Viernes, 14 de octubre de 2011 | Hoy
A LA VISTA
No faltaron emociones, aunque la homenajeada prohibió las lágrimas. No era momento para débiles ese en el que se reconoció a Lohana Berkins como Personalidad Destacada de los Derechos Humanos en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires. Fue, al contrario, una tarde en la que las anécdotas de lucha y de conquistas fraguaron a una heroína contemporánea que ahora tiene título propio.
Por Marta Dillon
Todo lo que podía salir bien, salió mejor. La conjura de las circunstancias fue esta vez una alfombra roja tendida desde la calle hasta el Salón Dorado de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, para que ella reinara entre brillos y caireles. Porque no le habían asignado ese lugar que encandila de tanto brillo y hasta habían negado para quien iba a asistir al acto la puerta principal de ese edificio elegante. Pero a último momento, vaya a saber por qué, se habilitó el Salón Dorado y sólo se podía entrar caminando sobre la alfombra roja. Entonces, el martes, Lohana Berkins fue homenajeada como lo que es: la reina travesti sin trono ni monarquía pero con título propio y el amor popular que la hace soberana. La formalidad de la ley la convirtió en “Personalidad Destacada de los Derechos Humanos”. El calor del acto dio cuenta de que se trató apenas de eso, una formalidad; merecida, claro, pero que vino a poner la rúbrica sobre algo que ya sabían todxs. Y por eso se aplaudió de pie, no una sino una decena de veces a ese cuerpo generoso –del que ella ya se quejó en público porque, dice, sus tetas llegan diez minutos antes que ella, pero cuando se las puso era lo que se suponía que toda travesti deseaba–, a esa voz capaz de asustar a una comisaría entera –y bien que la usó haciéndose pasar por funcionaria para liberar a alguna compañera travesti–, a esa risa que contagia, en fin, a Lohana Berkins. “La amamos”, dijo la diputada Diana Maffía cuando el acto oficial empezaba a apagarse para dar paso a la poesía de Fernando Noy y a la música de Paula Maffia, al brindis y a los abrazos, a las lagrimitas de los otros y las otras pero no las de ella que no quiso llorar para no parecer “una mariquita”. Y sin embargo “marica” fue la palabra que más usó para referirse a sí misma y a sus compañeras, compartiendo el lenguaje de la fraternidad, tan lejos de la corrección política. “Bien vestida, marica”, contó que le dijo alguna vez a Paula Rodríguez para darle las claves de la etiqueta de una reunión en Casa de Gobierno que la trava de dos metros interpretó como un catsuit negro y ajustado, brillante y recién comprado. Anécdotas de confrontación en la puerta de esa misma Legislatura que ahora la homenajeaba, anécdotas en los calabozos de las comisarías porteñas, lugar habitual de las travestis en prostitución cuando los vecinos indignados denunciaban la amenaza de esos cuerpos incómodos para el precio de sus propiedades. Anécdotas como piedras que señalan un camino vital y siempre compartido con otras y con otros; de eso estuvo hecho el acto, porque en ese camino se gestó este reconocimiento. Y más que eso: en ese camino se gestó un relato. Un relato trava, en primera persona del singular y del plural, porque como las historias que merecen ser contadas, en este relato hay un mundo en el que otras vendrán también a vivir, en el que otras se sentirán reconocidas.
