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› Por Por F. Noy, La Oveja Rosa
Dentro del inconmensurable bagaje cultural introducido en América por los navíos negros desde Africa, podemos descubrir que la palabra “tango” proviene de Yangó, nombre del eminente patrono protector de la música afrobrasileña, como también “milonga”, entre tantos otros términos pertenecientes al obligado y hechizante intercambio que básicamente incluye las arraigadas e inclaudicables creencias, prácticas y rituales de un propio y singular universo mágico originalmente prohibido o, peor, temido por los compradores de esclavos. Para continuar con sus secretos rituales los negros se ven obligados a sincretizar las deidades de su culto adaptándolas a sus semejantes dentro del santoral católico. Así, Iemanjá, soberana del mar, está representada por Nuestra Señora de la Concepción y Naná, sirena madre de Iemanjá, es el apócope de Santa Ana que, junto a Oyúm, diosa de las aguas dulces, conforman el matriarcado tutelar de esta religión animista a la que Levi-Straus define como “esclava de los esclavos”.
Oyúm posee a su vez un vasto imperio de descendientes, entre los que se destaca el primogénito, Oyumaré, representado por el arco iris con las alas de serpientes acuáticas en su doble condición de hombre y mujer al mismo tiempo. Imprevisto y primer hijo de la gran Oyúm, apasionada por el magnífico indio cazador dueño de las tierras orientales llamado Oyossi y sincretizado nada menos que en San Jorge.
Gracias a sus enormes poderes mágicos, Oyúm primero logra transformarse en mujer para fascinarlo, sin imaginar que a causa de esta breve pero apasionada unión quedaría embarazada, luego de lo cual acelera el tiempo real para, como el propio Espíritu Santo, parir a Oyumaré al tercer día de gestación. Inmediatamente Oyúm vuelve a ser elemento acuático, por lo que siempre ha sido cultuada como la Reina de las Aguas Dulces.
Debió dejar a su inesperado hijo al cuidado de las Ekedes, especie de vestales africanas asistentes de las Ialorixás, es decir, esas populares sacerdotisas llamadas Madres de Santo, poderosas magas que después de comprobar que Oyossi es elevado al rango de Dios u Oriyá (en nagó), luego de haber superado de manera brillante las difíciles pruebas iniciáticas, deciden por orden de Oyúm presentarle a su hijo, al que todavía no conocía. En el tiempo real ya se han cumplido casi dos décadas desde el alumbramiento, por lo que Oyumaré se encuentra en la plenitud. Durante el redoble ceremonial del Candomblé, atraído por el alfabeto morse de los tamboriles, finalmente aparece Oyumaré. De inmediato Oyossi comprueba que su desplazamiento en la danza dista mucho del esperado para el hijo de un guerrero como él, aunque supera en gracia, dulzura y fascinante ritmo a su propia madre, que lo corona de estrellas nunca vistas y en su vestuario incluye collares y demás joyas femeninas que relampaguean en el cuerpo del atleta adolescente. Sin repudiarlo, como habitualmente harían otras culturas, especialmente la occidental, y en verdad orgulloso por haber sido premiado con un hijo de tan excepcionales características, bendice las enormes faldas verdes y doradas que lo recubren, provocando la “Bajada”, en el trance, de la propia Oyúm, que como siempre aparece vestida de dorado, incluso con su propio espejo de oro, llamado Abebé, al que permanentemente consulta como si fuera un oráculo. Desde entonces, Oyumaré se ha ido transformando en una de las presencias más cultuadas hasta la actualidad. Protector de los homosexuales, que para celebrarlo acostumbran encender velas verdes y amarillas sobre círculos de miel y pétalos para invocar su segura protección.
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