Cuarenta años cumple Fernanda Laguna, quilombera cultural y agitadora neopop, construyéndose como personaje del campo cultural porteño, de sus libros, de los libros de los demás. Aunque lleve quince años como artista, gestora, poeta y fiestera; aunque escriba versos diciendo que ella ya pasó de moda y aunque haya cambiado el rol de hija por el de madre, algo en Fernanda da la impresión de que nunca va a ser una señora, y con todo respeto para todos los señoras y señores, eso es un acto de resistencia queer.
› Por Dolores Curia
Fotos Sebastián Freire
Fue la musa protagónica de Fer, cumbiela (2004), uno de los primeros libros que salió por Eloísa Cartonera, publicado como “anónimo”, escrito por Washington Cucurto y cocinado a fuego y sudor de diciembre 01. Fer en esa historia es una empleada de supermercado que termina como madrecita reencarnada de los descamisados, los piqueteros y los desesperados, como líder queer (zoofílica) y aceptando (esta vez sí) la candidatura a la vicepresidencia (para Cucurto, si Evita viviera, sería repositora, cartonera o una chica como Fer). El personaje público de Fernanda también fue modelado por César Aira, fan confeso y cercano a las chicas Belleza y Felicidad, en Yo era una chica moderna (2003), la bío truchada de una joven paracultural, un revuelto con los mitos sobre Fernanda (sexualidad ambigua, reviente constante, locura e imprevisibilidad) comprimidos en un yire alternativo de sábado por la noche. Laguna fue una de las tres neuronas motoras (junto a Gabriela Bejerman y Cecilia Pavón) de Belleza y Felicidad, un espacio de arte que supo minar el panorama de una década de lo más infame y disparar sus bombas contra: los cánones, el buen gusto, las leyes de cortesía y del control. En el ’98, Fernanda y Cecilia fundaron B y F, que primero fue sello editorial, copiando una modalidad de circulación marginal nacida en el Brasil de los ’60 (la literatura de cordel: folletines colgados de una soga que se vendían junto a otras chucherías kitch). Combatieron el snobismo del circuito oficial a fuerza de cumbia, punk, chatarra sorprendente, indisciplina, lecturas colectivas, artistas homeless, fanzines y fotocopismo –práctica tan marginal como universitaria–. Importándolo todo de Brasil y mezclándolo con lo propio, B y F fue un estado de fiesta interminable y efervescente.
Desde entonces, Fernanda (en todas sus facetas) recibe tantos ensalzamientos como acusaciones: de frívola, de ejercer un tortillerismo tibio, de haber traicionado (por simplona) al neobarroso que le dio de mamar. Sus primeros poemas que aparecieron (antes incluso de la existencia de B y F) en una revistita artesanal (Nunca nunca quisiera irme a casa) muestran, ya desde el principio, una fachada de espontaneidad con un tono tan coloquial como trabajado. En el 2002 fundó, junto a Washington Cucurto, Javier Barilaro y otros, Eloísa Cartonera, cuyo estilo editorial, nacido lumpen tercermundista, ahora es exportable y objeto de fascinación, estudio e imitación en el primer mundo. En el 2003, B y F abrió una sucursal en Villa Fiorito en una de las habitaciones de un comedor para niñxs y abuelxs. Y ese espacio, que empezó con muestras y talleres de pintura para chicos entre 3 y 12 años, pronto tendió lazos con la Escuela N° 49 para formar un secundario con educación artística integral. Este año ese proyecto celebra diez años: “Ahora reabrimos la Galería Belleza y Felicidad en Fiorito. Para mí es una alegría total. El espacio nuevo me inspira mucho y tiene esa cosa de lo indomable que me encanta y me cuesta y me apasiona. Estamos armando un calendario con la gente del barrio”.
Viéndolo retrospectivamente, ¿qué te parece que significó Belleza y Felicidad, qué estéticas amparó y generó?
–Nuestras bases fueron la belleza de lo barato, la búsqueda espiritual en el arte, el cuerpo para ser compartido, la poesía, la amistad, el amor romántico, lo indestructible de lo frágil, la vida como un regalo. Pero muchas de estas cosas fueron interpretadas con un signo negativo: la amistad como amiguismo, la belleza como frivolidad, el cuerpo compartido y la desnudez como descontrol. Para mí es muy bueno dejar todo eso en el pasado para que las cosas sean hoy, ya que en mí, si no son hoy, no existen. Creo que en el momento de la apertura teníamos dos amigos muy importantes que nos inspiraban. Por un lado Cecilia Pavón era muy amiga de Sergio De Loof y yo de Jorge Gumier Maier.
¿Y Roberto Jacoby?
