DESPEDIDA
La lengua más viperina y más lúcida que haya dado la inteligencia americana, Gore Vidal ha sido desde sus años más buenos mozos hasta los últimos un militante activo de la belleza, el cine, la libertad de culturas y de sexos. Novelas, autobiografías, películas y artículos varios son un legado que encanta y quema.
› Por Diego Trerotola
Tenía diez años cuando hizo despegar y aterrizar un avión. Y eso lo llevó a las pantallas de los cines. Era 1936 y el instructor aeronáutico Gene Vidal quería probar que en un futuro cercano cualquiera podría pilotear un avión y tendría uno en su garaje. Ese vuelo infantil fue filmado por el noticiario Pathé y el hijo de Gene, Eugene Luther Gore Vidal, debía decir a la cámara, según le obligaba el guión, que pilotear un avión es tan fácil como andar en bici. Y así se echó a andar su celebridad efímera durante el verano en que su hazaña fue proyectada antes de las películas. Pero el niño Gore Vidal no quería una fama de personaje volátil de noticiarios, sino que soñaba con ser una verdadera estrella de cine, con un brillo que pudiese arder más que una estación. O mejor dicho, no quería ser una estrella, quería ser dos. Lo supo al ver El príncipe y el mendigo, película de Warner Bros. protagonizada por los gemelos Bobby y Billy Mauch. “Como nadie ha encontrado nunca la totalidad en otro ser humano, sea cual fuere su sexo, el gemelo es lo más cerca que uno puede estar de alcanzar la totalidad con otro ser y, si uno se atreve a invocar la biología y los orígenes de nuestra especie, antes que nosotros los mamíferos, condenados a morir una vez que hemos procreado, siempre estará nuestro pasado asexual, la ameba, que nunca muere porque no se reproduce sexualmente, sino que sencillamente –¿serenamente?– se divide en dos copias idénticas”, escribe Gore Vidal duplicando esta idea, con idéntica redacción, en cada uno de los dos libros de memorias que escribió, con una coherencia conceptual aplastante. Su identificación con ambos niños fue completa porque en ese momento Vidal creyó que tenían la misma edad que él, doce años, aunque eso fue un espejismo; después se supo que los gemelos declaraban cinco años menos. Su eureka al ver a los Mauch fue en parte embelesamiento puro pero, a pesar de lo que esta cita puede hacer pensar, a través de esa película Hollywood no lo hizo acercarse por la vía biologicista a la justificación de su amor por la duplicación, sino que lo hizo por una vía filosófica. Porque lo que esa película le señaló fue El banquete de Platón, donde Aristófanes dice que, en un principio, existían tres seres esféricos con dos caras y cuatro brazos y piernas, uno andrógino, otro femenino y otro masculino, que una vez que Zeus los parte al medio, pasan toda la vida buscando su otra mitad. “Siempre me ha fascinado la duplicación, como los espejos y las imágenes filmadas”, dice Gore Vidal, sabiendo que las películas eran ambas cosas. Porque como dice en la última mitad de sus memorias, escritas en 2004 con una mirada teñida de crepúsculo por sus pupilas casi octogenarias, el cine fue una influencia fundamental en su generación: “Mientras me muevo ahora, espero con elegancia, hacia la puerta con el letrero de ‘Salida’, y se me ocurre que lo único con lo que realmente he disfrutado ha sido con el cine. El Sexo y el Arte siempre han tenido prioridad sobre el cine, por supuesto, pero ni uno ni otro han resultado nunca tan fiables como la filtración de la luz actual a través de esa tira de celuloide en movimiento que vuelca imágenes y voces del pasado sobre una pantalla”. El iluminismo pop de Vidal fue una ilusión óptica de cultura alta y baja, Hollywood íntimo en la caverna de Platón, donde los sexos, que son más de dos, circulan en una historia dentro de uno de esos salones de espejos deformantes que amplifican y reducen las formas al reflejarlas, al igual que el cine y el mito. El deseo es siempre la búsqueda del espejismo que nos completa.
