Vie 18.01.2013
soy

Sexo abarrotado

La vida sexual de hombres y mujeres privados de su libertad se conoce por sus mitos, sus fantasías, chistes y rumores. Adentro, la heterosexualidad suele quedar en suspenso mientras dura el cautiverio y también puede convertirse en otra cosa, que pocos están dispuestos a definir con un nombre. La figura del puto, del dueño o marido, de la pata de lana que corrompe a las mujeres hechas y derechas, recorre el discurso de las personas entrevistadas para esta nota. En un menú que va del enamoramiento al abuso, los encuentros sexuales en la cárcel no escapan a una lógica de la degradación que el sistema carcelario sigue sin desarticular.

› Por Mercedes Nieto

A Agapito Lencinas lo masacraron de cientos de puñaladas por cogerse a todos los pibes que entraban nuevitos al penal. Con su metro noventa, no sólo los sometía a ellos sino también a sus familias: la “visita” debía complacer con favores sexuales a los capos del pabellón. Entregar a tu mujer, a tu hermana, a tu prima como garantía de un plato de comida y de poder andar con tus zapatillas todo el mes. Los 12 Apóstoles, en el motín más sangriento de la historia carcelaria argentina, vengaron con sangre la traición de convertirse en buchones del Servicio.

“Agapito era un buen pibe, yo lo conocí en Olmos, pero la droga le voló la cabeza. Por dos pastillas empezó a entregar a todo el mundo, a laburar para la gorra”, cuenta Mario, quien pasó cuarenta de sus cincuenta y seis años como un saltimbanqui por las cárceles de la provincia de Buenos Aires. El ingreso de las drogas no sólo le voló la cabeza a Agapito sino que marcó una nueva forma de vivir en la cárcel. “Yo estaba en Olmos para la Navidad del ’89, y me acuerdo de que pasó un cobani ofreciendo sidra y se la compré con una cadenita de oro.” Mario había laburado bien esa temporada y los signos de la abundancia decoraban su cuerpo. En el ’95 recuperó su libertad. Una musculosa y un jean fueron sus únicas pertenencias. Lo demás se lo dejó al delivery del penal.

Mario, Gustavo y Yanina saben muy bien lo que significa cuidarse la espalda. Se especializaron en el arte del cuchilleo, la destreza de armar el “mono” en diez segundos, y la indigesta de garrones y otras impotencias. La mayoría son y fueron parte de la estadística que ubica al Servicio Penitenciario Bonaerense como el más grande del país, que recluta hoy cerca de 30 mil presos.

Todos coinciden en que el motín de Sierra Chica y la aparición de “los derechos humanos” marcaron un antes y un después tras las rejas. Gustavo comenta que después de lo de Sierra se ganó la visita íntima y la intercarcelaria, y que gracias a eso disminuyó la cantidad de abusos sexuales que se daban entre la población. Su tío, que estuvo preso el decenio completo de los ’80, le contó que antes se daban constantes violaciones, abusos y que hubo muchas muertes a raíz de eso. Agradece a Dios que no le tocó vivir esa época porque fue una parte muy triste de la historia.

La Prandi

Gustavo tiene 34 años y se la pasa repartiendo sonrisas. Su cara parece de látex, tirante, brillosa, prolija, no se le asoma ni una arruga, a pesar de que reniega y reniega todo el tiempo contra las arbitrariedades del Servicio Penitenciario. Jura que llevará su caso hasta la Corte Suprema de Justicia o hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Esa valentía nació cuando, siendo menor de edad, le pegó un tiro a un transa y salió victorioso. Después, el destino le jugó una mala pasada y se le dio vuelta la torta. Pasó de ser testigo a ser acusado de homicidio. Desde entonces pasa sus días en la Unidad Nº 45 de Melchor Romero.

