LUX VA A LA MARCHA DEL ORGULLO EN SAN PABLO
Al son de la consigna “la homofobia tiene cura”, nuestrx cronista probó el orgullo mais grande do mundo.
Menos mal que no bien empezó la helada porteña ya tenía reservado el pasaje a San Pablo, porque no quería enfriar mi fiebre corporal perenne, que es tan mía como mi pasión aventurera por explorar cualquier templo de la perdición. Es que siempre me siento mejor perdidx por mi deseo. Así que me ajusto el cinturón de seguridad del avión y aterrizo en el hotel Republica Park, enfrente y alrededor de unos bares abiertos las 24 horas para el descontrol hormonal, fraternal, alcohólico, anónimo y amoroso: cualquiera puede pasar en Doctor Viera de Carvalho, una calle que se extiende sólo dos cuadras, que empieza en una plaza y termina en otra, ambas reservadas para la fiesta dionisíaca cuando la sombra de la noche se apropia de la flora y la fauna. ¡Brasil, país tropical! Qué otra cosa se podía esperar de una ciudad que tiene bares en todas las cuadras, que exhiben en la vereda bolsas de red repletas de frutas de todos colores, como un arcoiris comestible, como sombreros de Carmen Miranda listos para usar. La alegría es sólo brasileña y se come pelada o como viene, y yo estoy acá para comerla y escupir el carozo o, en su defecto, masticar el filamento grosso. Desde que llegué el miércoles, ésta era una fiesta con free pass para cualquiera, y no podía imaginarme cómo íbamos a terminar en la Marcha del Orgullo del domingo, si esto empezaba así. Había una llovizna tropicalísima que no paraba nunca, pero eso era mejor para tener la piel húmeda, el cuerpo lubricado, la mirada vidriosa y cada cabello perlado de gotitas, como un gel naturista. La excitación de la llegada a tanto desenfado climático fue superlativa: había gente diversa cortando un carril de la calle de mi hotel con caipirinha brillando en la mano y amor perfumado en cada chupón seguido del Oi. La noche del miércoles mejor ni les cuento, porque los desbordes sexuales que perpetré son inconfesables y no me dejarán entrar nunca más al país. No sé con qué aspecto bajé a desayunar al día siguiente, pero me encontré con toda una troupe porteña que también había coincidido en el mismo hotel de la lujuria. Y ahí mismo, entre fruta, cereal, chipá y bacon, conocí a Julio, un gaucho de pestañas soñadoras que venía por segunda vez desde Porto Alegre a la Semana del Orgullo en San Pablo. Y sin pestañar lo invité a hacer un omelette a mi habitación, porque como dice Cormillot, si se desayuna huevo se asegura una vida sana. Y después, de la mano por la vereda tropical, que implicaba un paseo por Frei Caneca, una calle que tiene el shopping con más giro gay en el mundo, según anunciaba una guía lgtb. No llegamos porque hubo un desvío libidinoso por el sauna Le Rouge, donde nos reencontramos con lxs argentinxs que hacían roncha. La Mónica había copado la pileta con chongos carnosos y parecía un cuadro neoclásico de Nerón atendido por esclavxs y La Norby se instaló en el cuarto oscuro para calmar su sed de sombra. ¿Y yo? Ando por todos lados, porque quiero sexo de cada color como siempre, y como nunca lo tuve en San Pablo. Hasta en la feria lgtb al aire libre, donde en el stand de punks y skinheads contra la homofobia me regalaron una bolsa para que ponga los souvenirs de los otros stands y luego me invitaron tras la cortina de su gazebo para enseñarme a decir “palo y a la bolsa” en portugués. No logré aprenderlo, pero me despedí con un “obrigado”, porque en la vida hay que agradecer cada atención personalizada, especialmente en cuestiones de enseñanza de la lengua. Y saltando los charcos porque la lluvia no paraba, terminé en A Lôca, la disco que tiene como logo una versión trans de la Reina de Corazones de la adaptación de Disney de Alicia en el País de las Maravillas. Y sí, ahí dentro, tras atravesar la cortina gigante de la fachada con los seis colores de la diversidad, era la fiesta detrás del espejo, donde los cuerpos danzaban y producían el mismo prisma de reflejos que una bola de espejos giratoria. Y así me fui corriendo de uno a otro punto de encuentro lgtb, que son muchos, resbalando sobre llovido y mojado, y agradeciendo que mis estudios de danza clásica convirtieran en un hecho artístico cada caída de loca desesperada por llegar a tiempo a disfrutar de la joda paulista que no paraba nunca. Y no sé ni cómo el cuerpo me aguantó para llegar a la dominical parada del Orgullo lgtb, donde, como si fuese un milagro cósmico, salió el sol a pleno, para que podamos hacer brillar el arcoiris multiplicado en la sonrisa de más de tres millones de personas diferentes: Orgullo maior do mundo. La avenida Paulista estallaba en una alegría millonaria repitiendo la consigna: la homofobia tiene cura. Y ojalá se les cure a lxs políticxs brasilerxs, y escuchen el reclamo por la Ley de Identidad de Género y el Matrimonio Igualitario, como pedían desde carrozas monumentales las y los representantes de la diversidad, incluyendo a la senadora Marta Suplicy, que desfilaba como mascarón de proa pop con su chaqueta plateada. Y Dilma Rousseff también estuvo presente a través de las drags que pelaron la peluca de pelo corto y se montaron de la presidenta. Y yo, entre sambas, fluidos y lágrimas de emoción millonaria, me colé en una carroza para sentirme, por un momento de vértigo infinito, presidentx del País de las Maravillas. La homofilia no tiene cura.
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