› Por Cristian Alarcón
Tú que fuiste una niña actriz y una niña cantante, tú que supiste entonar las notas más altas del jazz de tu padre. Tú que te soñaste como una maja, y te construiste a imagen y semejanza de las hadas y de las ninfas, de las musas y las criaturas salvajes. Tú, nena descorazonada que salió a escena con tan poco y con tanto, a esa hora en que otras bailan el vals. Tú que te enamoraste como loca, como nadie, obsesiva y buscona, destructora y fálica, sometida a ese chico delgado como una roca pulida. Tú, infantil al emborracharte como una cabra bebida, sin sostén, sin pared, sin importarte nada. Tú que cantaste lo que te pasaba y anunciaste tu muerte como lo hace un ave. Tú de la que dijeron: “Amy Winehouse está viva”, como cuando en Rock in Rio les cerraste la boca a todos y lo hiciste con la voz que cultivaste en la caverna del soul. Tú que te hiciste construir un disfraz y hacer tatuajes de niñas y de sirenas para vestirlos con ropas de viuda mafiosa. Tú rodeada siempre de chongos, de todos los chongos, y tú tan sola, tan finalmente alejada del hombre de tu vida, tan lejos del amo. Tú, party girl como todos nosotros, siempre rodeada de chongos, y de jazzeros, y de hip hoperos, de hombres que tocaban como nadie. Tú que al parecer te fuiste porque quisiste, tú, ida, tú penumbra, tú negro absoluto de volver al negro, negro, negro, tú, Amy Winehouse, descansa como todos deberemos hacerlo.
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