–El también. Roberto es un amigo que adoro. Me enseñó muchas cosas y me contuvo muchas veces y yo a él. Es raro que una de grande pueda hacer amigos para toda la vida. La vida trae sorpresas o uno no tiene la capacidad de interpretar sus señales.
La casa de Fernanda Laguna en Villa Crespo parece y no parece suya. Se podría pensar que los muebles de ratán no se asocian instantáneamente con una de las máximas representantes de la generación de artistas flúo de estética cartonera y noventosa. Para despejar dudas están algunas de sus obras –tajeadas, enormes, abstractas– enfrentadas sobre una y otra pared. Fernanda tiene un poco de cada uno de sus personajes; es y no es la misma que caminaba en toppers entre los escombros del fin de fiesta menemista recitando poesía lesbonaif. Ahora usa zapatos (vale aclararlo: de feria y con medias con rayas de colores). Desde el balcón se pueden tocar las hojas de los árboles de la vereda; y hasta algunas entran en esta casa con tanta luz que deja muy lejos la vida en el departamento de Once con vista a la medianera. En la mesa hay unos juguetes de madera (de Ramón, el nene de Fernanda que hoy está con el papá), una tijerita de uñas, lecturas desperdigadas (Punctum de Gambarotta y un libro de poesía reunida de Nicanor Parra) y en el baño de azulejos hay recortes y stickers que forman un collage de animales, plantas y algunas de las hadas de sus poemas.
La tapa del libro que publicó este año, Control o no control (Mansalva) es una puerta de entrada al bosque de Fernanda. La neblina no deja ver lo que le espera al que, a través de la imagen tenebrosa de Javier Barilaro, se meta en la ficción que ella levantó con un yo tan fuerte como el de los diarios íntimos. Los poemas, un compilado de lo escrito entre 1999 y 2011, hablan de programas del prime time, de ir a bailar, de bajarse cinco antidepresivos con cerveza, del olor del consultorio de su psicoanalista, de recuerdos húmedos en las playas de Bahía y de lamidas de helados y de tetas. Entre sus letras le hace un lugar a lo cotidiano y lo infantil. Tanto como para que Alejandro Rubio llegue a preguntarse con ironía en la contratapa si Fernanda es (o se hace la) boluda, para ubicarla después en un linaje de boludez autoconsciente que encabezan Aira y Lamborghini. Muchos versos remiten a años de crisis general y personal. Laguna usa poesía proletaria y distancia sarcástica para contar, por ejemplo, cómo hace diez años vivía de cruzar la ciudad en moto vendiéndoles potes de óleo a damas bien mientras se lamentaba por no tener una novia con plata.
¿Qué sentiste al volver a leer poemas de hace tantos años?
–Me gustó. Pero hasta que no me dicen “está bueno” pienso que no está bueno. Después, cuando ya varios dijeron que “está bueno”, me convenzo de que están bien. A veces me sentaba a mirar archivos como para ver cómo estaba antes y cómo estoy ahora, como si fuesen fotos.
¿Y cómo estabas antes y ahora?
–Yo miro las cosas exteriores e interiores a través del poema, éste me ayuda a entender. Por ejemplo, si me peleo con alguien y lo escribo, se me ordenan los pensamientos, las emociones y lo externo en algo que puede ser relatable. Y entiendo lo que sucede sin necesidad de tener que explicármelo y eso me gusta mucho. A veces escribo sobre los árboles y sus brotes. Pero a la primavera recién la entiendo con el poema. Soy muy detallista, minuciosa y mental. En lo práctico de la vida se me hace un poquito cuesta arriba, pero en la poesía se vuelve delicioso.
¿Descartaste muchos poemas para armar el libro?
–No elegí pensando en la calidad sino en la variedad. Hay muchos poemas que digo “esto es cualquier cosa, un quemo”. Pero también me gusta avanzar sobre eso, atravesarlo para disolver la vergüenza. En un poema en el que me prometo a mí misma lograr cosas, como hacer yoga, para llegar ser una persona “exitosa”, digo en serio que quiero ser la Madre Teresa de Calcuta... En su momento una parte extraña de mí lo sintió y ahí quedó. No me gusta pero ahí está y ahí lo dejo.
Mientras Fernanda habla no es posible estar seguro de si está a punto de emocionarse, reírse o levantarse para ir a buscar algo a la cocina. Charla y charla y entre frase y frase, piensa un poco dándose aliento con cigarrillos artesanales que se le consumen entre los dedos casi sin pitarlos y con sorbos de una gaseosa de pomelo que ya no tiene burbujas. Aunque no le cuesta nada irse por las ramas, tira una soga detrás de ella para alcanzarla. Mezcla el habla con el vuelo y en eso se parece a las mujeres con las que su yo poético se ratonea: un harén de amantes de barrio o una sola que sea lo suficientemente etérea (alucinación, virgen u holograma). Cuando termina de contestar algo, se queda pensando para después asegurarse: “¿está bien?”.
