Vie 29.07.2011
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Biblioteca revisitada

En su último libro, Historia de la literatura gay en Argentina, el sociólogo Adrián Melo analiza las diferentes imágenes que las ficciones proyectaron sobre la figura del homosexual desde el siglo XIX hasta hoy. La homosexualidad aparece desde los padres fundadores de nuestra literatura como metáfora del otro, de lo abyecto, de la clase social desviada y de aquello que no puede formar parte del proyecto de nación.

› Por Adrián Melo

La literatura fue uno de los discursos privilegiados en donde se forjaron las ideas de género, sexo, familia y nación. En las ficciones literarias de la Argentina del siglo XIX se proyectaron los modelos de comportamiento, los roles de los hombres y de las mujeres y a su vez, los ideales de familia y de nacionalidad.

En este sentido, la masculinidad moderna aparece asociada a la idea de patriotismo y nacionalidad. En The Image of Man: The Creation of Modern Masculinity (La imagen del hombre. La creación de la masculinidad moderna), George Mosse analiza la manera en que la invención de la virilidad en la modernidad está ligada a la nueva sociedad burguesa que se consolida hacia finales del siglo XIX y a la creación de los Estados–nación.

El ideal masculino que impregna la cultura occidental redefine en la modernidad sus cualidades de voluntad, sangre fría, potencia, honor y coraje. Particularmente durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, la exhortación a “ser un hombre” deviene un lugar común por excelencia y ese ideal de hombre viene asociado a la posibilidad de crear un ideal de nación. En las guerras civiles latinoamericanas, recurrentemente, los bandos enfrentados luchaban también simbólicamente por el monopolio de la masculinidad. Por ello, tanto los federales como los unitarios caracterizaban a sus enemigos políticos como afeminados, maricones y proclives al sexo anal.

Particularmente en Argentina, la ficción literaria contribuyó fuertemente a crear las imágenes que asociaban virilidad y nación. Así, en “El matadero” (1838), de Esteban Echeverría, impuesto oficialmente como el primer cuento argentino, el ideal de hombre y de patriota es descripto en la figura del personaje principal, el unitario, que a sus cualidades de juventud y belleza agregan las de valentía, masculinidad y honor. De hecho, su muerte sobreviene, casi espontáneamente, ante la posibilidad de perder la honra al ser desnudado y eventualmente violado por los carniceros federales del matadero.

De igual manera, en la primera escena de Amalia (1851), de José Mármol –declarada oficialmente la primera novela argentina–, el ideal de hombre y de patriota, Eduardo Belgrano –que ya connota patriotismo desde su mismo nombre, que lo emparienta con Manuel Belgrano, junto con San Martín los militares por antonomasia de las guerras de la independencia–, se enfrenta él solo y casi derrota a cuatro hombres armados. No casualmente esos hombres hieren a Belgrano en un muslo, cerca de la zona genital y reproductiva. Es la recuperación de esa herida lo que lleva al joven –conocido desde las primeras páginas de la novela como el joven de la espada– a la casa de Amalia, la viuda virtuosa, ideal de mujer. Teniendo en cuenta la función de las novelas fundacionales latinoamericanas que describiera Sommer en Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina como verdaderos manuales de pedagogía erótica y patriotismo, Amalia puede ser leída también como la espera de Amalia para que cicatrice la herida de Eduardo y éste recupere plenamente los atributos que permitan dar luz a los nuevos y sanos hijos de la nación.

La literatura argentina comienza entonces oficialmente con dos imágenes del sexo y la sexualidad: la sexualidad normal y reproductiva entre un hombre y una mujer de raza blanca y clase burguesa en Amalia y la sexualidad anormal representada en el sexo anal entre hombres propiciada por hombres de tez oscura pertenecientes a los sectores populares de la sociedad.

Como en todo proceso de creación de estereotipos, al mismo tiempo que se construyen y se cristalizan socialmente las imágenes de la masculinidad y el patriotismo, se hace necesario caracterizar a aquellos que no forman parte de ese orden viril y nacional. En ese sentido, los parias, los enfermos nerviosos, los extranjeros, los judíos, los homosexuales, los locos, los criminales y los vagabundos devinieron las contrafiguras ideales de aquello que no debía ser.

