MI MUNDO
Se dio contra la pared siempre que pudo y siempre que no pudo. Su relación con el bailarín Merce Cunningham contribuyó con una inteligencia artística lateral al oído del siglo XXI. Ahora que podría cumplir cien años y ser por fin un contemporáneo, Buenos Aires le prepara una fiesta descomunal.
› Por Luis Chitarroni
De John Cage (15 de septiembre de 1912), homenajeado con vigencia decimal, uno de los protagonistas menos previsibles del siglo pasado, corresponde suministrar los datos admirables de la leyenda, no los rutinarios de la biografía. Hijo del diseñador de un submarino, John Milton Cage, que ese mismo año batió un record de inmersión (trece horas con trece tripulantes), dejó registro de una ignorancia muy propia, afinada en cada ocasión con una pregunta lírica de E. E. Cummings: “¿Cómo puede ese tonto que se llama a sí mismo yo,/ conocer su innumerable quién?”.
Después del antecedente genealógico, otra pregunta oír se deja. ¿Qué se oye en el fondo del mar? No puedo oírme oír, escribieron Cage o Duchamp. Educación en el Medio Oeste y en California del primero. Alumno brillante. Debut de su fanatismo musical: Grieg. Antes de los veinte se desinteresa de cualquier disciplina escolar y cree que va a dedicarse a la literatura. Viaja a París y trabaja con un arquitecto de apellido prematuramente inquietante, Godlfinger. Después de una deriva –Capri, Biskra, Mallorca, Madrid, Berlín– intenta sus primeras composiciones musicales, de acuerdo con un sistema matemático inventado por él. Pero las obras suenan mal (después logrará también librarse de eso).
A partir de su entendimiento del tiempo, dimensión explicada por Richard Bülhig después de que Cage llegara alternativamente temprano y tarde a las clases introductorias que Bülhig dictaba –para que Adolf Weiss lo introdujera a Schönberg–, su relación con la composición cambia de manera definitiva. Y, por ende, su relación con la música. Y con la misma llana imperturbabilidad, su relación con la vida.
En Los Angeles, discípulo indemostrable de Schönberg, a quien Cage literalmente adora. “Mi propósito, el objetivo de mi enseñanza, es imposibilitarles a ustedes escribir música”, dice Cage, que le oyó repetir al maestro dodecafónico de armonía durante una clase, como un mantra. Finalmente, Schönberg le pidió que se dedicara a otra cosa porque para la música no servía. Y sin embargo espió sus progresos, espió sus prodigios y hasta lo elogió en privado. Cage estaba condenado a darse la cabeza contra la pared. Lo tomó literalmente. Se enamoró de una percusionista, Xenia, la hija de un sacerdote ortodoxo de Juneau, Alaska, y se dedicó literalmente a “golpearse la cabeza contra la pared”.
Los métodos de Cage son parte de la felicidad que provoca, como Roussel. Con un componente menor de angustia, en la medida en que Cage ha entendido perfectamente, gracias al budismo o a su temperamento, que Occidente “está enfermo de materia e ironía”. Como el “water gong”, el método de escansión de la conferencia Juilliard, el “piano preparado”, las partituras diseñadas a partir del azar o del I Ching. En realidad, esas reglas de juego que sin autoritarismo ni excesiva sumisión obedece tienen una medida muy considerable: le permiten la firmeza desapasionada de la ejecución. Son maravillas adecuadas. Han disculpado la laboriosidad y el esfuerzo. Son (muy) fáciles de copiar porque Cage ha observado siempre una moral responsable, y no es siquiera necesario que haya tomado la precaución de privarlas de beneficio y de satisfacción para que la falta de beneficio y de satisfacción se encargue de no premiarnos.
