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A partir del escándalo Corsi, diversos medios presentaron la noticia del abuso sexual como el accionar de “una banda que iniciaba a los niños en la homosexualidad”
› Por Liliana Viola
Cuando un padre, un tío, un profesor, un cualquiera, abusa sexualmente de una niña, los calificativos van desde la interjección espantada hasta los motes de delincuencia o psicopatía. Pero a nadie se le cruza por la cabeza decir que el abusador de turno “iniciaba a la niña en la heterosexualidad”. A nadie se le ocurre dictaminar que si esa niña en el futuro disfruta del sexo con hombres, se lo deberá al señor que abusó de ella. Si más adelante la niña es “demasiado femenina”, coqueta y hasta “provocativa”, no se le reconocerá a este señor el hecho de haberla iniciado en el estereotipo de la feminidad. Sería un disparate. Un insulto a la inteligencia y al dolor. Sería poner en el banquillo de los acusados a una sexualidad entera (la heterosexual) en el lugar que debía ocupar el sujeto con nombre y apellido, desdibujado ahora tras una secta satánica y caliente.
Sin embargo, cuando un padre, un tío, un profesor, un psicólogo especialista en abuso sexual infantil, Jorge Corsi, utiliza su espacio de poder para abusar de niños hasta el punto de comandar una banda de mafiosos sexuales, nadie duda en afirmar que dicho señor y su banda “iniciaban a los menores en la homosexualidad”. ¿No hace ruido esta última frase? Porque es exactamente el mismo disparate. Un insulto a la inteligencia y al dolor. Y sobre todo a la posibilidad de encarar sincera y seriamente la prevención de estas situaciones. El abuso, visto así, no es tan abuso, el espanto se ha corrido de lugar. La homosexualidad aparece de golpe criminalizada en el lugar del tipo que abusa. Corsi, según esta perspectiva, representa a uno de los tantos vampiros de una sexualidad desaforada. Y la víctima en parte deja de serlo, porque en el fondo, le gustó, le gustará, seguirá reclutando nuevos putos.
En programas y artículos varios se ha repetido en los últimos días esa premisa de que los abusadores suelen estar en el pequeño círculo familiar y de amigos, el abusador se camufla. Habrá que buscar en el lenguaje cotidiano también este camuflaje que en un punto se regodea en señalar culpables inocentes.
Corsi no es un homosexual ni un heterosexual, en este caso puntual que lo ha convertido en protagonista. Sería un abusador, un impostor. Agreguen lectorxs, todas las interjecciones de espanto o la inteligencia que falta para cerrar el caso. Así como tampoco es un heterosexual el violador de niñas, ni un gran macho argentino, ni el prototipo de Don Juan o Latin lover.
El tema es el abuso sexual. Y en el caso del psicólogo especializado que abusa de niños reclutándolos en cibers donde se suele mirar pornografía, pone en evidencia, entre otras cosas, el lugar desvalido de la niñez. El cuento de Caperucita no es más macabro que la realidad. Tal vez haya que cambiar las preguntas —y ya no insistir con “qué grandes ojos tienes” y otras pavadas— para no tener que actuar como cazadores heroicos pero tardíos, abriendo la panza del lobo cuando es tarde.
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