LEY DE IDENTIDAD DE GENERO YA
En pleno esplendor del consumismo de los años noventa, surgía en la ciudad de Buenos Aires la Aldea Gay, una suerte de asentamiento donde excluidxs por su sexualidad y por su pobreza se refugiaban en la propia miseria y en sus lazos de solidaridad. El oasis duró poco y la expulsión fue violenta y mortal. La película Mía, de Javier van de Couter, cuyo trailer podrá verse este sábado durante la Marcha del Orgullo, recupera aquella historia y contribuye al reclamo de una ley de identidad de género ya.
En el colmo del uno a uno como moneda corriente para la clase media, la cultura gay de esa misma clase y valor, a mitad de los noventa, creyó haber encontrado un oasis tras tanto acoso y marginación. Fue, en realidad, un espejismo algo siniestro. Aparecía en el horizonte la figura del gay recto, clon del modelo positivo del personaje ficcional que el activismo reaccionario edificaba como ciudadano asimilado a esa maqueta de estilo de vida donde recostarse a sentir el confort de la urbe moderna. Un poco la NX y, especialmente, La Otra Guía (revistas oficiales de la pequeña burguesía capitalina de aquellos años) se basaban en marcar el mapa autorizado para el consumo y la deriva pacata, y si bien podían servir también como manual de supervivencia y forma de crear comunidad, hay que reconocerlo, eran una demarcación de la moda friendly como pose que tapa la dimensión crítica que puede tener la diversidad. Entre esas páginas se perfiló un tipo de gay, mayormente de clase media, que podía pagar la consumición obligatoria para acceder al beneficio de una legalidad homosexual. En tiempos de esplendor del country la comunidad gay creaba su propio confinamiento chic en boliches, pubs y restaurantes autorizados (y se habla solo de gay, porque lesbianas y travestis, las otras actrices políticas más invisibilizadas de esas épocas, eran mayormente excluidas del circuito principal de esta mercadotecnia). Entre tanto espectáculo de corrección y buenos modales, la década fue fracturada por la creación de la Aldea Gay, un asentamiento en Núñez, que hacía visible el inconsciente de una década que reprimía su soberbia capacidad de generar exclusión y pobreza.
El contra country:
la Aldea Gay
Si alguien se acercaba a algún fogón de la Aldea Gay, se podía comprobar esa “poética del sobrenombre” que describe tan bien Pedro Lemebel en “Los mil nombres de María Camaleón” en su Loco afán. Costaba reconocer quién era quién en el juego de reinvenciones de sus habitantes. Como estampida, como verborrea complicada por un slang de loca, las palabras que las nombraban eran lenguaje de la reinvención constante, de lúmpenes que fraguan nombres de pluma para la guerra. El alias extravagante, aunque podían tener más de uno, “excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los rasgos anotados por el registro civil. No abarca una sola forma de ser, más bien simula un parecer que incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo apodo”. Así, La Robocop, La Chaplin, La Rompecoches, La Cinco Pesos, La Taco Partido eran personajes que poblaban esa villa eminentemente marica que se extendía en un descampado junto al Río de la Plata, a la sombra de Ciudad Universitaria. Como un ritual de redefinición constante, en la fuga de identidades fijas, como lo tuvo el lugar que inventaron para habitar: la Aldea Gay, también bautizada como Aldea Rosa, fue un asentamiento espontáneo creado en 1995, que reunía principalmente a gays y a travestis, expulsadxs o automarginadxs de bienestares de la ciudad moderna. Aldea Gay fue la forma lavada, eufemística, de nombrar una villa miseria, pero también un modo de destacar una diferencia con otros grupos marginales. Una versión, que corrobora la película Mía, sostiene que ese espacio era una respuesta a esa isla a la que un Quarraccino pedía expulsar a la diversidad sexual, política vaticana que con distintos matices se sostiene hasta hoy. Pero también había una forma de salir de la ciudad, de sus centros ideológicos y edilicios, como hicieron Diógenes y los cínicos como modo de protesta. Primero pocas personas sabían de la existencia de esta comunidad villera, pero lxs activistas gltb de aquellos años pronto comenzaron a relacionarse con la Aldea. Fueron el pastor Roberto González y luego otrxs activistas de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), pioneros en visitar frecuentemente a lxs habitantes, conocer sus ideas, sus luchas, sus necesidades. Había principalmente gente expulsada de sus familias, pero también emigrantes e indigentes, travestis en situación de prostitución. La mayoría se costeaba lo básico cartoneando, era época donde las latas de aluminio importadas llenaban los tachos de basura y se pagaban precios altos por ese metal. Como todavía no eran épocas de cartoneo compulsivo, los barrios aledaños de clase media les brindaban a lxs aldeanxs la oportunidad de acceder a objetos para construir sus “ranchos por fuera, pero casas de muñecas por dentro; en el cirujeo por Núñez, de repente podían caer con una alfombra persa o con una alacena sólida”. Más aún, cartoneaban electrodomésticos en perfecto funcionamiento o zapatillas caras apenas desgastadas y demás desechos de una sociedad opulenta que podía pasar al último modelo antes que el anterior dejase de ser útil. Vivían entre la vegetación, sin luz, ni gas, ni gastos de ningún tipo, pero al menos habían construido ranchos regios con materiales encontrados.
