Mi mamá es una persona que tiene mucho que ver con todo esto que yo hago. Mi papá también, pero sobre todo ella. A los 10 años decidí dirigir una obra en el colegio y me acuerdo de que ella me acompañaba (era condición del colegio que estuviera presente un adulto). A los 15 dejé el colegio y al día siguiente empecé a estudiar con Pepe Cibrián, y al poco tiempo trabajé en una de sus obras. Yo no entendía nada, me sentía como en Disneylandia (es que era muy chico).

Mamá siempre me sacó muchos problemas de encima para que pudiera seguir haciendo lo que me gustaba. Ahora me ayuda a administrar mi escuela IFA.

Yo con mi mamá tengo algo como “edípico” (¿se llamará así?).

A ella le conté sobre mi sexualidad a mis 14 años. Una vez que pasó la novedad y el “que dirán...”, todo bien, pero fue un proceso. Al año de contarle, yo estaba saliendo con un chico al que se le habían muerto los padres y ella le puso una cama en mi cuarto para que se sintiera como en su casa.

Como cinco años después de mi salida del closet, yo cumplía años y estaba haciendo una obra de teatro en la que mi madre de ficción, cuando yo le decía “soy gay”, me respondía con un discurso muy homofóbico. Esa noche, en vez de la actriz, entró a escena ella y cambió todo el texto. Yo terminé llorando.

Ella no es muy demostrativa (yo tampoco lo soy), pero sabemos que contamos con el otro para todo. Ella forma parte de mis tres familias: la de sangre, obvio, la que trasciende la sangre, y el teatro (tantas convivencias largas, con los estrenos con tantas ilusiones en la mano). Además, ella es mi crítica más lapidaria. Esa sinceridad forma parte de lo que es el amor de una madre.

La obra Pájaro negro habla de la familia. Me da un poco de fobia saber que mi familia está en la platea. La trama muestra cómo el dinero pudre los afectos, aunque no es nuestro caso, por momentos me da pudor que interpreten el teatro como vida personal (o viceversa).