ES MI MUNDO
Entre ellos hubo amor a primera vista, un amor que superó al sexo, los años y hasta a la muerte de él a causa del sida en 1989. Patti Smith y Robert Mapplethorpe siguen siendo esa pareja queer que legó la Nueva York pre-punk y a la que ella, el hada andrógina del rock, planea homenajear con un libro sobre él, largamente anunciado.
› Por Mariano Marianino
La historia de esta versión bohemia, urbana y rara de Bonnie&Clyde es harto conocida. Buscando realizar un ideal de vida artística que había mamado en las biografías de los románticos, Patti Smith se muda a Nueva York a fines de los 60s. Al llegar, reparte su tiempo entre el mostrador de la librería Scribner y las horas que pasa desnuda frente a los jóvenes artistas del Instituto Pratt. Allí conoce a Robert Mapplethorpe, un joven endemoniadamente hermoso de 19 años que da sus primeros tropiezos en las artes plásticas. Patti queda flechada y lo adopta. Se convierte en amiga, amante, novia, guía espiritual y madrina artística de Mapplethorpe. Por ese entonces, la relación de Robert con la fotografía era sólo lateral. Recortaba diarios, revistas y folletos y los enmarcaba, dándole más importancia al soporte que a la foto en sí. Los marcos eran coloridos y elaborados. Poco después comenzó a usar una Polaroid para autorretratarse y para sacar instantáneas de sus amigos y amantes. De a poco, las polaroids se transformaron en cuidados estudios del cuerpo humano. Fue Patti quien lo ayudó a llegar a este nuevo equilibrio, que sería crítico para la carrera de Mapplethorpe.
Tal vez la obra más interesante de ese período sea el update que hace Mapplethorpe de uno de los hits calientes del Renacimiento: el torso del esclavo más conspicuo de Michelangelo. Robert lo actualiza (lo acerca a Village People) sobreimprimiéndole una musculosa a medio levantar. El esclavo de Miguel Ángel es ahora el chongo que se espía en la playa mientras se saca la remera.
En esa obra estaba definido el gesto básico de Robert: el acople de un contenido "porno" con una maestría técnica exquisita, casi clásica. Sí, hay algo así como un depravado neoclacisismo en Mapplethorpe, una pasión romana por la anatomía que el gusto por el escándalo no consigue sepultar. Sus estudios del cuerpo humano demuestran que la calentura puede ser una de las formas más respetuosas y delicadas de acercarse al otro. Como testigos están la serie de fotos a Lisa Lyon, el porno estilizado de las sesiones con sus amantes y modelos negros y, por supuesto, las fotos que le sacó a Patti.
La tapa de Horses fue tan importante para la construcción de la imagen de Smith como cualquiera de los temas del disco. Mapplethorpe eligió retratar a Patti como la encarnación contemporánea del poeta maldito: la emisaria de Rimbaud en el infierno urbano del último fin de siglo. Patti aparece rara, descastada, como poeta errante y glacial, distante. Masculina y femenina, la imagen "andrógina" de Patti es la luminosa punta de iceberg de un proceso creativo: el estudio obsesivo que realiza Mapplethorpe de un autorretrato de Durero del año 1500. Mapplethorpe peinó a Patti como Durero se peinó a sí mismo, con un flequillito que apenas acaricia las cejas y deja bien despejados los ojos. La fuerza de la foto tenía que arremolinarse en la mirada. Smith parece estar emergiendo de una temporada en el infierno brillante de su poesía, despertando de un sueño de paraíso artificial. Después de todo, esta es la chica que declaró que quería volver a vivir la intensidad de Morrison y a atravesar la experiencia de Hendrich. "Siempre me divirtió hacer temas trans-género -dijo Smith en una entrevista reciente con el crítico Simon Reynolds, sobre su voluntad transgresora-. Es algo que aprendí de Joan Báez, que a menudo cantaba canciones que tenían un punto de vista masculino. Pero mi obra no refleja mis preferencias sexuales, refleja el hecho de que siento una libertad total como artista. Es por eso que en la solapa de Horses se lee esa declaración acerca de estar más allá del género. Con eso me refería a que, como artista, puedo adoptar cualquier posición, cualquier voz que quiera".
"Todavía lo estoy escribiendo. Mis editores se están volviendo locos porque no lo terminé y ya van cinco años. Es un libro acerca de Robert y yo, nuestras exploraciones en el arte y nuestra amistad. Lo conocí cuando era muy joven y quiero que las personas lo conozcan como lo conocí yo, porque hay muchas facetas de él que no llegaron a la gente", Patti lo dijo en Buenos Aires, el año pasado, antes de tocar en el Festival BUE. Lo dijo mostrando una cruz que llevaba sobre el pecho, un regalo de ese amigo y amante con el que alguna vez juró, en la habitación 1017 del mítico Hotel Chelsea que estarían juntos "hasta que cada uno este fuerte para caminar separado". Ella fue la que dio el primer paso: Horses y el amor por el novelista Sam Shepard llegaron casi juntos. Él, dicen, la amenazó: "Si me dejás me hago gay", y corrió detrás de su amante y mentor, Sam Wagstaff. Es fácil imaginar la sonrisa de Smith entonces, parecida a la que iluminó su imagen de duende el año pasado cuando habló de ese libro que todavía es futuro y que podría convertirse en documento de una relación que instaló un laboratorio en múltiples niveles: fotográfico, lírico, afectivo. Porque la pareja que formaron Patti Smith y Mapplethorpe fue experimental más allá de lo artístico. O, mejor dicho, fue una pareja que tuvo al arte como horizonte pero también como código civil. Un modelo de unión en la que el sostén afectivo, la colaboración creativa y la voluntad de contar con un secuaz, acompasó las turbulencias de las atracciones y los rechazos sexuales y sensuales. Mapplethorpe y Smith, la pareja queer que nos legó la Nueva York pre-punk.
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