DESPEDIDA
Si algo se le debe al canto de volcán de Chavela Vargas es esa maestría en sacar dicha de la desdicha. Con ella lo que se implora, se goza o se agradece. Para aquellos que dejamos sepulto bajo las astucias de la razón un viejo amor no correspondido, sus canciones de desgarro lo desentierran.
› Por Alejandro Modarelli
Las penas nunca están muertas sino que duermen y bien valen una catarsis inducida, porque uno necesita desahogarse aunque no recuerde con precisión ya de qué. Con todos los dolores individuales —única fuente inagotable en la vida de los perdedores, que de alguna manera terminamos siéndolo todos—, Chavela cocinó un caldo universal de alta interpretación donde cada uno encuentra un sitio de intimidad (confesión de madrugada, decía Monsiváis) donde finalmente enjugar las lágrimas.
Cuando huyó de Costa Rica a México tenía apenas diecisiete años, era pobre, masculina y pasional, se la había pasado desde niña recogiendo 6 mil naranjas diarias, olvidada por la familia y con la idea de triunfar cantando. Se le reconoció el talento después de mucho asombrar a audiencias de paso, y eso gracias a que el gran José Alfredo Jiménez la oyó cantar en la calle y se hizo su impulsor artístico y su cómplice de múltiples serenatas —de borracho a borracho uno se entiende y cada tanto estrella el auto–. Porque entonces un hombre no era hombre sino de muchos amores bien publicitados, así como Chavela lo era de señoras que imitaban la amplitud sexual y matrimonial de Frida Kalho. Cuando cigarro en boca y copa en mano sedujo a la hermana de Jiménez, él sólo se limitó a decirle algo así como “se lleva usted a la cama a una joyita”.
Nacida en abril de 1919, Isabel Vargas Lozano se rebautizó Chavela en el destierro —nada de Chabelita ni de Isabel: “Chavela con v, sólo para joder”. La leyenda que dejó crecer, después de haberla sabido cultivar como al descuido, la retrataba como un macho bravío a caballo en las calles de México DF, pegando tiros como Pancho Villa de puro pesada y a cuenta de los miles de litros de tequila que exprimía de los antros chilangos donde se convirtió, después de los treinta, en figura de culto. Cuando ya de vieja se le preguntaba por esas andanzas, se reía como si el mito no le perteneciera del todo (“¿montando a pelo en el DF... quién puede creerlo? Y sobre las armas, nunca maté a nadie, aunque por ahí borracha solté unos tiros. Nos divertíamos mucho”). Aseguró en Colombia en el año 2000 que era lesbiana desde que se reconoció en un espejo —era la primera vez que hablaba en un medio del tema— y que jamás tuvo la oportunidad de entrar ni de salir de ningún closet porque siempre supo vivir como le dio la gana, en una época en que —como decía Monsiváis— a nadie sabía darle la gana. De su lesbianismo no hizo militancia porque no eran los tiempos, pero en cambio abundó en la práctica sin mucho escondite, y ese desprecio por las convenciones sobre el sexo y el género, más que alzar banderas comunitarias, era como quebrar lanzas en la soledad más radical.
La única vez que tuvo que meterse en un vestido fue para dulcificar su presencia en la escena, pero le amargaron la actuación; cuando la subieron a unos tacos, se cayó, y desde entonces no hubo más que zapatos chatos, calzón de manta y el célebre poncho rojo, y a quien no le gustase, pues que se jodiera. Fue su sello ese atuendo, como ese gesto de llevarse las manos al pubis cuando cantaba “ponme la mano aquí, Macorina”, en el que el público veía una caricia un poco obscena, pero que en realidad evocaba la súplica de un héroe de la independencia cubana a su amante mestiza para que le cubriese una herida de bala. Y hablando de Cuba, a Chavela la enojaba el devenir de la revolución de Fidel Castro, de quien había sido vecina en el DF y uno no sabe si creerle cuando aseguraba que lo vio arreando prostitutas como un cafiolo.
