TEATRO
Un niño convertido en anormal por una delirante corte de sabihondos es el protagonista de El niño de los pies pintados, una obra que denuncia no sólo la injusticia, sino el absurdo de la opresión.
› Por Adrián Melo
En un escenario despojado, un par de médicos exhiben a un niño “con características especiales” como si se tratara de un ateneo de “casos problemáticos” o de la elaboración de un informe. Los médicos se presentan como los encargados de cuidar y estudiarlo desde hace años y de intentar dar una respuesta plausible al origen y consecuencias de sus singularidades.
Durante la exposición apelarán al relato de otros profesionales, a las vivencias de aspirantes a psicopedagogas que visitan al “paciente” seis veces al año para aprobar una materia y que son presentadas paródicamente como las bailarinas de una coreografía; a los testimonios del padre (posible violador del niño) y de la madre pobre; y al alegato de la asistente social encargada de otorgar (más bien de negar) los subsidios a la familia en virtud de las supuestas discapacidades del niño. El niño no tiene edad —de hecho es interpretado por un adulto—, ni identidad. Los médicos interpelan al público para que le otorguen un nombre y le adjudiquen una cantidad de años. El niño contempla al mundo con fascinación y dolor, aunque conservando siempre cierta magia y asombro propios de la niñez. En este sentido es elocuente y conmovedora la interpretación de Bonilla. Como de Jesús en los Evangelios o como de Drácula en la novela de Bram Stoker, todos hablan del niño, pero el niño nunca habla sobre sí mismo. Lo que conocemos viene tamizado por el médico que dice leer su cabeza.
El genial texto de Diego Brienza y Laura Fernández tiene sus bases teóricas en Michel Foucault, paradigmático a la hora de criticar y denunciar el papel que tuvieron las ciencias disciplinarias consolidadas en el siglo XIX —principalmente la medicina, la psicopedagogía, el derecho, la sociología y la psiquiatría— a la hora de construir en escenarios de encierro tales como escuelas, cárceles, hospitales y fábricas, al sujeto moderno normal, útil y dócil para el mundo del trabajo alienado del capitalismo. Particularmente refiriéndose al mundo hospitalario, Foucault denunció que, apenas el ser humano ingresaba a una institución, se convertía en una masa de carne que podía ser trasladada de un lado para el otro sin identidad ni dignidad. No casualmente, el médico teme ser confundido con un abogado (por aquello de que a ambos lo llaman doctor) aunque, como percibe sagaz y burlón el niño, por el guardapolvo más bien lo podrían confundir con un maestro. En todo caso, maestro, abogado, médico o psicopedagogo, son agentes privilegiados en la misión de sujetar las fuerzas más imaginativas. Apoyados en un texto sólido y de sorprendente actualidad, el actor Mauro Telletxea y la actriz Mar Cabrera realizan una excelente interpretación en donde los gestos estereotipados, los vocabularios propios de la profesión y la manera en que se manifiestan según los géneros, producen gracia a la vez que un efecto de verdad. Y Marcelo Bonilla resulta conmovedor en su rol de niño (o joven o adulto con alma de niño) que no quiere asomarse a la crueldad del mundo real (referencia quizás a Peter Pan o al niño de El tambor de hojalata, entre otros).
El título de la obra remite a un relato de guerra del escritor Henning Mankell, donde se narra la historia de un joven que camina por una zona devastada, sembrada de muertos y mutilados, donde reina la hambruna: “No lleva zapatos, ni botas, ni nada. Y como no los tiene, los creó él mismo, se los pintó en los pies. Y con ello pintó en su conciencia la fortaleza. La certeza de que, pese al desastre, él era un ser humano que conservaba su dignidad”.
El niño con los pies pintados Abasto Social Club, Yatay 666. Viernes a las 23
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