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Viernes, 27 de julio de 2012

TEATRO

Poemas de amor griego

El poeta griego Constantino Kavafis aparece enamorado, libre y renacido en la versión teatral de Helena Tritek.

 Por Paula Jiménez

En sus años mozos, cuando recién comenzaba a explorar el mundo de los callejones oscuros y las casas de citas para bisexuales, un sirviente de la familia iba con él para ayudarlo a simular delante de su madre el destino de aquellos paseos. Parece ser que aquel joven, que más tarde se convertiría en el autor de memorables poemas como “Itaca”, “Esperando a los bárbaros” o “Recuerda cuerpo”, siempre fue consciente de sus deseos, aunque de a ratos se peleara con ellos. Pero sólo de a ratos. En el poema “Significados”, Constantino Kavafis dice no haber logrado arrepentirse de su vida sensual por más de dos o tres semanas, porque enseguida volvía a experimentar ese enorme placer que no sólo alegraba su cuerpo y su espíritu, sino también alimentaba la escritura de sus versos eróticos. Lo que algunas biografías llaman “un período de crisis de identidad sexual en la vida de Kavafis” quizá sea sólo una mala interpretación, bastante común, que supone un tiempo de tránsito entre la vida heterosexual y la homosexual en la que no se sabe bien lo que se quiere. Pero no hay señales de algo así en la biografía ni en la obra de este poeta que jamás escatimó su verdad a la lírica y que fue capaz de escribir poemas excepcionalmente francos para su época, como “Su principio”, de 1915, que dice: “Su ilícito placer se ha consumido./ Se levantan y rápido se van sin hablar./ Salen separados, furtivamente de la casa, y mientras bajan/ la calle van inquietos,/ sospechan que algo delata/ en qué clase de cama yacieron hace poco”.

Su obra cobró la fama que en vida él ni siquiera imaginó que le llegaría alguna vez. Constantino Kavafis nunca fue muy amigo de las publicaciones y optó por escribir para sí mismo, o a lo sumo para su círculo cercano. En su consideración, los autores inéditos ganaban en independencia respecto de los publicados, ya que estos últimos, a la hora de escribir, se encontraban bajo los condicionamientos de un mercado editorial al que sólo le preocupaba vender libros. Razonable. Y seguramente cierto. Pero, a la luz de su historia, ¿no podría tratarse de un argumento tras el cual Kavafis se hubo escudado para evitar exponer su identidad sexual si acaso se hicieran públicos sus –más que elocuentes– poemas? Posibilidades había: los editores de la época no fueron indiferentes a aquellos versos concisos y racionales, aunque intensísimos y muy gays, que lo convirtieron en uno de los mayores poetas de la cultura occidental.

El secreto del señor K

Este señor K fue un alejandrino –y griego por pertenecer a la comunidad helénica que ocupó Egipto–, nacido en 1863, que trabajó en el Ministerio de Riego y Obras Públicas y que pasó sus primeros años en Liverpool. Es en referencia a esta circunstancia migratoria que marcó su infancia y que lo llevó a escribir una parte de su obra en inglés, que en una de las escenas de la pieza Kavafis –recientemente estrenada en el Teatro de la Comedia y dirigida por Helena Tritek– un bello marinero peinado a la gomina canta, con la mirada perdida, una melancólica melodía sajona, mientras, a pocos metros, otro joven lo mira arrobado. Están en un burdel –en casi toda la obra los personajes están en un burdel– en el que artistas, prostitutas, taxi boys y marineros reproducen la atmósfera de una Babel del placer y la prohibición, nocturna, diversa y portuaria, donde el único idioma común es el que hablan los cuerpos. La tan mentada voluptuosidad que habita los poemas de Kavafis fue trasladada por Tritek a Kavafis, la obra teatral, en una secuencia de escenas plagadas de erotismo, embriaguez y sensualidad, que nada tienen de sórdidas. En ellas, los actores y las actrices del abultado elenco –son más de diez que además de amarse, beber, consolarse y bailar– van recitando, sobre la base de una suave y bella musiquita de piano, uno a uno los más famosos versos de Constantino. Puede reconocerse en la puesta y en la interpretación actoral el respeto con el que Tritek abordó la vida y la poesía del alejandrino. No es para menos. Kavafis cuidó tanto esos versos que apenas si los quiso dar a conocer y sólo repartió algunos de ellos en tiradas de 20 o 50 ejemplares en dos o tres ocasiones. Esa actitud circunspecta ante su obra fue pura preservación: “En lo más inadvertido de mí/ y en mis escritos más ocultos/ me podrán comprender./ Quizá no merezca tanto cuidado/ ni tanto esfuerzo tratar de entenderme;/ en otra sociedad, más perfecta/ habrá alguien como yo/ y ciertamente podrá, libre, vivir”, escribió. En la puesta de Tritek, un grupo de gente intenta sofocar los gritos del hombre que sobre el fondo del escenario recita este desesperado poema.