No hubo quejas ni denuncias de ningún tipo contra las personas que vivían allí, pero desde su asunción como jefe de Gobierno de la Ciudad, De la Rúa comenzó a amenazar con desalojar la Aldea como parte de su política de “limpieza” urbana, que también incluía sacar a las travestis de un Palermo que ya se estaba convirtiendo en barrio boutique. Durante 1998, el delarruismo se puso más duro y la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) tuvo reuniones con la Secretaría de Derechos Humanos del Gobierno porteño para exigir que frente a cualquier tipo de medida de desalojo se tenía que garantizar un hogar a cada habitante de la Aldea. Los funcionarios no tardaron en traicionar sus promesas de buscar soluciones pacíficas a escala humana. El lunes 16 de junio de 1998, con la orden del juez Adolfo Bagnasco, los policías y otras fuerzas de la comisaría 51ª irrumpieron para destruir las casas y desposeer de casi todos sus bienes personales a cada habitante. Ese lunes era feriado, lo que implicaba un plan maquiavélico: no había autoridades del gobierno que pudiesen responder a reclamos, además de garantizarse poca exposición en los medios.
Más allá de la estrategia oficial de invisibilizar el atropello brutal, se hizo mucho ruido, tanto que casi ningún medio pudo ser indiferente en los días que siguieron al desalojo. El Gobierno de la Ciudad había ofrecido hoteles y albergues temporarios, pero eso implicaba separar al grupo. La Alexis y su marido, La Chilena, y otras maricas no querían negociar la ruptura de esa pequeña comunidad de resistencia. Además, a los hoteles no podían ir con sus mascotas, y menos hubiesen abandonado a los perros que tanto amaban. No querían separarse de cierta forma de vida al aire libre de control. Un mes más tarde se pudo conseguir un caserón en San Telmo, tramitado por la CHA, para que pudiese habitar la docena de personas que soportaron la experiencia bajo el puente.
No hubo planes sociales ni una mísera forma de ayuda oficial en ningún momento. No se acomodaron, acostumbraron al centro porteño, las locas volvieron a la Aldea un tiempo después, cruzaron alambrados y todo tipo de impedimentos en la zona perimetrada y se volvieron a instalar allí. Nadie, ninguna brutalidad institucional, iba a impedir su destino marginal. Fue una de las gestas más críticas del activismo gay de los ‘90, y fue reconocida hasta por la revista NX, que le dio un premio Nexo a la Aldea gay en las ceremonias que organizaban en la disco Oxen. Algún responsable de la revista se sorprendió de que ningunx de lxs aldenxs haya ido a recibir la estatuilla, sin darse cuenta de que era lógico que no quisieran entrar a un espacio donde históricamente eran rechazadxs por crotxs, por pobres. Algunas personas tuvieron destino incierto, otras terrible. Alexis, una de las locas más enérgicas, que había sido pastor, fue encontrado muerto de sida en la Aldea; no hay forma más elegante de decirlo. Pero eso no fue su última humillación: el enfermero que acompañaba la ambulancia que recogería el cadáver no quiso entrar a la Aldea ni levantar el cuerpo por la posibilidad de contagio. María Laura, activista lesbiana de la CHA, terminó cargando a Alexis en el carrito de supermercado que usaba para cartonear y lo llevó hasta la ambulancia. El rechazo oficial a las mariconas de la Aldea fue, incluso, post mortem.
