› Por Patricio Lennard
Si algo no debería quitárseles a los ancianos es el derecho a la experiencia. ¿Pero en qué consiste hoy la experiencia de ser viejo? Si pensamos en la vejez homosexual, la percepción generacional de haber llegado tarde pone coto a esas versiones indulgentes y nostálgicas que hacen decir que “todo tiempo pasado fue mejor”. Es la caducidad de la opresión social, gracias a las libertades y los derechos obtenidos por gays y lesbianas en las últimas décadas, pero también el culto de la juventud (el que muchas veces deja a la vejez en un lugar abyecto), lo que alimenta en los mayores gays una suerte de nostalgia del presente. Y esto no tiene nada que ver con juzgar el advenimiento de la cultura gay como una pretendida edad dorada, sino con la sensación de haber sido testigos y no protagonistas de un proceso que, por otro lado, ha acentuado las formas de exclusión y discriminación que pesan sobre ellos.
En la actualidad, no obstante, se empieza a elaborar un relato de la vejez homosexual que comienza a correrse del sino que obliga a la soledad y sus fantasmas: esa representación homófoba que se corresponde, al mismo tiempo, con una realidad vivida por muchos. Que en Pankow, un distrito al noroeste de Berlín, en enero de este año haya abierto sus puertas lo que fue promocionado como el primer geriátrico para gays y lesbianas en el Viejo Continente, habla a las claras de ello. Un emprendimiento que —según la asociación Village, impulsora de la idea— vino a paliar un déficit en el área de servicios orientados a la comunidad LGBT (¿por qué sí hoteles o cruceros y no geriátricos gays, después de todo?), y también a salvaguardar de la discriminación y el aislamiento (se calcula que solo en Berlín hay cerca de mil trescientos homosexuales viviendo en hogares de ancianos) a personas de una generación acostumbrada, en muchos casos, a no salir del closet.
Pero sin duda son los Estados Unidos el país donde más se ha adecuado el paradigma de la vejez a las necesidades específicas de las minorías sexuales... No por nada existen allí geriátricos gay friendly y “villas de retiro” para mayores gays y lesbianas, como RainbowVision, un country emplazado en Santa Fe, Nuevo México, que gracias a la apacible vida comunitaria y las comodidades que ofrece (desde un restaurant y una huerta orgánica hasta un centro de fitness y spa montado por la veterana campeona de tenis Billie Jean King), no sólo no ha dejado de sumar residentes desde su apertura en 2004 sino que ya cuenta con una sede en Palm Springs y otras dos —en construcción— en San Francisco y en Vancouver (Canadá), además de las que planea abrir en Arizona, Carolina del Sur y Brighton,
Gran Bretaña. Un fenómeno que va de la mano de la emergencia de un “nicho” (el de los queer seniors) al que el mercado le está prestando cada vez más atención en los países del Primer Mundo, y que tiende a relativizar el mito trágico de la vejez homosexual —tradicionalmente anclado en el desamparo por la ausencia de familia— a través de un reforzamiento del sentido de pertenencia comunitaria y de las redes de amigos.
“La gente me pregunta: ‘¿Por qué creaste una comunidad de gays y lesbianas?’”, decía Joy Silver, fundador y presidente de RainbowVision. “Pero nadie pregunta: ‘¿Por qué creaste una comunidad de golfistas?’ Entonces, mi pregunta es: ‘¿Por qué no habría de crear una comunidad de gays y lesbianas?’.” Una aclaración que sí viene a cuento es porque no faltan quienes consideran estas formas de agruparse (¡¿qué decir, entonces, de la reciente iniciativa de una organización gay de Dinamarca de tener su propio cementerio?!) como empobrecedoras y segregacionistas. “Los norteamericanos tienen la costumbre de mirar las cosas de manera más particularizada, y lo que a nosotros nos parece segregatorio, a ellos les parece parte de una lógica normal, propia de las culturas sajonas. No ven la ‘guetificación’ con malos ojos”, explica el psicólogo Ricardo Iacub, docente de la cátedra de Psicología de la vejez en la UBA y en la Universidad Nacional de Rosario, y autor del libro Erótica y vejez. “Por eso hay cosas que probablemente nunca lleguen a existir en la Argentina, como las ciudades para viejos, al estilo de Sun City en los Estados Unidos, o los countries para jubilados gays, porque la cultura que tenemos (para la que el pluralismo es un valor importante) mira mal que la gente se junte demasiado por grupo.”