Según la opinión del peruano Mario Varga Llosas –que de su visita a la Casa Museo de Kavafis en el 2000 cuenta que fue atendido por un jovencito que parecía no estar acostumbrado a recibir público–, los versos de Constantino y la Biblioteca fueron dos de los tesoros más grandes que legó Alejandría al mundo. Claro que, a pesar de haber sido la cuna de semejantes baluartes culturales, en el siglo XX aquella sociedad no se diferenció positivamente de otras igual de represivas. En el año 1921, el poeta escribió el ilustrativo “Días de 1896”, cuyo final reza: “... un muchacho del amor que eligió sin vacilar / más que el honor y la reputación/ el puro goce de su carne pura// ¿Su reputación? La sociedad que/ era muy puritana hacía conjeturas tontas”.

En muchos de sus poemas, Kavafis retrata encuentros casuales entre dos jóvenes y describe escenas callejeras donde el reconocimiento y la atracción se producen con total fluidez, aunque tratando siempre de mantener las apariencias. Es el caso de “Vitrina de tabaquería”, donde dos muchachos que miran una vidriera se sienten conmovidos, sensualmente, el uno con el otro, o también de “Preguntaba por la calidad”, poema en el cual un hombre entra a una tienda de telas con la excusa de hacer una pregunta y mientras testea la calidad de un paño aprovecha para acariciarle la mano al vendedor a escondidas de su jefe. Los poemas de Kavafis parecen hablar de una relación proporcional entre el incremento de la prohibición, el secreto, el ocultamiento y la voluptuosidad. De esas noches en las casas de citas o en los hoteles baratos, de esas noches fuera del mundo, recuerda en sus versos un enorme caudal de placer. “Nunca me contuve –dice el poeta–. Me di completamente y fui./ Me di a aquellos placeres que eran casi realidad y estaban en mi mente;/ me di a las vibrantes noches/ y bebí un vino fuerte/ como sólo los valientes beben del placer.” Por otra parte, su vida sexual, plena de encuentros furtivos, parece haberlo salvado de la cárcel que le hubiese supuesto una vida previsible y monótona en el terreno emocional (para eso estaban el trabajo, la sociedad, las apariencias que el otro yo de Constantino, el diurno, respetó a rajatabla). “Regocijo y perfume de mi vida para mí, que detesté los amores rutinarios”, escribió en 1927, seis años de su muerte,un 29 de abril, el día en que cumplía setenta años.

En la obra de Tritek, un hombre cano, delgado, con ropa y cara de oficinista, recita “Itaca” frente a un grupo de personas azoradas que callan para escucharlo: es el poeta en su edad madura, ese que en los umbrales de la vejez se vuelve más sabio, más filosófico, más griego. “¡Viva Grecia, viva la cultura helénica!”, terminará diciendo el actor mirando a la platea con el puño en alto. En su sabiduría, este Kavafis acompaña sus últimos años con la memoria de la dicha pasada y con la satisfacción de haber vivido una existencia acorde con lo que le ordenó su corazón.

Hacia el final de esta maravillosa versión realizada por Helena Tritek sobre Kavafis, lo veremos encorvado, lento y envuelto en una manta, caminar hacia una silla y sentarse bajo el haz de una lámpara amarillenta para ponerse a recitar “Desde las nueve”, el poema que dice: “La imagen de mi joven cuerpo,/ desde las nueve en que encendí la lámpara/ apareció y me encontró, y me recordó/ habitaciones cerradas, perfumadas/ y placeres antiguos –¡qué placer audaz!–/ (...) Ya son las doce y media: cómo pasó el tiempo./ Ya son las doce y media: cómo pasaron los años”. Pero para él la tristeza por el paso del tiempo sólo fue comparable a esa otra, aún más aplastante, que le suscitó la idea de los deseos que jamás ven la luz. En 1904 escribió, acaso con cierta añoranza, sobre ese destino tremendo de los amores frustrados: “Como bellos cuerpos de muertos que no envejecieron/ (...) así también pasaron los deseos sin cumplirse/ sin que ninguna noche gozosa/ o un espléndido amanecer se les concediera”. l


Kavafis. Domingos a las 19. Teatro de la Comedia. Rodriguez Peña 1062.

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