Entró por primera vez a una cárcel en 2005, siendo un cachorrito. Allí se encontró con hombres que llevaban toda una vida adentro. Uno de ellos le confesó: “Cuando veo entrar a esos pibitos, bonitos, todos jovencitos, la veo a La Prandi, veo que viene caminando La Prandi”.

Entre rejas, cualquier compañero afeitándose la barba puede convertirse en la chica del almanaque de Fate o la diosa del reverso de los Rodeo x 20. Si bien es vox populi la existencia de las prácticas homosexuales en las cárceles, nuestros entrevistados sostienen que en la cárcel de ahora cambió mucho.

Mario, que vivió cuando la cárcel era otra cosa, asegura que las relaciones sexuales entre compañeros existían y que funcionaban como un desahogo sexual. Padrillos que sometían a los más débiles a cambio de protección y otras comodidades. Bajo el lema “el que da vuelta a un macho es dos veces macho”, piedra libre para demostrar la hombría sin contradicciones y exhibir ante todos la nueva adquisición: “Un puto”. Los putos sirven de desahogo sexual, calman las ansias, los apetitos de todos. El puto tiene un marido, que es el dueño del puto y el

Mario es la calcomanía exacta de Brutus: lleva en su brazo izquierdo una enorme ancla hecha en tinta china que lo asocian de inmediato con el marítimo personaje. Aunque ya es un fortachón venido a menos, conserva intacta su musculatura debajo de esas capas de grasa. Afirma que se jubiló de la vida delictiva porque ya está viejo para volver a pisar la cárcel. “Qué voy a andar robando para hacerme mala sangre con todos estos giles que hay ahí adentro; porque ahora hay que lidiar con los pibes y con la gorra. ¡Antes te convidaban hasta las estampillas para mandar las cartas! Ahora ingresás y te sacan hasta las únicas zapatillas que tenés, y lo peor es que lo arreglan con los cobani, ¡van mitad y mitad!”, aplaude y alza las manos al cielo con la nostalgia propia de cualquier abuelo que recuerda que todo tiempo pasado fue mejor. Con verborragia relata una tras otra anécdotas que dan cuenta de que ya no hay chorros con códigos, ni en la cárcel, ni en la calle. “Si caen en cana por robar estupideces o arrastrar a una vieja en la vereda. Todo es atraco y pura violencia. Antes pasábamos meses estudiando cómo, cuándo, si es por ahí, es por allá, toda una ingeniería antes de un asalto... Ahora cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”, y se ríe indignado, dejando al descubierto la ausencia de varios dientes, por los que religiosamente todos los miércoles viaja de Quilmes a La Plata para concurrir a los consultorios externos de la Facultad de Odontología. A cambio de nuevas piezas dentarias sin costo, presta su boca para que los estudiantes ensayen las novedades en perno y corona.

Infinidad de cabezas pasaron por sus piernas y por sus manos, que presionaron y presionaron por más. Mario reconoce que dio, que dio y que dio por cuanto pabellón estuvo. Si había un golpe de suerte y un puto caía de compañero de celda, ¡bingo, palo y a la bolsa! Satisfacción garantizada por toda la temporada.

–¿Y nunca te enamoraste?

–¿Cómo me voy a enamorar? No me voy a hacer homosexual por algo que empieza y termina ahí... Pero mientras tanto hay que desahogarse.

No vio a nadie enamorarse. Lo que sí vio fue agarrarse a puñaladas por “un puto”. Con su dedo dibuja sobre la mesa el mapa del patio interno de la cárcel del Olmos. Con una exactitud milimétrica relata la secuencia, dónde estaba este jugador, dónde el otro, cómo sacó el arma, quién corrió y para qué lado. Remata la novela diciendo: “Igualmente, ahora a los putos ya no los quiere nadie. Con la visita higiénica, el chat, al menos una vez por mes todos la colocan”. En las entrevistas es difícil obtener información sobre cómo es visto el “puto” y cómo el sometido. En todos los testimonios se da la constante de que el que habla, es el que no es ni fue sometido, ni es puto. Hablan desde lo que vieron o hicieron “otros”.

