Viernes, 14 de diciembre de 2012 | Hoy
SUBIDOS DE TONO
Ruth, ruthera, bombera voluntaria, madama y anfitriona de un convite único para hambrientos marineros: un joven de bellas carnes y cuerpo dócil que hoy todos conocemos y bebemos como Fernando Noy.
Por Fernando Noy
La descubrí por los inmensos pasillos de la Galería anexa al Teatro Argentino, donde arrasaba la ópera Hair y que después ardió bajo las llamas de la inquisidora iglesia cuando estrenaron Jesucristo Superstar.
Ruth recién tenía 50 juveniles años. Aún se maquillaba y pintaba las uñas de un rojo furioso que combinaba perfecto con su cabellera atigrada hasta los hombros. Todavía no se había vuelto punk, autodenominándose Bombero Voluntario y Tortillera con todas las letras, siempre entre carcajadas y sin temor al ridículo. Eterna precursora, más tarde, a sus casi 80 años lograba tener dos esposas a la vez turnándose, según ellas mismas avisaban, para satisfacerla con delicado esmero. Ruth se ufanaba de mantener intacta esa voracidad sexual que desde los tiempos incluso anteriores al maldito Proceso la hubiera transformado en pionera del placer.
Fue la primera en imprimir con letras de molde su tarjeta personal, donde se leía “Ruth Mary Kelly Loiácono, prostituta”. En los bares de entonces la veía relojear horarios de arribo de los buques en el Puerto. Recortaba La Razón sexta con los ojos nublados de placer ante el safari que se desencadenaba en barcos sucesivos de diversas banderas. Noche tras noche.
Hija de irlandeses, hablaba inglés desde la cuna hasta la cama y, claro, el apetecible camarote. Se los sabía de memoria pero, por si acaso, tenía una ínfima agenda con más de treinta nombres de mujeres que conformaban su harén telefónico especialmente seleccionado.
Anfitrionaba a sus marineros por aquella Buenos Aires que —oh paradoja del infierno— superaba en esplendor a casi todas las célebres ciudades del resto del mundo, incluso la propia París, tan chic, distante y celebérrima. Se la veía deambular con grupos de marineros de diversos orígenes. Era especialista en organizar orgías sexuales en sus barcos y después los paseaba hasta ese teatro donde actuaban en bolas como si fuera un spiedo de la mejor piel argentina. Como yo ya era medio hippie, enseguida me mandaba a comprar cajas de ampollas con cloruro de etilo. Un sifoncito llamado Amil Nitrito de Laboratorio Sintyal, que en el extranjero eran los tan buscados “poppers”.
Sobre las propias mesas de La Paz, revendía las ampollas muchas veces más caras cada una y por separado, por supuesto. Otra noche la vi entrar a La Martona casi Callao; los ojos en llamas, y un tapado de piel con el que apenas se tapaba, ladeado, a pesar del frío en aquel invierno bajo cero. Sin detenerse, enseguida me contó que había llegado un navío de gran porte desde Noruega y tenía un problema. ¿Cuál, Ruth?
Ellos sólo buscan muchachos, nada de mujeres, y enseguida preguntó, siempre en un vértigo, si yo querría ir porque además hay buena guita. Mientras bajábamos en un taxi a los pedos rumbo al puerto ya habíamos hecho nuestro trato. Yo solamente elegiría uno, me quedaba con ése todo el tiempo que fuera necesario. En el reloj bajo el cartel de
Frávega ya eran las 2 de la mañana.
Al llegar a la Dársena detrás del Correo Central, los gendarmes rodearon el taxi con ametralladoras. Sentí un terror indefinible. Toda mi alma en vilo.
Esta Ruth está loca, pensé. Pero no, para nada. Ellos, al reconocerla, la recibían con total veneración y se abrían las compuertas. Llegamos frente al inmenso navío. Ella subió conmigo por una escalerilla y de pronto estábamos en el Casino. Se oía una especie de cha cha cha y el idioma era extraño, pero sonaba como un zumbido de pelícanos, sensual, ultraexcitante.
A un costado de la pista bebiendo no sé qué delicia de botellas había algunos marineros y, en medio, el oficial. La tripulación restante bailaba con otras locas desatadas, semidesnudos casi. Reconocí a algunas de las que yiraban por Charcas, entre otras, La Pandora, la Bambol e incluso la propia Orquídea Parda, famosa por sus felaciones.
Algo bebí y Ruth me preguntó cuál de ellos quería. Sin señalarlo, le hice un gesto rumbo a una especie de Paul Newman con la nuca rapada y un cigarrito negro medio torcido en la sonrisa. Ruth lo llamó y el oficial enseguida me puso la mano entre sus piernas. La bragueta de acero blanco estaba a punto de estallar.
En otro vértigo subimos hacia un camarote, nos desnudábamos el uno al otro casi desesperadamente. A un costado de las cuchetas había una mesa. Abrió el cajón y allí estaba el arsenal de drogas dispuestas a saltar, entre otras, las ampollas de cloruro que yo mismo había adquirido.
El resto es casi imposible de escribir. Mientras me penetraba suavemente estaqueaba mis narices con los poppers. Por el ojo de buey que titilaba como un árbol de Navidad vi que llegábamos a puertos desconocidos. En esa sola noche, debajo de él pude viajar por casi todo el mundo. El, a su vez, parecía cambiar de nacionalidad, pero era tan hábil que yo seguía bebiendo y oliendo esa piel de salitre y su lengua desbocada.
Ya era de día cuando junto a Ruth bajamos jadeando hasta un barcito donde no había más que una pareja ensimismada. Después de engullir literalmente un par de sánguches de jamón crudo con cerveza, Ruth se sinceró. Empezó a confesarme que si bien yo había elegido sólo uno, ella debía darme, por el resto, mucho más dinero. ¿Qué resto?
“No los pude detener, además quedaban sin servicio sólo ocho. Yo me ocupé de los otros tres y vos estabas tan en éxtasis que ni siquiera lo notaste. Acá tenés más de doscientos dólares.” Como siempre, atropellada, arrojó los billetes sobre la mesa sin importarle los canas que ahora habían entrado y nos miraban.
Yo apenas sentía un secreto, delicioso ardor y, como la resaca sólo se cura con resaca, la oí gritar. “Mande dos whiskies dobles con bastante hielo.”
“Gracias, gacela, me sacaste de un problemón. Justo el oficial estaba ardiendo. Menos mal te encontré. No te preocupes, darling, ninguno tenía sífilis. Igual usaron forros. Con esa guita te alcanza para volar rumbo a Brasil y ya cumpliste tu mayoría de edad. Ahora, aquí, corrés mucho peligro. Preciosura.”
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