SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
Mi Amigo Uruguayo me avisó que estaría en Buenos Aires para el día de la Marcha del Orgullo, y nos dimos cita en Plaza de Mayo. “Buscame en el quiosco de Soy o en el camión BDSM leather”, le dije. Como suele ocurrir en tan multitudinaria marcha, sobre todo con alguien cuyo aspecto físico apenas conocés por foto, nos desencontramos. Cuando lo llamé al hotel a la mañana siguiente, medio dormido me contó que me había buscado: habrá pasado por el puesto de Soy justo cuando yo permanecía atado, amordazado y encerrado en una jaula en el camión BDSM leather, al que seguramente llegó una vez que yo había sido liberado y estaba asomando la cara barbuda por el agujero de una gigantografía con el cuerpo de Silvia Molloy para que Sebastián Freire me sacara una foto.
A mi Amigo Uruguayo lo había conocido hacía más de un año, cuando me solicitó amistad por Facebook. Como los dos tenemos VIH, los temas de conversación oscilaban entre la dificultad de él para conseguir sus medicamentos en Uruguay, nuestras preferencias sexuales, las ventajas y desventajas de cada cóctel de drogas, los vaivenes en el amor y la visibilidad como seropositivos, todo atravesado por un juego de seducción, con avances y retrocesos, citas frustradas y sesiones de cibersex de alto voltaje.
El día llegó y por fin nos conocimos. Me llamó desde el Abasto, que queda a cinco cuadras de mi casa, y le dije que viniera. Cuando lo vi en la entrada del edificio me sorprendió: era mucho más lindo que en las fotos, altísimo y atlético como un jugador de vóleibol. Y así, como en un partido donde la pelota va y viene pasando por encima de una red, estuvimos un par de horas, porque cuando el Uruguayo llamó me estaba visitando mi amigo R, pero decidí no postergar más el encuentro.
Mientras fumábamos porro, conversábamos y escuchábamos música, yo miraba al Uruguayo, el Uruguayo me miraba, yo miraba a R tratando de comunicarle telepáticamente que nos dejara solos, R miraba baboseado al Uruguayo, el Uruguayo nos contaba en detalle la medicación psiquiátrica que tomaba para mantener a raya su bipolaridad, yo pensaba si el porro le haría bien combinado con toda esa artillería de pastillas, el Uruguayo se tapaba el bulto con un almohadón mientras nos contaba cómo se estaban organizando con un grupo de fans de Madonna para acampar antes del recital y así poder encontrar la mejor ubicación en el “campo vip”, hasta que mi amigo R se dio cuenta de que me estaba arruinando el tan ansiado polvo con el Uruguayo, o simplemente tenía otra cosa que hacer y decidió irse. Cuando nos quedamos solos, el Uruguayo empezó a mostrarme los videos que había hecho en la Marcha, buen pretexto para acercarnos más. Sentados en el sillón, los dos mirábamos la pantallita de su cámara, yo asomado por encima de su hombro y rodeándole la cintura con un brazo. El insistía en encontrar uno donde dos chabones se estaban besando, tarea que le llevó casi una hora más, hasta que desistió y empezamos a besarnos nosotros.
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