Privado de mi libertad, pero no de mis sentimientos

A la 1 AM se comienza hacer la fila. Entre las luces y sombras que el faraónico tanque de agua de la cárcel de Olmos delimita, la hilera va creciendo hasta que finalmente cerca de las 5 AM se comienza con la entrega de los números del placer. Cincuenta números a dividir entre las amantes de los más de cuatro mil presos que aloja la Unidad Nº 1.

Para la visita íntima, de contacto, higiénica, conyugal, se debe cumplir con un pergamino de deberes y obligaciones, incluido poseer buena conducta. De lo contrario, tanto el preso como su pareja se ven privados de este derecho. Pero como la cárcel es el lugar por excelencia de la transgresión, la visita clandestina asoma, legitimada por todos, especialmente por el Servicio Penitenciario Bonaerense.

“Las jerarquías en la cárcel son bien distinguidas. Los parias deben construir su reducto del placer entre frazadas y cartones, mientras que los estudiantes universitarios hacen de las instalaciones de la escuela una habitación en suite. Cuando sos universitario, podés estar desde las 8 hasta las 17, si querés, en bolas con tu pareja; en cambio, si estás en pabellón común, podés una o dos horas nada más, porque hay otros que quieren usar la carpa”, relata Gustavo, quien tuvo que reducir con sacrificio el número de mujeres que lo visitaban porque en el último mes se le había juntado el ganado y se le complicaba.

El acceso a los medios de comunicación favoreció el sostenimiento de las relaciones familiares y la aparición de nuevos vínculos con el afuera. Este derecho vino de la mano del paquete de conquistas ganado luego del motín de Sierra Chica, que incluyó además la regulación de las prisiones preventivas, la famosa ley del 2x1 que la mano dura de Blumberg borró de un plumazo.

Una línea telefónica por pabellón para hablar libremente hasta antes del engome. Con el teléfono, un negocio millonario abultó los bolsillos de los agentes del Servicio: la venta de tarjetas telefónicas. Junto con los puchos, las tarjetas se convirtieron en uno de los objetos más preciados. Son una herramienta de disputa, un bien de cambio e incluso una recompensa por las labores realizadas con el sudor de la frente. En marzo de 2012, la situación de esclavitud vivida en la cárcel de Batán volvió a poner en el tapete la corrupción penitenciaria. Los detenidos trabajaban para una empresa privada dedicada a la limpieza de ropa hospitalaria a 35 pesos por mes y una que otra tarjeta telefónica.

En los últimos años, el tráfico de teléfonos celulares viene ganando camino, pero no logra desplazar a la venta de tarjetas. Gustavo cambió su celular este mes. Se lo compró a $200 a un encargado de piso. Tiene minutos libres e Internet desde donde puede acceder al chat y a su página de Facebook, todos sitios de acceso prohibidos por la institución. A partir de esto y de su nick “Privado de mi libertad, pero no de mis sentimientos”, el amor no dejó de golpear a su puerta.

Para muchos, la línea hot, el phono chat, se convirtieron en la única herramienta de conquista, el as de espadas para volverse a sentir el rocho más rocho que conquistaba a todas por los bailes de Villa Tesei. Gustavo y Mario, conquistadores natos, afirman que ningún hombre hace el amor como un preso. Uno cuando tiene una novia, la tiene todos los días y se vuelve algo cotidiano; y un preso está esperando que venga esa chica, imaginándosela el día que va a venir... y no es fácil que venga, hay que conquistarla, hay que endulzarla, hay que comerle la oreja. Mario –en un acto de sincericidio– reconoce que el preso no se va a fijar si es linda o fea. “La abrazás y besás delante de todo el mundo, la hacés sentir una diosa, es la más hermosa de todas y seguro que si estás en la calle no la tocás ni con una vara. Pero el amor es efímero y el preso se aprovecha. La primera vez no le hacés traer nada y la hacés sentir como una reina, pero después empezás que tarjeta, que zapatillas, que esto, que lo otro...”

