El revisionismo sexual que llevó a sacar del closet últimamente a personajes sagrados como Gabriela Mistral o Mahatma Gandhi no es indiferente al “Caso Papá Noel”. Si para algunos se trataría de un preservador de la homofobia con su reparto de juguetes sexistas, para otros es un dady con un amor en cada chimenea. En exclusiva, y habiendo tenido acceso al ático de Santa, Alejandro Modarelli revela una carta de amor que el viejo nunca llegó a enviar, mientras Adrián Melo aporta las cartas de niños y niñas con inquietudes artísticas, que nunca quiso responder.
› Por Alejandro Modarelli
Más roja que mis botas es la tinta con que te escribo... Estoy herido por tu poca atención de estos últimos meses, ¿qué se supone que tengo que pensar; que, como razona mi terapeuta ártica, algo del orden del afecto se quebró? No me enviaste ni siquiera el pedido que me hizo el nabo de tu hijo (un pedido como siempre absurdo, si el año pasado quería un ajuar de novia, este año se zarpó mal y me confunde con un dios milagrero. Que se entere de una vez que no está dentro de mis habilidades la vaginoplastia. (Eso te pasa por ser tan liberado y mirar en familia el video de La piel que habito, denle Almodóvar a los niños, quítenle Disney que total el boludo que recibe las cartitas progres a fin de año soy yo.)
Ahora mismo mientras te espío desde mi telescopio en la Laponia y sangro sobre este papel, trato de encontrar a este adiós obligado alguna explicación. No soy aficionado a las despedidas porque no soy de convicciones duraderas, y por ahí me arrepiento. Por eso esta carta quizá termine entre leña encendida y mi angustia, que es un veneno inagotable, se diluya otra vez como la sangre bien roja en el río dulce, si me dieras una señal, qué se yo, un toque en Facebook... Con un poco de buena vibra y si necesitás que cambie, no dudes en reclamarlo. Estoy habituado a las metamorfosis. Es que a lo largo de mil setecientos años uno aprende a transformarse en cuerpo y alma, como el Orlando de Virginia Woolf. Cada siglo se aprende a caminar de nuevo. Pensá que no más ayer fui un anarco millonario en Asia Menor llamado Nicolás, una especie de mano suelta que regalaba el oro de la familia a los niños pobres, y si me dejaban también regalaba a mi padre –un turro– pero a los lobos. Así, desprendiéndome de todo, conseguí la fama. La fama atrae los negocios, y sobre las capas de mi historia de derrochón se montó el fetichismo de la mercancía, el remanido consumismo, y cuando precisé plata para cambiar los renos ni dudé en firmar contrato con la Coca Cola, que impuso ese color tan rojo a mi traje mucho antes de que ese erotómano de Tom de Finlandia convirtiese mi capa y mi pantalón en lencería porno masculina sobre un lomo logrado con anabólicos y mancuernas. Pero no reniego de ese retrato, también soy eso. Por otra parte, me parecen inútiles las protestas antiyanquis de los nacionalistas periféricos contra mi culto globalizado... ¿Qué buscan, volver a hacerles el caldo gordo a esos ridículos Reyes Magos, justo ahora, cuando la utilidad y hasta el honor de la monarquía están siendo cuestionados incluso en España, con el escándalo del yerno? No, querido, ya sé que suena vulgar, pero los verdaderos reyes en el capitalismo son los que brindan en Wall Street, y por ahora son mis socios estratégicos. Si quiero que el mito perviva, debo tragarme algunos sapos del Tío Tom.
Me adecué bien a los tiempos y administré bien los recursos. Imposible perpetuar un Santa Claus sin una mínima cuenta bancaria o víctima de la burbuja inmobiliaria. Mejor aún administré mi imagen pública: el abuelito barbudo y bonachón que hace de su supuesto celibato el reflejo simétrico de la inocencia de los niños. De célibe tengo tan poco como de abuelo heterosexual, lo sabés mejor que nadie pero, en fin, acordate que fui obispo entre otros tantos oficios caretas. No obstante, te aseguro que soy sincero con los pibes. Llego de noche, sí, pero para ser confundido con un sueño que proviene del paraíso y no con un abusador. Mirá que es difícil mantenerse fuera de las interpretaciones freudianas en esta profesión, y sobre todo ubicarse hoy lejos de las sospechas de perversión. Por suerte, todavía a nadie se le ocurrió poner en tela de juicio mi cercanía a los niños. Mi imagen se salvó del síndrome de Michael Jackson. En ese sentido, soy como uno de los últimos refugios mediáticos contra la obscenidad del capitalismo donde la representación del cuerpo infantil es la del niño famélico o el niño abusado. Puedo hacer un perfecto equilibrio entre los empresarios de la Coca Cola y la integridad de los chicos.
Dentro de unas horas salgo para dar la vuelta al mundo en el trineo. Te confieso: tengo los huevos al plato de estos viajecitos en los que la mayoría espera más de lo que ofrezco, y los únicos privilegiados en serio acumulan juguetes que no vuelven a tocar después de una semana. Por contrato con algunos gobiernos, tengo que materializar unos chiches para niños carecientes, tan pedorros que me avergüenzo si me los agradecen. En fin, el oro propio se me terminó hace ya dos siglos. Voy a apagar ahora la computadora; me estoy obsesionando con los movimientos de las Bolsas y no hago otra cosa que seguir las cotizaciones de mis papeles. Por las dudas me decida a visitarte, me voy a lavar el boxer navideño con la estampa del cometa. Pienso en tu culito de cazador ardiente (sí, ya sé, no te gusta que sea grosero), imagino tanto tanto volver a comérmelo como en el último verano austral, que ya mismo me estoy arrepintiendo de ensayar esta carta de despedida que me parece que nunca llegarás a leer.
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