En este contexto, la literatura contribuyó también a la conformación de estos estereotipos y prejuicios. Así, en la producción de la generación del ochenta, las sexualidades desviadas y las enfermedades nerviosas así como las herencias degenerativas se concentraron tan pronto en la figura del inmigrante italiano asociado a ideas contaminantes tales como el anarquismo, el socialismo y el sindicalismo, como a la del judío. Así, en En la sangre (1887), para representar la anomalía del hijo de italianos, Eugenio Cambaceres recurre a la imagen del niño invertido que, como todos los futuros degenerados, “jugaban a los hombres y las mujeres; hacían de ellos los más grandes y de ellas los más pequeños”. Y, haciéndose eco de cierta tendencia de la cultura europea de fines del siglo XIX, en la novela La bolsa (1891), de Julián Martel, coinciden el estereotipo del judío y el del homosexual. El afeminamiento, la palidez enfermiza, la cobardía, la falta de virilidad y de carácter y la condición de paria son, entre otros, los rasgos comunes que los volvían incapaces de comprender el sentido del honor nacional y mucho más de defenderlo. Descriptos como un “Estado dentro del Estado”, afeminados y judíos complotaban contra el Estado-nación.

De manera que la homosexualidad aparece asociada a los inmigrantes de los sectores populares o a las clases “altas” extranjeras y decadentes de origen judío. Años después, en 1914, el anarquista José González Castillo ubicará en su obra de teatro Los invertidos las sexualidades enfermas en la clase burguesa, es decir, también en la clase social que considera el enemigo de su proyecto político.

Sin embargo, junto a estas novelas pedagógicas que constituían todo un boom para la burguesía, convivieron ciertos textos, quizá marginales, que presentaban otras imágenes. Así, en La novia del hereje o La inquisición de Lima (1846), de Vicente Fidel López, entre largas y complejas intrigas que desarrolla la novela, se nos revela el mundo de los maricones, casi como un sector incorporado a la dinámica social limeña. Según se deduce de la narración, las señoras de la naciente burguesía tenían sus propios maricones, a manera de favoritos y confidentes, que las ayudaban en las intrigas y les servían de intermediarios en las relaciones conyugales, aunque a veces las traicionaban. Descriptos como especies de términos medios entre la mujer, el muchacho y el hombre, los maricones tenían sus propias fiestas y su lugar institucionalizado en el mundo social.

Por otra parte, en Una excursión a los indios ranqueles (1870), Lucio V. Mansilla se fascina con la capacidad de goce de los indios, que “son capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar” y que incluye bailes orgiásticos de varones que “se besaban, se mordían, se daban manotones obscenos, se hacían colita”. En su afán de agradecer a los indios, Mansilla acepta que “yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma en que querían, empujaba por tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo...”.

GAUCHOS Y GUAPOS

Gauchos y guapos han sido en Argentina figuras paradigmáticas en la construcción de la masculinidad y de la nacionalidad. Afirmadas por discursos dispares como la historiografía, la cinematografía y muy particularmente la literatura, sus caracterizaciones arquetípicas aparecen vinculando las nociones de virilidad y nación.

La figura del gaucho como encarnación del ser nacional comienza a tomar significación a partir de la década del ’10 del siglo XX, cuando escritores nacionalistas intentaron bucear en las raíces de la argentinidad lejos de la ciudad corrupta e invadida por los inmigrantes. Por su parte, el tipo del guapo presenta dos perfiles: uno histórico, como personaje plebeyo, antisocial e indeseable, de personalidad primitiva e instintiva, con rasgos de “compadrón”, quien presta sus servicios al caudillo político de turno y “le gana” las elecciones “a punta de cuchillo”. Y el perfil mítico con dimensión heroica (los guapos de Borges, como ejemplo entre otros), asentado en dos sistemas inalterables: la ética del coraje, el código de honor, basado en la subordinación de la libertad individual a un valor considerado superior: la lealtad, que a su vez exige y genera lealtad del caudillo al que sirve.

En los discursos literarios paradigmáticos de la creación del gaucho y del guapo como prototipos de la virilidad y del ser argentino, es posible encontrar ciertas fisuras mediante las cuales a la vez que se afirma la masculinidad tal como fue pensada y construida durante la modernidad, se la cuestiona e incluso se la invierte. Por un lado, como en todas las comunidades exclusivamente de hombres, en las comunidades de gauchos y guapos no puede obviarse el contenido afectivo homoerótico que une a sus integrantes entre sí y con el jefe o valor arquetipo al que se hayan ligado.