Diluyendo la frontera entre vida, mito y cine, Vidal dijo haber encontrado su gemelo en el mundo. Se llamaba James Trimble, compartieron en parte la escuela secundaria y mientras Vidal se inclinaba por los libros y el cine, su compañero era un deportista apolíneo que prometía ser un crack del béisbol. A los 14 años, en un baño, ambos cumplieron con la fusión mítica: “Allí estábamos, tripa contra tripa, en el acto de convertirnos en uno. Resultó que Jimmie ya había estado con otro chico, mientras que yo, a pesar de las poluciones nocturnas, ni siquiera me había masturbado. La masturbación mutua resultó ser imposible con Jimmie; demasiado dolorosa para mí porque sus enormes manos callosas agarraban mi miembro como si fuese un bate de béisbol; ello hacía que simplemente terminemos acabando juntos, reconstituyendo el macho original que Zeus había partido en dos. Y aun así ‘el placer sexual apenas podía justificar el inmenso deleite que nuestra mutua compañía suscitaba’”. Tras terminar de estudiar se volvieron a ver ya fuera de la adolescencia y de nuevo tuvieron sexo en un baño, como la primera vez. “Por suerte nuestros cuerpos aún encajaban perfectamente... De esta forma alcanzamos la plenitud en un momento que acabó convirtiéndose en el último para ambos, y para mí, si no para él, en el definitivo. Por mi parte, no sólo no volvería a encontrar jamás esa otra mitad, sino que una vez que hube cumplido los veinticinco ya había renunciado a toda búsqueda, resignado a las mil fugaces adhesiones anónimas, como diría Walt Whitman, en las que la plenitud parece alcanzarse por un instante.” Y si nunca pudo volver a estar con Trimble, y su amor fue secreto, es porque durante la Segunda Guerra Mundial una granada alcanzó al atleta en 1945 en Iwo Jima. Parte de esta experiencia fue la base de La ciudad y el pilar de sal, una novela corta de Vidal de 1948, considerada una de las primeras donde la homosexualidad tuvo un desarrollo sin pudor ni medias tintas. Se publicó con una dedicatoria a J. T., y la sigla misteriosa fue revelada tiempo después por una revista, señalando al deportista muerto en el frente sin el consentimiento de Vidal. Además, la novela imaginaba un futuro encuentro entre los varones que llevaban años alejados, donde frente al rechazo uno viola y mata a su ex amante, un cierre oscuro para una historia de romance homosexual. Al reeditarla, Vidal reescribió el final: dejó la violación pero borró el asesinato, para que su personaje no se sumase a la continua representación de homosexuales como asesinos psicóticos. El libro fue un escándalo y, por ejemplo, el New York Times no volvió a publicar una reseña de un libro de Vidal durante décadas, por pensar, como muchas personas, que era un escritor abominable.
Más allá del prestigio literario, Vidal tuvo una libertad que le permitía escribir eruditas novelas históricas tanto como capítulos de series de TV o guiones para cine. Su habilidad verbal y conceptual lo convirtió en un polemista perfecto, y en esta veta se lo puede disfrutar en textos como “El sexo es política” o “Pornografía” del libro de ensayos Sexualmente hablando. Sostenía, por ejemplo, que no hay homosexuales ni heterosexuales ni bisexuales, sino actos homo, hétero o bi, lo que, además de haberse ganado el odio de conservadores y reaccionarios, también es combatido por los activistas gltb que mantienen políticas de la identidad como algo fijo y totalizador. Fue pionero de las posturas queer de la post identidad. Su obra máxima en este sentido fue Myra Breckenridge, oda trans de 1968 muy deslenguada, que implicó acusaciones de todo tipo, donde su protagonista, un crítico llamado Myron convertido, quirófano mediante, en una profesora de actuación indomable que quiere corromper el patriarcado de Hollywood a partir de su propia versión del glam guerrero de las antiguas estrellas de cine. La violación es centro ideológico de esa novela, y también lo fue el escándalo, que se continuó en la adaptación al cine, una lúcida película anárquica de 1970 que fue, y sigue siendo, muy denostada. Myra es fanática del crítico queer Parker Tyler, cuyo libro Magia y mito de las películas (1947) funciona como receta para amalgamar esas mitades que parte del mundo quiere separar. En el documental The Celluloid Closet, sobre la diversidad sexual en Hollywood, Vidal cuenta que en Ben Hur (1959), donde participó como guionista, había propuesto un subtexto en la escena del encuentro bélico entre Charlton Heston y Stephen Boyd, a través de una indicación al segundo de que actuara sugestivamente, como si hubiese sido amante de su partenaire. Cuando se ve la interpretación de Boyd y su evidente lascivia implicada, es difícil desmentir el subtexto que Vidal señala. Sin embargo, Heston puso el grito en el cielo y trató de farsante al guionista y escritor. Si Vidal fuese un mitómano, no sólo sería coherente sino que usaría el mito para destruir la homofobia y para iluminar, o mejor hacer brillar, lo que el heterosexismo como práctica higiénica quiere opacar de las prácticas sexuales como lenguaje del amor pleno. Y por ese brillo se lo va a extrañar a Vidal.
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