Viernes, 21 de septiembre de 2012 | Hoy
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Aclaración necesaria: Soy homosexual. Conviví diez años maravillosos con un hombre. Enviudé y no tuvimos la inquietud de adoptar. Punto. Continúo. Por estos días leo el relato, con blog incluido, de dos hombres unidos en matrimonio haciendo un recorrido de las vicisitudes sorteadas y sus entendibles anhelos depositados en la llegada de su nuevo hijo mediante el alquiler de un vientre en la India. A raíz de ese racconto hecho por los protagonistas, pensé hasta de qué modo hoy este sistema capitalista lo trastrueca todo, lo atraviesa y lo traviste solapadamente en actos no sólo fundamentados sino amorosamente justificados. El capital pone el cotillón. Planear(se) paternidades o maternidades desde una agencia de turismo médico implica, creo, detenerse desde el vamos un momento para al menos intentar replantearse hasta dónde somos capaces de no cuestionarle nada al paradigma mercantilista impuesto, que a todas luces nos excede y por ende avasalla. No se trata ya de cuánto podamos pagar sino hasta sobre qué cuestiones, que incluyen nuestra propia historicidad interna, también estamos dispuestos a hacerlo. En modo alguno objeto este modo de adopción desde una concepción religiosa y menos aún desde una postura ideológica cavernícola, y disculpándome por una autorreferenciación aquí necesaria, pienso en la diferencia abismal si comparo el relato que hicieron mis padres acerca de mi nacimiento en el partido de La Matanza provocada por una promisoria oleada inmigratoria laboral en 1960, a ser parido en la India porque sale más barato que nacer en California, y entonces deduzco que el deseo de paternidad a través de la maternidad subrogada también tiene un precio, y en este caso es de cien mil dólares. El capital, solícito, se ocupa de todos los detalles, incluyendo una casa que provee la clínica privada donde la portadora del embarazo debe por ley residir durante los nueve meses de gestación, pero omite explicar de qué modo afecta a estas dos partes íntimamente ligadas durante nueve meses, y que por legislación pierden todo contacto y vínculo desde el momento del alumbramiento. Seguramente habrá entendidos en salud mental que puedan explicar ese vacío, pero, claro, ése debe ser otro precio, pienso nuevamente. Dos días después veo un noticiero por TV donde una pareja heterosexual (pongo este ejemplo para graficar que este tema excede a la identidad sexual) no puede “sacar” de la India a su hija nacida mediante esta práctica. El zócalo de los subtítulos no se atreve a escribir “comprada”, que sería el vocablo lógico para una transacción comercial, pero a todas luces literariamente incorrecto. La burguesía occidental capitalista come incoherencias y eructa moral. ¿Puede ser uno coherente y perverso al mismo tiempo? Sí, claro. La Historia, nuestra Historia, abunda en ejemplos. El conductor, cebado, agrega que “la India debería ser más flexible en estos casos porque es un país pobre”, por lo que se deduce de ese discurso simplista y acrítico la (in)coherencia de que un país pobre y superpoblado debiera estar agradecido de ser elegido por el dedo del capitalismo para abastecer las ansias paternalistas de los occidentales que dispongan de una cuenta bancaria que les aplaque el deseo. “Papá, mamá, ¿por qué nací en la India y no en otro lugar del planeta? Hijo mío, porque allí nos hicieron precio.” Y sí, es una respuesta coherente, pienso.
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