Pensar hoy en la posibilidad de geriátricos gays implica una forma de institucionalización de la vejez que postula a la sexualidad como un derecho (algo que ha comenzado a ser respetado en las residencias geriátricas hace relativamente poco), al tiempo que acepta la diferencia sexual como principio. Si bien la generación actual de mayores gays siente que este momento —más allá de la homofobia que aún persiste socialmente— no se compara con lo que les tocó vivir de jóvenes, no hay que olvidar que se trata de una generación que creció a la sombra de un folclore que veía la homosexualidad como una enfermedad mental y que carga con formas de discriminación que atañen tanto a su condición sexual como a su condición de viejos. Así se explican, en parte, los temores que muchos gays y lesbianas tienen a la hora de salir del closet en instituciones que raramente se preocupan por diferenciarlos o considerarlos por sus inclinaciones sexuales. Síntoma del modo en que por lo general la sexualidad en los geriátricos aparece borrada (más allá de que los derechos sexuales forman parte de sus reglamentos), cuando no es directamente desaprobada o vista como anormal o problemática.
“¿Qué se hace con la sexualidad en los geriátricos? Usualmente se la niega. ¿Por qué? Pues porque el principio central de este tipo de instituciones es cuidar la salud. De lo que se deduce el peso que tiene sobre la vejez el paradigma médico”, opina Iacub. “No por nada, cuando a un viejo se le pregunta ‘¿cómo le va?’, se espera que hable de su salud, justamente. Por lo que el deseo sexual muchas veces es visto como un excedente innecesario, que hasta puede serle dañino y estar en contradicción con ese valor supremo que es prolongar la vida lo máximo posible.”
Un estudio realizado este año por la Universidad Isalud en 101 instituciones de Capital y del Gran Buenos Aires reveló que el 30 por ciento de los ancianos que viven en geriátricos está allí contra su voluntad y desnudó las falencias que hay en materia de respeto a los derechos individuales. “En la mayoría de los casos, comprobamos que no se respeta la privacidad y la intimidad de los residentes, así como tampoco la libre elección de su estilo de vida o el control de su vida cotidiana”, revela la socióloga Nélida Redondo, directora de la encuesta. Algo que Mónica Roqué, titular de la Dirección Nacional de Políticas para Adultos Mayores, quien tiene a su cargo los nueve geriátricos que dependen del Estado nacional, grafica con un solo detalle. “Cuando iniciamos la gestión en el año 2003, había un reglamento que era de 1974 que establecía que las puertas debían permanecer abiertas durante la noche. Y eso hacía que las enfermeras y los cuidadores pudieran entrar a las habitaciones en cualquier momento, lo que redundaba en una falta de privacidad casi absoluta. Tenía más de treinta años el reglamento y nunca se había cambiado.”
A partir de 2003, las residencias dependientes de Nación no sólo pasaron a ser mixtas (“antes había hogares para mujeres y hogares para varones, y eso hacía que muchos matrimonios estuvieran separados”) sino que también se empezó a hablar de sexualidad en los geriátricos, lo que —según Roqué— hizo que salieran a la luz romances que estaban escondidos, incluso de mujeres con mujeres y de varones con varones, aunque en casos muy puntuales. “Armar en un geriátrico un lugar para poder tener relaciones sexuales significaba un escándalo cinco años atrás, y los directores de estas instituciones no hablaban de eso”, dice Jorge Paola, coordinador de los hogares. “En este sentido, el problema más frecuente con los residentes homosexuales es el silenciamiento, porque es la vida lo que allí se vuelve público. A excepción, claro está, de aquellos que fueron ‘locas’ toda su vida y no tienen empacho en ponerlo en evidencia. Pero lo que puede haber, en general, es alguna práctica oculta, o gente que uno ve que se maneja mucho con el exterior, que mantiene amigos afuera. Si bien las generaciones de viejos cambian, y la generación actual es partidaria de una mayor libertad, las prácticas homosexuales en los geriátricos siguen estando como bajo de un velo.”