Cuenta la historia, entonces, que Lohana Berkins, expulsada de su casa natal a los 13 y reducida a la prostitución por pura necesidad de sobrevivir y reconocerse, un día dijo basta y se lanzó al abismo de no saber de qué cuernos iba a vivir. No la pasó bien, pero no volvió a la calle y encontró cómplices para sostener esa voluntad de actuar que todavía la sostiene. Lohana misma recordó el martes cuando se encontraba en las calle con Silvia Delfino, “la tía Delfi”, que antes que nada, antes de la estrategia del día, la formación política o feminista, lanzaba la pregunta a las travestis reunidas: ¿Comieron hoy? “Por supuesto que siempre decíamos que no. Y la mayoría de las veces era cierto.” Lohana no considera que la prostitución sea un trabajo, “sin ganas de dar golpes bajos, quisiera preguntar cuántos de quienes dicen que es un trabajo mandarían a sus hijos o hijas a trabajar en prostitución como si nada”. Pero cuando dejó la calle también dejó la única seguridad que había tenido hasta ese momento. Ganó otras: la seguridad en su propia fuerza, en su capacidad de generar escándalos, “escándalos en términos de escrache, de confrontarnos con nuestra propia ignorancia, con nuestros prejuicios”, definió la antropóloga Josefina Fernández con quien Lohana escribió La gesta del nombre propio, el libro que indaga en la comunidad travesti para saber mucho más que el relato recortado, mediado, estigmatizado y sin relieve con que solía describírsela. Con esa seguridad nueva se enfrentó con otras compañeras a los edictos policiales, derogados en los ’90. Al Código de Convivencia que las criminalizaba, a volver al colegio y que no se respetara su identidad de género ni su nombre propio. Con esa seguridad fue capaz de convertir en ley eso que había salido por decreto: que en las escuelas primero y en los hospitales después las personas trans fueran tratadas con el nombre elegido. “¿Trans? Yo no soy una legumbre, yo soy travesti”, recordó Diana Maffía, una de las gestoras de este reconocimiento, de boca de Lohana. Travesti, esa era la plabra y la identidad que defendió hasta en la Corte Suprema de Justicia cuando se le negaba a la asociación que había fundado –Alitt (Asociación de Lucha por la identidad Travesti y Transexual)– la personería jurídica porque su objeto social –la defensa de la identidad travesti– no “colaboraba al bien común”. Además de tener esa palabra en el nombre, claro, ¿qué necesidad de ponerle travesti?
Mucha, mucha necesidad de decir travesti, como en el acto en el que se honró con diploma, aplausos, flores y besos tuvo necesidad de decir marica. Porque hay un camino recorrido que permite el desvío. Porque ya no hay que explicar ciertas cosas: por ejemplo, que ella es una Personalidad Destacada de los Derechos Humanos. Y no de los derechos humanos de las travestis, también de las mujeres, los niños y las niñas, los pueblos originarios, los pobres y las pobres, de cualquiera a quien se pretenda expulsar más allá de las fronteras de una normalidad desintegrada que intenta conservarse a fuerza de violencia.
Si Lohana una vez quiso ser alumna y lo logró –en esos términos, alumna–; después quiso ser maestra y también lo logró. María Luisa Peralta –activista lesbiana, integrante del Frente Nacional por la Identidad de Género–, Josefina Fernández, Diana Maffía y el diputado Juan Pablo Arenaza –autor del texto de la ley que otorga el reconocimiento a Berkins, confeso católico practicante y dueño del bleff que inauguró el acto: “A pesar de las trabas, ella supo abrirse camino”–; cada uno y cada una de los integrantes del panel reconocieron haber aprendido de ella. Fue maestra en conseguir beneficios colectivos, en la lucha contra todas las subordinaciones, maestra en travestismo, si es que esa palabra existe. Devota del Señor de los Milagros, fundadora de la Cooperativa de Trabajo Nadia Echazú, donde trabajan y se forman travestis y trans que se niegan a la prostitución, buena tía para las cinco sobrinas de ojos redondos y sonrisas infinitas que le mandaron besos por video y aplaudieron a rabiar ahí en el Salón Dorado, coautora de La gesta... y también de Cumbia, copeteo y lágrimas; mejor compañera según el título otorgado por quienes compartieron aula con ella en la nocturna donde terminó el secundario; compañera del alma, compañera para todos y todas los que llenaron ese salón cargado de lujo y también de vulgaridad, a la gran Lohana Berkins, salud. Y que nadie suelte una lágrima por este homenaje, aunque se nombre a las que no llegaron a ver cómo las travestis podían recibir diplomas en el corazón de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que nadie suelte una lágrima, que no se puede parecer mariquita cuando es tiempo de héroes. O, mejor dicho, de heroínas.
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