Aquello de que se la pasaba de levante en sus propios recitales (cuando le gustaba una señora, decían, se le ponía a cantar como si estuviese con ella a solas en una alcoba, y sin que le importase un culo que el marido estuviese sentado al lado) es algo de lo que no se acordaba ya a los noventa y tres pero, como siempre, podía echarle la culpa al tequila. Abandonó al alcohol como al más loco de los amores, en los setenta, cuando se dio cuenta de que la abandonaba el cuerpo como ya la había abandonado la voz, y su empleada Marta tuvo que anunciar a los compinches que pasaban a buscarla por la casa la mala nueva de que “la señora ya no bebe” (“hemos sufrido una pérdida irreparable”, respondieron).
Pero se había divertido mucho desde que encontró un sitio en la bohemia mexicana, y quién le iba a quitar cuando decayesen los frutos cosechados en las borracheras, que se cotizaron enseguida en el banco de las audacias. Frida Kalho y Diego Rivera se la llevaron a vivir un año con ellos en su casa colorida del barrio de Coyoacán, donde una tarde le abrió la puerta a Trotsky, “un viejo barbudo que yo ni sabía quién era”. Lo que ocurrió y vio ese año que pasó ahí, juraba Chavela, nunca lo iba a develar del todo, aunque el contenido de una carta de Frida a otra dama, que se divulgó no hace mucho, nos proporciona unos indicios sin sutilezas: “Me desnudaría frente a ella (Chavela) sin ningún problema, para un buen acostón”. La Vargas la amó, y si el vínculo superó los meros acostones habrá sido por los efectos aéreos de un cierto misticismo del sufrimiento que las dos, parece, compartían.
Si la conquista de Frida estilizó su mito en la bohemia, lo llevó en cambio a las revistas no escritas del corazón en el casamiento de Liz Taylor con Mike Todd en Acapulco, donde pudo sumar al catálogo de los rumores sabiamente administrados una noche de alcoba con Ava Gardner: “Me contrataron para cantar, y amanecí en la cama con la Gardner después de una borrachera”. Pero claro, cuando uno se despierta, los efectos del tequila sólo permiten acreditar el escenario pero no los hechos, y todo se deja librado a la prueba de lo que no precisa ya ser probado. En la mesa de Mirtha Legrand recurrió de nuevo a esos espacios suspensivos de la picardía, seguro que para molestar un poco, cuando contó que con la griega Melina Mercouri pasaron una noche de playa en El Pireo, las dos en pedo y que... bueno, en fin, “la pasaron requetebien”. “¿Con Melina Mercouri?”, se asombró La Dueña sin que la invitada hubiese confirmado nada. “¡Pero quién lo hubiera pensado!”
A principios de los años ’90, y después de haber desaparecido mucho de la escena por el desmadre alcohólico y la recuperación, regresó cuando pocos la recordaban. La recibió el cabaret El Hábito en Coyoacán, que en ese entonces manejaban Liliana Felipe y su mujer Jesusa Rodríguez. Un empresario español la redescubrió y la llevó a cantar a El Caracol en Madrid, y desde entonces Almodóvar y Sabina —y a través de ellos toda España— la adoptaron como una madre o como una esposa que reinó una vez en el Boulevard de los sueños rotos, una calle de tierra.
La historia desde ese momento se vuelve más conocida, a fuerza de reciente, y el espacio acá me queda corto: Chavela llegó al Olympia de París, al Carnegie Hall, al Palacio de las Bellas Artes del DF (quién lo hubiera imaginado en su mocedad) y se despidió de Buenos Aires en el Luna Park. Se hizo amiga de algunas aristócratas como Isabel Preysler (“la adoro, pero bueno, para ellos debo ser un animal extraño. Dirán ‘ahí viene la leyenda negra’. Soy del pueblo, pero me gusta que me arropen”). Y justo fue Aznar quien la condecoró con la Cruz de Isabel la Católica, ay Dios.
En los últimos meses quiso cerrar su vida, ya confinada a la silla de ruedas y casi ciega (“pago por los errores que volvería a cometer”), con un homenaje a Federico García Lorca. Ya no canta sino dice esos versos que, chamana ella (decía tener poder de curación), convino en las largas conversaciones mantenidas con el espíritu del poeta que, bajo la forma de un pájaro amarillo, la visitaba en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Que la lleve el río, y que la muerte con ella tenga mucho cuidado.
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