Uno de los geriátricos del Estado nacional, en los que se alojan personas de bajos recursos que no han logrado, en muchos casos, jubilarse, es el Hogar Nuestra Señora de Luján, en Burzaco. Allí hay casi ochenta residentes, en su mayoría hombres, que conviven en lo que alguna vez fue el Club Alemán, un pintoresco complejo de amplios pabellones con altísimos tejados tapizados de musgo.
En una de las galerías, sentados en sus sillones de madera, tres viejitos se resguardan de la llovizna desafiando la destemplada mañana de invierno. “Ahí está, ése es, el de anteojos oscuros”, susurra Amanda, una de las cuidadoras, mientras señala disimuladamente con sus ojos a Fernando, quien no parece haberse percatado a la distancia de nuestra presencia.
En la dirección, café de por medio, Ana, la psicóloga del hogar, cuenta que Fernando nunca habló con ella de su sexualidad, aunque sí lo hizo con Amanda, con quien él trabó una relación de confianza en los cinco años que lleva allí dentro. “Si bien yo lo sabía, porque era algo sabido, él nunca me había hecho mención del asunto”, comenta Amanda. “Hasta que un día, en vísperas de su cumpleaños, le pregunté qué quería que le regalara y él me contestó que un desodorante, pero de fragancia femenina.”
El 13 de julio Fernando cumplió 74 años. Es menudo, más bien calvo, y tiene puesto un sweater color turquesa y unas gafas oscuras que no se sacará en ningún momento. “Yo comparto el cuarto con otros tres señores, pero todo con mucho respeto. Porque como a todos nos falta un dedo de la mano, yo no me voy a andar fijando en los defectos del otro, porque defectos tenemos todos. Son buenas personas, me respetan mucho, y nunca tuve ningún problema con ellos”, asegura Fernando, quien dice no haberse sentido nunca discriminado por sus compañeros.
Sin embargo, algo de lo que se queja, más allá de que para él no signifique un problema, es de lo poco que puede hablar con los demás residentes. “Yo en general salgo a la mañana y vuelvo a la tardecita. Es raro que me quede todo el día acá, porque no tengo mucho de qué hablar con los otros. ¡Están tan aburridos los abuelos! Comentan de la cotorra que chilla, de los perros que se pelean, de si va a llover o no, de la comida... Boludeces. O se ponen a mirar televisión, y de los veinte que están mirando por ahí diez se quedan dormidos. Si bien yo también soy viejo, prefiero toda la vida agarrar la calle en lugar de quedarme acá abriendo la boca o mirando las plantas. Así me distraigo y no pienso en pavadas, ni estoy recordando y recordando todo el tiempo, como hacen algunos, que así después se trastornan. Yo me tomo un micro, me voy para Chacarita, me voy para Flores, llamo por teléfono y veo a mis amigas, muchas de ellas ex compañeras de trabajo, o a Pedro, un muchacho amigo que también es chico-chica, y así paso los días.”
De pronto, el llamativo eufemismo: chicochica. Una expresión que Fernando desliza con total naturalidad y a la que se le podría hallar una raigambre en la remota y tan proustiana figura del “invertido”: esa modalidad del deseo homosexual en que la feminidad era cosa asumida. No en vano Fernando (quien no pronunciará ni una sola vez la palabra gay a lo largo de la charla, como si no formara parte de su vocabulario) no se demora en aclarar el sistema de valores en el que se filia. “De tantos hogares, habiendo tantos chicos-chicas como yo, tantas viejas como yo, ¿por qué me eligen a mí para entrevistarme? Seguramente porque hay muchos que no quieren hablar, porque tienen miedo de que los echen. Y porque hay muchos tapados. Incluso acá me parece que hay algunos, pero no puedo dar nombres. Yo fui auténtico siempre. Al trabajo iba maquillado, las uñas con esmalte, las cejas depiladas, perfumado. Recuerdo que mi mamá me decía: ‘¡Sacate el maquillaje que se te nota!’. Y yo: ‘Pero para eso me lo pongo: ¡para que se me note!’. Por eso en el hogar me costó un poco abrirme, porque son casi todos hombres y yo me siento más cómodo con las mujeres. Aparte, ¡hay que ser ciego para no darse cuenta! Una cosa es alguien que, sin serlo, se las quiere dar de macho, y otra alguien como yo, que al segundo paso se deschava solito.”
