más abierta, porque la conciencia de apertura social a otras familias nos hace más fuertes para seguir alimentando el fuego de nuestras ideas de relacionarnos sin reglas fijas, con libertad, por el placer de ser más democráticos, de que nuestros besos sean más políticos.
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