La voz de Fernanda sale por debajo de las polleras de las chicas de las que se acuerda en Control o no control. Habla indistintamente del amor a los hombres, del amor a las mujeres y de los histeriqueos en tiempos de mail y de MSN frenético, que la habilitaron a terminar un poema con un emoticón. La sensación –o la certeza– de no ser correspondidx marca un libro en el que el límite entre el dramatismo y el patetismo delirante es muy chico. El efecto oral y la credibilidad de su tono lo atraviesan todo. En cada página reaparecen las preguntas que se hace cuando se sienta frente al teclado (“Cecilia... ¿Esto es un poema? / ¿O es lo que me pasa?”).
Control o no control –además de muchas otras cosas– es un manual sin ningún consejo para dar sobre el fracaso amoroso, una galería de chicas y chicos que le dijeron que no –o peor– que “ni”. Fernanda escribe mientras espera que suene el teléfono o que llegue un mensaje a la casilla. Escribe vagabudeando por Almagro o encerrada en casa entre el panic attack y el cyber attack. Su voz poética, sus personajes, sus otras yo, más que matar a la autora, no hacen más que enviar links que dan con ella, como señaló Cecilia Palmeiro en el capítulo de Desbunde y felicidad (Título, 2010) que le dedicó a Laguna.
Por la capacidad que tiene de ser outsider dentro de lo que ya está afuera, muchas amigas lesbianas le marcaron alguna vez un hasta acá o, las más inquisidoras, le pidieron definiciones con un de qué lado estás. Una década después de haberse sentido algo paria por su bisexualidad, está de vuelta para reírse del falso binomio que pone del lado del control a la literatura realista y a la heterosexualidad. Dalia Rosetti, el heterónimo de Laguna, es la que le permite escribir en prosa: Me encantaría que gustes de mí (Mansalva, 2006), tres relatos de insinuación autobiográfica y Dame pelota, (Mansalva, 2009), donde repone un universo de homosexualidad femenina, picaditos, sangre, mafias y santos populares. Fernanda en estos días está engordando otra obra de Rosetti, Sueños y pesadillas, que va a salir por Malsalva a principios del 2013. En ella explora el costado más místico de Dalia: menos fútbol y más Dios para una Rosetti que va a intentar amoríos con las monjas de un convento de veinte pisos: “Con esta novela tengo una ambición: quiero que sea muy religiosa. Yo siempre fui muy mística. No de la meditación, sino de cosas más ‘concretas’, occidentales: la Virgen María, Santa Teresita del Niño Jesús. Ahora, que Dalia va a tener unos encuentros con monjas en capullos de seda, todo viene más volátil”.
¿Por qué decidiste empezar a publicar con otro nombre?
–Para convertirme en una superheroína. No para ocultarme sino para potenciarme. El Hombre Araña sin el traje no podría hacer todo lo que hace. El traje lo levanta. A mí, Dalia me lleva a la aventura. Si no lo uso, escribo diferente. Ella es alguien que está en mí, que es diferente a mí pero que soy yo. Yo siempre escribí impulsada por las ganas. Es decir, siempre con más ganas que cancha. Cuando quería escribir un cuento me arengaba a mí misma diciéndome “éste va a ser mi mejor cuento”; después, algo salía. Con las novelas, lo mismo. Cambiarme de nombre me llevó a escribir narrativa, que era algo que tenía ganas de hacer. Dalia es “escritora de novelas”. Permite escribir cosas de uno pero con otra mirada. Entonces, las cosas de la vida se vuelven más literarias.
¿Qué cosas te permitía Dalia que siendo Fernanda no eran tan fáciles?
–Muchas veces piensan que Dalia es la lesbiana y Fernanda la hétero. Pero yo soy las dos cosas a la vez. No es que Dalia me permita expandirme a ciertas experiencias, para eso no necesito su ayuda, por suerte. Pero para narrar ciertas cosas, con Dalia puedo separarme y hacer pelota las historias personales y exprimirles el lado gracioso. Esas peripecias de la vida que si las contara yo, quedarían muy, no sé, vulgares.
En muchos poemas te dirigís a otras mujeres, algo muy fuera del canon, a la chica de Bahía, por ejemplo.
–Cuando les hablo a las chicas directamente me imagino como una masa de chicas en un estadio de fútbol o también como si le enviara una carta a una chica perdida en un country. La mujer puede identificarse sin problemas con las voces masculinas. Pero todavía a muchos hombres les cuesta identificarse con los temas de mujeres. A mí me parece muy raro ser mujer y eso me atrae. Por ahí si fuera hombre también me parecería raro pero, bueno, se dio así.