Fernando nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, y desde los once años trabajó como ayudante en una sastrería. A los dieciséis conoció a Dardo, un muchacho rubio de mirada recia —según se ve en la foto que saca de un sobre junto con otras que ilustrarán el relato de su vida—. “Con Dardo tuve una amistad particular que duró nueve años. Pero, como casi siempre ocurre en los pueblos, a escondidas. Yo sabía que él andaba de novio, pero no me importaba. Hasta que en un momento él empezó a evitarme, y ahí la cosa se empezó a poner difícil. Un día lo llamé para preguntarle qué estaba pasando, y le armé un escándalo bárbaro que terminó en pelea. Entonces, con todo terminado, decidí entrar en un seminario después de meditarlo un poco. Pero no porque quisiera ser cura, sino porque quería sacármelo de la cabeza. ¡Si hasta en la sopa lo veía de tan enamorado que estaba!”
Las fotos siguen pasando: Fernando, ya en Buenos Aires, vestido de saco y corbata, subido a una motoneta (“Cuando largué la sotana, después de tres años de seminario, ya empecé a agarrar la calle”); Fernando, ya un hombre maduro, vestido con una camisa roja, con un tenue colorete en las mejillas, apoyado en el mostrador del negocio de ropa en el que trabajó durante más de veinte años. “Yo trabajaba en Modas Leonardo, un negocio de ropa de mujer que quedaba cerca del Obelisco, y alquilaba una habitación cerca del trabajo. Pero un día la empresa quebró y se me hizo muy duro sostener el alquiler. Entonces una amiga me dijo que hablara con un sacerdote conocido de ella, que tenía una casa de alojamiento transitorio. Hablé con él, me aceptaron, y ahí estuve alrededor de tres meses. En esa época empecé a vender la revista Hecho en Buenos Aires para ganarme unos mangos. Hasta que hice los trámites en la calle Perón (en la Dirección Nacional de Políticas para Adultos Mayores), y así vine a dar acá, al hogar de Burzaco.”
A modo de muestra de cómo los mayores gays y lesbianas tienen una relación con la familia mucho más vasta de lo que en general se cree, pues son los grandes tíos o las grandes tías, incluso en lugares marcadamente homofóbicos, donde las relaciones familiares suelen ser más fuertes que la homofobia misma, Fernando dice tener una relación muy buena con su hermano mayor, que vive en Hurlingham, y con sus dos sobrinos. Y si ellos no van a visitarlo a Burzaco es porque él mismo se encarga de hacerlo. Así Fernando le da rienda suelta a su afán andariego, el cual, no obstante —¡y lo jura, lo jura!—, no lo ha provisto de novio en los últimos tiempos. “Al salir tanto miro chicos, ¡cómo no! Pero no me ando fijando en mocosos de 20 para que me digan: ‘¿Con cuánto te ponés, viejito?’. Tampoco tengo ya esos deseos de juventud que tal vez tenía antes, porque llega un momento en que el deseo se aplaca. Pero es linda la juventud. Yo la viví a mi manera y no estoy arrepentido. Hoy quizá la habría vivido más intensamente, sin tantos reparos, porque vivimos en una época de mayor libertad, ¿no viste que hasta el casamiento permiten?”
Pensar en una vejez homosexual feliz quizá sea uno de los principales desafíos en el marco de una cultura gay ebria de juvenilismo. Sin temor a la tautología, Simone de Beauvoir decía que la vejez “es lo que les ocurre a las personas cuando se vuelven viejas”. Y se podría agregar, parafraseando a Foucault, que en la idea de “hacerse gay” queda aún pendiente aprender a ser viejos. Acaso en las nuevas experiencias de los geriátricos gays y en la vida comunitaria como forma de conjuro de la soledad y sus fantasmas algo de ese aprendizaje se esté concretando. Pues de lo que se trata es de poder planear de manera más certera y tranquilizadora cómo será nuestro envejecimiento.
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