Hoy vuelve la Aldea gay porque el actor Javier Van de Couter, uno de los protagonistas de la adaptación cinematográfica de Un año sin amor, se inspiró en ese territorio para construir su melodrama travesti: “Yo había escrito Tumberos para Ideas del Sur. Y entonces el grupo creativo buscaba un universo para otra serie. Y empecé a buscar información sobre la Aldea, encontré muchos materiales, entre ellos un pequeño documental de diez minutos. Y escribí un primer capítulo de una serie que se llamaba Agria, que transcurría toda dentro de la Aldea, empecé a imaginar esos personajes en la costa de ese río, y el por qué habían ido ahí. El capítulo ése no llegó a nada pero luego de un tiempo apareció de nuevo el tema de la Aldea. Me encontré con algunas chicas que habían militado, con una que había vivido, con el cura que los había evangelizado. Me encontré con Lohana Berkins y con Marlene Wayar”. Es lógico que en la televisión no tuviese lugar una serie basada en un matriarcado lumpen, marica y travesti, suerte de cofradía de resistencia a las formas en que la modernidad cincela a las personas. Van de Couter había sentido hablar de la Aldea cuando cursó en Ciudad Universitaria, a mediados de los ’90, cuando vino a estudiar a Buenos Aires desde Carmen de Patagones, pero supo más del tema, como casi todo el mundo, a través de los medios, que multiplicaron los conflictos tras el desalojo de 1998. En su investigación, además de los testimonios, se cruzó con dos materiales fundamentales, “una monografía del CELS muy interesante, que en realidad era una estadística que tenía que ver con los asentamientos y que pusieron como modelo la Aldea Rosa”, y el video Entre no-sotros, documental realizado por Sebastián Molina Merajver. El hallazgo del documental, realizado por alumnos de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA, con sede en Ciudad Universitaria, es que logró registrar en VHS el antes y después del desalojo, imágenes hoy gastadas, de baja definición, que dan cuenta de toda la textura de ese mundo. La película apenas toma la Aldea como punto de partida de una línea del conflicto, pero logra la gran virtud de ser la primera película en representar a una comunidad principalmente travesti como ciudadanas políticas, combativas, fuera de la mayoría de los estereotipos y mostrando diversidad ideológica dentro de esa misma comunidad. Nada de reducciones en la concepción del deseo, nada de obviedad de la denuncia, pero sí exponer el conflicto en una dimensión que alcance para poner en crisis lo propio y lo ajeno. “Muchas de ellas no querían dejar ese lugar, más allá de las condiciones en las que vivían y me parecía que eso era interesante de plantear. Muchas vivían esa situación con felicidad, porque estaban en la calle, viviendo en los subtes, y fueron a parar a la Aldea y encontraron un espacio de pertenencia. Pero a muchos les costaba bastante asumir esta vida porque tal vez habían sido echados del trabajo por puto y caían en la Aldea desde otra realidad, distinta de la que ya vivían en la calle.”
Ese conflicto está bien expresado en la película, cuando la travesti protagonista, Ale (Camila Sosa Villada), se queja de vivir entre los yuyos. “Donde vos ves yuyos, yo veo un bosque”, le responde Naty Menstrual que interpreta a Antigua, fundadora de la Aldea, que defiende la vida en los márgenes como fuga de cierta modernidad asfixiante, como un bosque dionisíaco o con la sensualidad rural que describe Reynaldo Arenas en su autobiografía Antes que anochezca. Por eso no está mal que la película se convierta en un melodrama, casi de conflicto decimonónico, de la relación tormentosa y sentimental entre la chica del campo y el hombre de la ciudad: la Ale se deslumbra un poco por las luces de la ciudad, se enamora de alguna manera de la posibilidad de pertenecer a un confort que la rechaza pero le ofrece espejismos placenteros, esos neones, esas dicroicas tan ‘90 que son el glamour urbano, el brillo que engalana de strass la postal ciudadana. Pero el compañero de La Ale, Pedro, peluquero lumpen con sida y sarcomas a flor de piel, agoniza y debe ser hospitalizado, y una ambulancia lo viene a buscar, remedando la crónica real de la muerte de La Alexis. Van de Couter cuenta que, por desgracia, todo el martirio de esa escena no entró en el corte final, pero las imágenes que se ven en Mía bastan para denunciar los límites de la asistencia del Estado en otras épocas: “Y la ambulancia no entraba si no era acompañada por la policía. Un poco porque no podía y otro porque no querían, porque les daba miedo. Y ese límite que marca la ambulancia existía, llegaba a las puertas de Ciudad Universitaria y tenían que andar cargando