Por el otro, son particularmente pertinentes para pensar estos universos los análisis que Eve Kosofsky Sedwick lleva a cabo en Between Men respecto del deseo triangular y de la aplicación de la noción de homosocialidad. Sedwick se centra en los efectos opresivos sobre las mujeres y los hombres de un sistema cultural en que el deseo intermasculino se hizo fundamentalmente inteligible mediante su desviación hacia relaciones triangulares que implicaban a una mujer. Con el concepto de homosocialidad, Kosofsky Sedwick se refiere a las comunidades masculinas que se definen por la exclusión de las mujeres, que están reguladas por el pánico homosexual manifestado en la homofobia, pero que presentan intensidades afectivas homoeróticas que son plausibles de convertirse en homosexuales.

Así, en el Martín Fierro (1872), de José Hernández, la llegada mesiánica de Cruz a la vida de Fierro lo lleva a arriesgar su vida por un desconocido en lo que puede describirse como un enamoramiento a primera vista. Cuando, inmediatamente, Cruz le relata a Fierro los padecimientos de su vida de gaucho desgraciado, desde la felicidad conyugal a la infidelidad de la mujer amada que lo lleva a errar por las calles, que no difieren de las del protagonista, hace explícita su misoginia (“Las mujeres desde entonces /Conocí a todas en una./ Ya no he de probar fortuna/ Con carta tan conocida /Mujer y perra parida/ No se me acerca ninguna”). Al final del relato de las peripecias queda sellada la amistad eterna y los amigos deciden proyectar una vida juntos, cruzando la frontera, lejos de las arbitrariedades de la ley, el gobierno y la policía. De esa manera, sus destinos se confunden también con los de los indios, adonde tampoco “alcanza la facultá del gobierno”. Lo que no alcanza tampoco a gauchos e indios es el dispositivo de sexualidad. Eso permite a los gauchos amigos la proyección del hogar alternativo, excluidos de la confortabilidad de la vida civilizada y burguesa. “Fabricaremos un toldo, /Como lo hacen tantos otros”, le dice Fierro, antes de que juntos roben una tropilla de caballos y se pierdan en el desierto.

En el conservador retorno de Hernández, La vuelta de Martín Fierro (1879), no parece casual que la reinserción de Martín Fierro a la sociedad precise de la muerte de Cruz, el exclusivo mundo de sus afectos que había reemplazado al cariño por su esposa e hijos. El lamento de Fierro por la muerte de Cruz retoma imágenes literarias utilizadas en lo que podríamos llamar una tradición homoerótica: el dolor de Fierro por la muerte de su amigo es similar al que expresa Aquiles por la muerte de Patroclo en la versión homérica, contiene elementos de la célebre elegía de David por la muerte de Jonatán y de la histérica tristeza narrada por San Agustín en sus confesiones tras la muerte de su compañero amado. Se podría decir de la amistad de Fierro y Cruz lo que dice Sergent de la amistad entre Aquiles y Patroclo tal como es narrada por Homero. Si bien no se señala una relación erótica entre ambos, la profundidad de la relación y la desmesura del dolor por la muerte del amigo no pueden pensarse en otros términos que no sean los de una relación amorosa.

La amistad entre gauchos es tradicionalmente uno de los elementos de la poesía gauchesca. Fierro y Cruz tiene su correlato en Juan Moreira y Julián en Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, y ambos tienen sus antecedentes en Santos Vega y Carmona. A su vez, el punto cúlmine en la amistad viril es el de Don Segundo Sombra y el joven Fabio Cáceres en la novela de Ricardo Güiraldes. Los abrazos apasionados, las despedidas dolorosas, los encuentros e incluso los besos en los labios son constitutivos y recurrentes en las descripciones de estas amistades particulares.

Y no supone un hecho menor que en la literatura gauchesca analizada, el recorrido de los protagonistas vaya desde la separación de la familia monogámica a la errancia, la amistad masculina, las pasiones violentas, el vicio y el asesinato como todas caras de una misma moneda. Errancia, pasiones violentas, vicio y criminalidad van de la mano de las amistades apasionadas masculinas, es decir, encuentran en esas relaciones el escenario propicio para desarrollarse.