Hay algo que se repite en los poemas que es el estar en búsqueda de un amor que siempre se está escapando, ¿tuviste muchas experiencias que salieron mal?
–Tuve de todo y de todo tuve mucho. Experiencias que fueron bien y otras, regular. Tuve muchos momentos de soledad que no sé cuánto duraron. Por ejemplo, en un poema lloro mi soledad y parece que lo hubiera escrito después de tres años de estar sola pero en realidad fueron tres meses pero sueno como la catástrofe mundial del amor. Cuando era chica era de juntar en una caja objetos que me hacían acordar a la gente o que habían sido tocados por alguien que me interesaba. Les hablaba a esos objetos como si le estuviese hablando a la persona. Tocar ese objeto era tocar a esa persona. Con el poema pasa lo mismo: le da un lugar a una relación que no existe y esa relación y esa persona existen en la medida en que voy escribiendo y cuando releo. Escribir es como tocar a alguien. El poema ES el amor.
Da la sensación de que varias chicas te hicieron sufrir.
–Las chicas no me hicieron sufrir tanto en realidad. Hubo una que sí pero tampoco tanto y en vez de escribir sobre eso, pinté unos cuadros. No sufrí tanto con ellas porque las chicas siempre están, aunque sea como amigas. No es como con los tipos que nunca más los ves. Con una chica puede no funcionar y no es que deja de existir, se transforma en otra cosa. Los chicos eso es algo que todavía no pueden manejar. O también podía pasar que con alguna chica no fuera “el amor” pero que nos alcanzaba con lo físico y con eso ya estaba bien.
Aparecen muchas otras escritoras mencionadas: Cecilia Pavón, Gabriela Bejerman, María Moreno...
–María Moreno me encanta. Una vez le dejé una novela por debajo de la puerta, donde la nombraba porque estaba medio copada con ella. Una vez fui a su casa y me agarré un pedo tremendo, y aún así no le dije nada, tal vez porque ella no tomó. No sé cómo hice después para bajar mi bicicleta de ahí arriba. Yo soy muy mandada y a la vez muy vergonzosa. En la vida de los cuentos me tengo más fe y por eso pongo todo, me re mando. Pero en lo personal creo que soy más cautelosa, como dice el poema de Samanta Felicidad: le temo a los rumores.
Hay un verso que dice “Las lesbianas no me quieren porque soy bisexual”, ¿te pasó o te estás riendo del mito?
–Es verdad eso. ¡Pero después al final me tuvieron que aceptar! O por ahí era algo mío, de perseguida. Hubo años en los que tuve la sensación de que nunca terminaba de encajar. Cuando empezaba a salir con alguien, venían mis amigas y me decían: “¿Y? ¿Cuánto hace que estás?”; “Dos meses”, les contestaba. Y festejaban esperando que, por fin, durara. Pero después yo me perdía por los laberintos del mundo. Igual existió, fue una joda pero yo me lo tomé muy seriamente. Una vez planearon una reunión y me dijeron y “¿Y, Fer, cuándo vas a sacar la credencial de lesbiana?”. Nunca pasé creo el examen de lesbiana ideal pero, a fuerza de meterle onda, me aceptaron.
¿En qué momentos escribís? Hablás mucho en los poemas de lo difícil que es concentrarse: ¿Te cuesta sentarte a hacerlo?
–En la época en la que no salía para nada, me gustaba escribir el domingo a la mañana. Me hacía unos fernet increíbles temprano, cuando me levantaba. Me despertaba y tenía tiempo hasta las 4 de la tarde para ir bajando de a poco. Pero más allá de esa época, no tengo un momento relacionado con el día o la noche.
¿Por qué te criticás tan fuerte?
–Ahora estoy mejor con eso. Escribí un poema que no está en el libro, que se llama “Soy mi madre”. Una vez estaba yendo a la terraza a lavar ropa. Y pensé: “Si yo puedo cuidar de mi hijo, también puedo cuidar de mí”. Y me empecé a dar cuenta de que si yo me ponía en el lugar de hija y escuchaba las cosas que me decía a mí misma, esas cosas eran inaceptables por parte de una madre. Me di cuenta de que me decía cosas muy feas. Entonces, cada vez que me venían esos pensamientos me decía: “¿Esto es algo que una mamá le diría a su hijo?”; “¿No? Entonces, no va”. Ese poema me ayudó mucho. Cuando leo algunos poemas viejos, me da vergüenza ver cómo me trataba, pero está bien que estén en el libro porque son parte de lo que pasó.
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