Todas tienen que ver con esa enseñanza de Bülhig acerca del valor del tiempo. Lejos de convertirse en una esfera apremiante de voluntad y obligación, el tiempo es la gran medida de la libertad. A partir de esa aula indemostrable –como su primera relación real de discípulo, con Schönberg–, John Cage irá prodigando sus obras, sus conciertos (hasta uno en Buenos Aires, en los sesenta), sus amistades, sus aficiones, sus maestros, ya no sus maestros musicales. Nombres que hoy significan menos que cuando él vivía, respiraba aprendiendo (y que detallarán la índole de su sabiduría con plenitud cuando el tiempo extienda sus alas: Coomaraswamy, Buckminster Fuller, Norman O. Brown, Allan Watts). Punto aparte: Marcel Duchamp. Los otros artistas e intérpretes, pares o parejas: Merce Cunningham. David Tudor, Robert Rauschenberg, Cathy Berberian.
Pero tal vez la respuesta mejor formulada por Cage al paso del tiempo es su prolongada relación homosexual con Merce Cunningham, el bailarín y coreógrafo que supo acumular aire y espacio en los intersticios del segundero. Por amor, Cage era capaz de intervenir en beneficio de una retórica antigua en muchas de sus obras: Amores, sí, pero también algunas de las obras con título más abstracto. La recepción favorita de Cage como músico parece ser sustraer los recursos líricos de sus poetas favoritos. Si un pudor aún más antiguo que la retórica le impidió llamar las cosas por su nombre, ninguna ambivalencia lo asiste en términos de su clara definición amorosa por otro hombre. La constancia de ese amor físico son las fotos que Merce legó y que acaso aprobaron el examen con que la mirada de Cage disimulaban la impaciencia y la simetría.
La resistencia literaria de Cage, explícita por lo menos en tres libros: Silencio, Del lunes en un año y M., más los libros de conversaciones –con Daniel Charles, con Richard Kostelanetz–, demuestran el contacto a la vez íntimo e indirecto de John Cage con la vanguardia de la década del veinte. El primero –¿monográfico?– es sobre Virgil Thomson, otro vigía apostado en un faro a merced de la niebla del tiempo. Joyce y Cummings (ya que de Gertrude Stein se había apoderado Thomson). Y la retrospección: Thoreau. En cuanto a la otra pasión, el hobby –la micología–, Cage en Del lunes en un año: “Música y hongos (music and mushrooms): dos palabras que están juntas en muchos diccionarios. ¿En dónde escribió La ópera de tres centavos? Ahora está enterrado bajo el pasto al pie de High Tor. Una vez que la estación se transforma de verano en otoño, y dada una lluvia suficiente, o la misteriosa humedad que hay en la tierra, brotan ahí los hongos, prosiguiendo –estoy seguro– su negocio de trabajar con sonidos. Que no tengamos oídos para la música que hacen las esporas despedidas por las basidias nos obliga a recurrir a micrófonos”.
Finalmente, el vínculo tolerante con su ego, con un género ajeno a la tradición oriental. No el diario, la confesión: “En conexión con mis actuales estudios con Marcel Duchamp”, escribió en Del lunes en un año (A Year from Monday)... “he descubierto que soy un pésimo jugador de ajedrez. Mi cerebro es deficiente en algún sentido, de manera que muchas veces hago movimientos obviamente estúpidos. No dudo ni por un momento de que esta falta de inteligencia afecta a mi música y a mi pensamiento en general. Sin embargo, tengo una cualidad redentora: nací con buen humor”.
Del 11 al 25 de septiembre Teatro Colón, con el apoyo de Fundación PROA y del Complejo Teatral de Buenos Aires homenajeará a John Cage en el centenario de su nacimiento.
Coloquio Internacional. Conferencias sobre John Cage, su obra y su legado, coordinadas por Pablo Giarena.
Jueves 13 y viernes 14 a partir de las 11, Auditorio de Fundación PROA
Alrededor de John Cage. Muestra de films.
Del miércoles 11 al Jueves 14 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín.
Funciones a las 14.30, 17, 19.30 y 22.
Sábado 22, Auditorio de Fundación PROA
El Teatro de
John Cage.
Panorama musical de toda su producción.
Sábado 15 de 15 a 20, Teatro Colón
4’33”. Concierto de piano solo.
Sábado 22 a las 20, Teatro Colón
Conferencia Sobre Nada, por Bob Wilson.
Martes 25 a las 20.30, Teatro Colón
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