Asimismo, en obras como Un guapo del ’900 (1940), de Samuel Eichelbaum, o en gran parte de la narrativa borgeana sobre los guapos, frecuentemente los amores intensos entre hombres, la misoginia, la exaltación de la belleza masculina, las lealtades masculinas hasta la muerte, los duelos amorosos y las inversiones de género ponen en tela de juicio la masculinidad hegémonica. En Un guapo del ’900, el guapo Ecuménico López mata al amante de la mujer de su patrón para salvaguardar el honor y la masculinidad de su protector. Y, particularmente, los duelos en la poética y en la narrativa borgeana suelen ser metáfora del amor, de la búsqueda instintiva entre seres durante toda la vida, que como manifestación de impulsos eróticos se resuelve en impulsos tanáticos. Las puñaladas entre hombres suelen ser sin odio, más bien por exceso de pasión y de amor. Es la muerte entre hermanos, o amigos o enemigos íntimos, que generalmente son enterrados juntos, como los amantes.

EL DESEO ES TRES

Una de las estrategias recurrentes a la hora de retratar a los amores masculinos en la literatura y en la cinematografía del siglo XX fue la del deseo triangular. Esta se presenta bajo la forma de dos hombres rivalizando por los mismos objetos de deseo durante toda la vida: una mujer, un cuchillo, un revólver, unas tierras, una empresa petrolífera... Este objeto de deseo no es más que un subterfugio para ocultar y dar rienda suelta a la intensidad de los lazos libidinales entre ellos.

Para Eve Kosofsky Sedwick, el deseo intermasculino se hizo fundamentalmente inteligible mediante su desviación hacia relaciones triangulares que implicaban a una mujer. De esta manera, una de las imágenes y de las versiones más recurrentes del deseo homosexual para la cultura del siglo XX ha sido articulada a través del comportamiento heterosexual. Contextos hipermasculinos de guapos, gauchos, soldados o cowboys se presentan como ejemplos de un deseo homoerótico que solo pudo expresarse en términos heterosexuales.

Dos de los mayores exponentes de este esquema triangular en la narrativa argentina lo constituyen las obras de José Bianco y la de Jorge Luis Borges. Bianco utiliza este esquema desde su primer cuento, “El límite” (1929), donde dos compañeros de colegio se erotizan con el recuerdo de una mujer a la que uno de ellos ni siquiera conoce y de la que el otro inventa atributos. Y lo repite en novelas como Las ratas (1943) y en la magnífica La pérdida del reino (1972) donde dos amigos se enamoran dos veces en la vida y las dos veces de las mismas mujeres.

Por su parte, El informe de Brodie (1970), de Jorge Luis Borges, abunda en amores ambiguos y secretos no develados (no en vano es citado al menos dos veces Henry James), y en la utilización de la figura del intermediario para dar cuenta del amor entre hombres: “El duelo”, “El otro duelo” o “El cuchillo”. Y finalmente serán los hermanos Cristián y Eduardo Nielsen, los mejores exponentes borgeanos del deseo triangular. En el relato “La intrusa”, el amor entre hermanos troca en rivalidad cuando Cristián lleva a vivir a Juliana Burgos al hogar fraternal. Los celos llevan a los jóvenes pelirrojos a buscar la opción de compartir a Juliana en la cama. Una noche están a punto de matarse, en un duelo. Sin embargo, esta vez las cuestiones amorosas no se resolverán por la vía del apuñalamiento sangriento entre hombres. Al final del cuento, Cristián mata a Juliana y se abraza llorando a su hermano.

LITERATURA ORGULLOSA

Si en la génesis de la literatura, la homosexualidad aparece asociada al enemigo político, siguiendo esta tradición fundante la relación entre peronismo y homosexualidad se expresa desde el primer cuento argentino explícitamente gay, “La narración de la historia” (1959) de Carlos Correas, que relata una situación de levante callejero, entre dos adolescentes, uno burgués y un “cabecita negra”. Aparece prefigurada en el ensalzamiento de las bellezas de los provincianos del interior que llegan a Retiro en la década del cuarenta por parte de Witold Gombrowicz. Y se hará aún más explícita en novelas como Los premios (1960), de Julio Cortázar, The Buenos Aires Affair (1973), de Manuel Puig, La boca de la ballena, de Héctor Lastra, Sergio (1976), de Manuel Mujica Lainez o relatos como “La invasión” (1967), de Ricardo Piglia, entre otros.

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