Mi primer amor fue a los 30 años una rockera, la noche más calurosa y húmeda del año. Necesitaba salir sí o sí. Me bañé, afeité y fui sola al recital de una amiga pero llegué temprano; el público eran tres chicas. Una, me calentó de sólo mirarla. Me devolvió la mirada, la busqué y me acerqué a preguntarle por mi amiga la que tocaba. “Quién pregunta?”, dijo. Sus ojos, boca y esos pezones que se transparentaban operaron ahí mismo como latigazo de atracción y adrenalina que no me permitieron reparar en nada más que ella, su piel tatuada y sus rastas largas anudadas en una cola de caballo que la hacían tan única e irresistible. Me acerqué a la barra para comprar una cerveza pero me interceptó con un vaso lleno para mí.

El show estuvo bien y ella me cortejó toda la noche con tragos y charla, sentándose a mi lado en el mismo asiento, bien pegada y con nuestras pieles rozándose. Iba a explotar, no quería que terminara. Pero el show se acabó y la experta me invitó a “tomar otra cerveza en otro lado”. Mi “sí” fue automático, salió solo, imparable y desfachatado. Caminamos unas cuadras y me preguntó si salía con chicas. No, yo no salía con chicas. También preguntó si podía tomarme de la cintura mientras caminábamos: sí, podía. Podía hacerme cualquier cosa, la hubiera dejado y la dejé hacerme todo. En la esquina de Tacuarí y México, me besó como nunca antes nadie lo había hecho y me inundé y mareé de placer. Los borrachos de un bar se asomaban y aplaudían, los pasajeros de un colectivo chiflaban y ese beso era el mejor.

“¿Querés venir a dormir a mi casa?” Nos tomamos un taxi y en Mataderos nos besamos, revolcamos y chorreamos hasta la casi deshidratación. Quedaron nuestros cuerpos, un ventilador Siam viejo, la botella de Seven-Up de vidrio y el sexo ardido al que no dimos tregua durante horas. Dormimos, merendamos y volví a mi casa sintiendo que la había extrañado toda la vida para esa noche volverla a encontrar. o

* Cantante de rap y hip-hop