MI MUNDO
Se cumplen cien años del nacimiento de John Cheever, el genial escritor americano que revitalizó el cuento breve a base de alcohol y observación, pintó la grasa de las capitales y le dio vida nueva a la sexualidad disidente en sus relatos.
› Por Facundo R. Soto
Hace cien años, el 27 de mayo de 1912 nacía John Cheever. Este autor alcohólico y bisexual, que cambió la literatura contemporánea, gritaba que necesitaba ser acariciado como un gato cuando desaparecía de su hogar para tener encuentros ocasionales, siempre al borde del peligro; en su casa de clase media alta se atormentaba y bebía. Publicó hasta el día de su muerte en el The New Yorker y en el ’79 ganó el Premio Pulitzer. “Sé que a ciertas personas les asusta escribir cartas, porque se encontrarán y revelarán a sí mismas”, solía decir John Cheever, y así lo recuerda su hijo Benjamín en la introducción de los Diarios, publicados por primera vez en 1990. Su hijo, también bisexual, recuerda a su padre diciendo que cuando era joven, la bisexualidad le había causado remordimientos atroces. El hijo se ocupa de pintar el contexto: “En los años treinta y cuarenta, el miedo de los hombres a la homosexualidad era como el de los marineros primitivos a rebasar los límites de un mundo apoyado en el caparazón de una tortuga”. Son las personas simples quienes, según el benjamín, asocian su bisexualidad con el alcoholismo. Es cierto que dejó la bebida para la misma época en que asumió sin torturarse su sexualidad, pero también es cierto que, según sus propias palabras, su vida seguía siendo un problema para él. La afrontaba dándole expresión, convirtiendo las situaciones de la vida cotidiana en relatos que publicaba sin descanso en The New Yorker (hoy reunidos en dos libros Relatos 1 y 2). Buscaba desesperadamente el equilibrio entre escribir y vivir, sin priorizar, y quizá es ésta una de las claves para entender por qué es tan fresca su escritura.
Desde que se casó con Mary Winternitz en 1937 y apareció su primer libro de relatos, la crítica no dudó en otorgarle valor al mérito de ponerse él mismo como protagonista, pintado como mala persona, mentiroso, egoísta.
Sobre su esposa escribía: “Aburrido, malhumorado con Mary. Quería irme. Juntar mis cosas y tomar el tren de medianoche. Buscar una morena que me ame o un viejo”. Cheever era una persona católica al punto de ir a misa y rezar, pero su escritura está limpia de moralismos y mandatos. ¿Tendría necesidad de mentir en sus diarios íntimos, que en principio escribía de manera catártica como si estuviese con un psicoanalista hablando o escribiendo para aclarar sus ideas? En esos mismos diarios dice: “He vuelto con sentimientos encontrados. Bajo este techo he conocido mucha felicidad y mucha desdicha, pero quisiera irme de aquí”. Nunca se fue. Con una sensibilidad impecable, describe el croar de las ranas, el aroma de la leña y las noches calurosas de verano. Más allá de la relación con su esposa, no podía mantener otras que fuesen estables. Pensar en eso, dice Cheever, que lo aterraba. Se descarga sobre sus amantes diciendo: “Mi fracaso en esta relación me aterra. Suelo llamarlo torpe y resentido. Me fuera útil escribir acerca de él como un resentido, sería un desahogo”. Sobre otro escribe: “Ya veo al mariquita subnormal de turno tratando de reparar tanta melancolía, pero los grillos cantan y el olor del mar está bien. Adormilado llegué a la conclusión de que el placer es una ilusión, el amor, una puta portuaria”. Después de ir los domingos a misa escribía: “No tengo tiempo que perder, pero pierdo los días”. La catedral de San Patricio era una de sus favoritas, la describe con “el olor a cera y el incienso del altar, las ideas vagas sobre el papado, pero la catedral no me parece una sentina de vicios”. Expresa los sentimientos sobre una bailarina que le encanta, diciendo “sus piernas flacas, sus pechos diminutos y la sonrisa iluminada por la ambición” (hablaba de una tal Rosemary Clooney). Lo que más le gustaba era “la delantera grande y la melena revuelta y amarilla. Su boca grande y generosa es la clase de belleza que promete disciplina. En cuanto a la bailarina flaca, lo que más me repugnó fueron sus clavículas”. Una vez, en una charla con una amiga se le escapó decirle que no se fíe de su marido si es él el que está a solas con él. Sobre los hombres escribe: “Qué hermoso y azul es el cielo, qué fuerte el rugido del mar cuando hay virilidad”. Uno de los pocos amigos con los que podía hablar de su bisexualidad vivía un idilio en Verona con un limpiabotas, siendo él de la alta sociedad. Sus sentimientos eran desencontrados. Se sentía desdichado y cuando no podía dormir pensaba en navegar, esquiar, en la alegría que les daban sus hijos, en ir al teatro y la ciudad. Después, dice que se sentía animado y alegre. Más tarde escribía: “Si el matrimonio es como un bote, uno puede lanzarse desde la proa”. Pero después de un encuentro casual con un hombre vuelve a la casa y tira una botella de cerveza contra la puerta del garaje y abraza a su esposa, soñando con una amante rubia. Se autodescribe como caprichoso, maligno, arisco, mezquino, cruel y con remordimientos. Quizás estos últimos son los que estaban en el vértice de sus idas y vueltas, en esa indefinición constante. Sobre su bisexualidad, de la que estaban al tanto sus hijos y no su esposa, él la llamaba “mi secreto semirrepugnante” (que no quería dejar traslucir). “Es Nochebuena y mi amado vuelve a ser un niño desnudo y abrazado por las sábanas limpias. Vuelve a erguirse el miembro, seguido por nuevas oraciones y así sucesivamente ad nauseam.” En una entrevista, Cheever explicó que su experiencia religiosa era una de sus preocupaciones más legítimas. Norman Mailer señaló: “Cheever era un hombre religioso. Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que otros escritores de su tiempo”.
Antes de morir, a los 70 años, el 18 de junio 1982, escribió algo que sintetiza en pocas palabras parte de la complejidad de su vida conflictiva: “No quiero hacer esta clase de anotaciones. Quiero celebrar, alabar al Señor, descubrir y reafirmar la libertad del hombre, aunque mi visión dista de ser clara. Pienso en los dos aspectos del amor: todo lo que es espléndido y dorado, incluso el polvo de debajo de la cama y lo que es producto de calzoncillos sucios y miradas de soslayo; los dos son parte de mi naturaleza”.
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