a la gente desde la Aldea. En la película no quedó toda la escena, que era más larga, con seis o siete chicas con los tacos, que volvían de la noche, y que cargan a Pedro. Eso era tremendo, porque la salud pública llegaba hasta un punto, después era todo un vía crucis que tenían que hacer ellas para llegar hasta la ambulancia”. Pedro casi inconsciente, colgando en cruz, cargado por sus hermanas travestis, peinadas por él, y Antigua que grita porque los enfermeros no entran a la Aldea, es una de las imágenes más conmovedoras de la película. Esa misma ambulancia no es algo del pasado: todavía hoy el acceso a la salud para las personas trans está regulado por la caprichosa transfobia de la o el profesional de turno o por la desidia institucional frente a las necesidades del cuerpo diverso. “Y Naty Menstrual quería hacer una crónica, porque las chicas travestis que participaron del rodaje, por ejemplo, de golpe decían: ‘¿Sabés cuánto hace que yo no como carne?’. Y no eran chicas de la Aldea, eran las actrices”, recuerda Van de Couter, porque durante el rodaje siguió aprendiendo sobre la realidad de las travestis, que lejos de anclarse en el pasado de la Aldea, todavía continúa en un presente donde ellas esperan junto a los hombre trans por una Ley de Identidad de Género que por lo menos empiece a pensar en un acceso más igualitario a las posibilidades sociales, especialmente al trabajo y a la salud. Por eso, para el actor y guionista devenido cineasta la investigación de los pormenores de la Aldea gay no fue el fin del aprendizaje, sino que todo el proceso de la película fue un modo de arrimarse a muchas de las historias de personas que todavía son totalmente ignoradas, por la transfobia que repite un solo modelo de representación de la diversidad trans, basado en un glam hueco y en la hipersexualización prostibularia. “Cuando empiezo a hacer el casting, primero conecto con algunas chicas de acá, de Buenos Aires. Después me entero de que hay un curso de capacitación que organiza ATTA en Córdoba y les pido ir con ellas al hotel de turismo social en Embalse de Río Tercero. Y fue muy fuerte porque hice el primer casting, eran como cincuenta y le habré tomado casting a treinta mínimo. Y empiezan a contar sus historias, y eran de Comodoro Rivadavia, de Santiago del Estero, de Formosa. Ahí conviví con ellas, filmé el curso de capacitación, que empezaban enseñándoles cómo tenían que manejarse en la vía pública cuando viene un policía, cómo responder, qué decir, sin recurrir a la violencia. Después empezaban a contar sus historias y eran reuniones catárquicas. En ese viaje a Córdoba fue cuando vi a Camila en el teatro, y fue muy especial. Estaba la que le gusta ser prostituta y la que no puede dejar de serlo, y la que salió de eso y la que nunca le gustó. Después me enteré qué atrás que estamos, incluso de lo que yo estaba escribiendo. Me preguntaban de qué trata mi película, y yo decía es sobre una travesti que, no sé si por deseo de maternidad, pero se hace amiga de una nena. Y me decían las chicas trans: ‘Mi hermana está presa y los chicos se los crío yo desde que nacieron y a mí me dicen mamá’. Y así aparecieron todas las Marielas Muñoz repartidas por el interior.
Habiendo ganado un premio en el Festival de Cine de La Habana, Cuba, con el guión, Van de Couter logró realizar la película y rescatar la memoria de la Aldea gay a través de una ficción. Sin embargo, al final, un cartel avisa sobre los hechos reales. “En todo el recorrido que estoy haciendo con la película, la gente se sorprende mucho, porque cuando ven la película piensan que nada existió. Y en esas cosas del destino, la película que se iba a estrenar en marzo se pasó a noviembre, justo alrededor de la Marcha del Orgullo y de la posibilidad de la discusión parlamentaria de una Ley de Identidad de Género. Que la película termine con una travesti con un bebé en brazos, creo que algo puede aportar en este momento, para que salga la ley.” Uno de los gestos más políticos de Mía es pensar una relación genuina entre una travesti y la maternidad, a partir de Ale, que puede volverse no solo una figura inspiradora para una niña, sino que logra ayudar a reconstituir una familia, a riesgo incluso de que ella misma quede excluida.
Para quienes conocimos a las personas de la Aldea gay, quienes fuimos sus cómplices, quienes resistimos en ese entonces y todavía lo hacemos contra la desigualdad y la injusticia, en esta Marcha del Orgullo lgtbiq de nuevo nos vamos a acordar de todas y todos los que nos ayudan a pensar que hay otros mundos posibles donde de un yuyo puede nacer un bosque. Hasta la victoria, diversxs.
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