Viernes, 22 de agosto de 2008 | Hoy
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En un breve parpadeo de la censura, el cine argentino incluyó algunas historias “raras” que burlaban tímidamente el estereotipo de una homosexualidad ridícula o trágica.
En esta secuela de la comedia Psexoanálisis, Héctor Olivera retomaba el personaje del doctor Sigmundo (Norman Briski), un falso psicoanalista que pretende seducir a sus pacientes de terapia de grupo: una ninfómana, un pintor que tenía una fijación con los bustos femeninos, una mujer obsesionada por las violaciones, una esposa frustrada sexualmente, un granjero atraído por una oveja, un erotómano reprimido y un maníaco sospechosamente unido a una perra. Según la crítica, “estos personajes provocan tremendas complicaciones en la vida del doctor Sigmundo, especialmente luego que uno de ellos —quien se ha trasplantado cierto órgano de un difunto pederasta— empieza a encontrar ‘atracción’ femenina en el falso psicoanalista”. Las escenas estaban jugadas en extravagantes ambientes con decoración psicodélica que contribuía a crear una atmósfera alocada. La homosexualidad está incluida en este clima y es, una vez más, motivo de risa.
Armando Bo se atreve aquí a incursionar en el lesbianismo, tema que sólo tenía en el cine argentino el lejano antecedente de Deshonra, de Daniel Tinayre, pero que nunca había sido tratado de manera tan abierta. La película es ingenua en el de-sarrollo de un caso de ninfomanía, pese a declarar en sus títulos que se contó con asesoramiento médico y psiquiátrico, pero tiene un tratamiento visual muy audaz, con escenas bastante explícitas para los cánones de la época, de relaciones sexuales entre la protagonista y la actriz Alba Mujica, ama de llaves y amante. Por supuesto, pese al amor que siente por su esposo (el mismo Bo), el personaje no logra superar su grave problema, y finalmente busca alivio en el suicidio, arrojándose a las aguas de las Cataratas del Iguazú. Obviamente, la transgresión sexual no podía tener entonces otro fin que la muerte.
La ópera prima de Mario David trata la historia de un rudo camionero (Pepe Soriano), con problemas de comunicación (incluida su esposa), que inesperadamente consigue entenderse con un joven sordomudo (Carlos Olivieri). La historia presenta apuntes interesantes sobre el tipo de relación que puede establecer un sordomudo con el mundo, como en la escena del baile donde aparecen grandes carteles luminosos que indican el ritmo que se debe bailar, así como su debut con una prostituta que no deja dudas respecto de su orientación sexual, lo cual es importante en relación con los acontecimientos posteriores. La narración llega a un trágico final cuando el muchacho muere acosado por un “pervertido sexual y el camionero decide vengarlo”. Si bien el tema central es la incomunicación y la solidaridad, los apuntes homosexuales están desprovistos de los caracteres ridículos con que solían presentarlos otras películas, pese a que se mantiene la figura de la homosexualidad asociada a la perversión y al crimen en la figura del linyera, José Slavin.
Con Alberto Olmedo y Susana Giménez, la historia se centraba en un chico de barrio que cree haberse enamorado de un travesti, que en realidad es una chica que se hace pasar por hombre ya que considera que los travestidos tienen mayores posibilidades de éxito en el mundo del espectáculo. La película reflejaba las actitudes frente a este tipo de parejas (la homofobia de los amigos, la decepción de la ex novia del protagonista que se ve desplazada por un hombre, etc.) La censura obligó a cambiar el título original Mi novia, el travesti, aunque en definitiva, con el pronombre masculino “él”, seguido de puntos suspensivos, dejaba abierta la ambigüedad de una manera más desconcertante. El Ente de Calificación le quitó el derecho de obtener el subsidio de fomento industrial, por considerar su argumento incluido entre los “temas o situaciones aberrantes”. Si bien no planteó un estereotipo, permitió una suerte de debate sobre el tema del travestismo y del deseo homoerótico, inédito en nuestra cinematografía.
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