Campo de batalla

Luego de haber permanecido 48 horas en una comisaría y otras 24 en tribunales, donde pudo comprobar la obsesión libidinosa de los funcionarios policiales y judiciales con la desnudez, Yanina llegó a la Unidad Nº 2 de Devoto el día de su cumpleaños Nº 32. Nunca supo cómo, pero ese día un preso, con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas, la recibió con una torta. Al instante, otro la tomó del cuello y la estampó contra la pared.

–Tenés que arreglarme.

–¿Arreglar qué? Boludo, no hacía esto gratis en la calle, no lo voy a empezar a hacer acá –contestó asqueada, y se lo quitó de encima.

Transexual, directora de teatro, manager de discoteca, estudiante de abogacía, militante por la diversidad y finalmente absuelta por tenencia y consumo de estupefacientes. Un entrepiso diminuto destinado a almacenar cosas que no servían se convirtió por dos años y ocho meses en el depósito de Yanina. Allí estuvo alojada, separada del resto de la población mediante una escalerita que desembocaba en la reja de su celda. Cualquiera se podía llegar hasta ahí, sobre todo los agentes del Servicio Penitenciario Federal, que tenían el acceso directo: la llave. Sin embargo, Yanina afirma que nunca la tocaron. “Fui una excepción, porque vi chicas maltratadas, cosas impensables... Creo por sobre todas las cosas que no me maltrataban ni se metían conmigo porque yo era más inteligente que el tipo que estaba delante de mí. Si yo actuaba con inteligencia, iba a manejar la situación, por más que él tuviera el poder.”

Había dos entrepisos más en Devoto, destinados a travestis y transexuales que lavaban ropa para el pabellón de abajo, donde los presos pagaban con mercadería. A la noche, los muchachos podían subir hasta las leoneras para hacer lo que se pudiese, reja de por medio. También los penitenciarios requerían servicios sexuales que pagaban con maquillajes, tarjetas telefónicas y mercadería.

Yanina atribuye a la firmeza y seguridad con la que atravesó su detención lo que hizo que el trato con ella fuera diferente; y por el contrario, en vez de dar lástima por estar presa, aprovechó la oportunidad que el penal le ofrecía e ingresó al Centro Universitario Devoto, donde se puso a estudiar abogacía.

Actualmente, Yanina trabaja en el Inadi en la atención del 0800 de denuncias. Brinda asesoramiento en denuncias de violencia y abuso policial e institucional, como a los que ella fue sometida y denunció estando en Devoto; pero en la mañana de esta entrevista eligió contar otra parte de la historia.

Pasión de mujeres

Abrir por el área delimitada y retirar el preservativo con cuidado para no dañarlo con los bordes del envase, uñas, anillos, objetos cortantes, etc... Una vez sacado el preservativo, comprima el depósito del extremo cerrado para expulsar el aire. Colóquelo sobre el pene erecto, respetando el depósito para recoger el semen. Valeria sostenía el preservativo con su lengua. Cuidadosamente lo introducía sobre una banana a la que le faltaba bastante para madurar, siguiendo al pie de la letra las indicaciones relatadas por Alejandra.

–¡Corten! Vamos otra vez con esa escena.

–¡Pero sos pelotuda, Vanina! ¿No ves que la cámara toma todos los ruidos por más que estés a dos cuadras?

Rabiosa, Valeria vuelve a introducir por cuarta vez el preservativo en la banana convertida en pene erecto. Desenrolla cuidadosamente desde la punta hasta la base del pene, introduciendo su boca lentamente hasta que sufre una arcada y a la mierda la banana, las instrucciones y los preservativos que distribuye gratuitamente en Ministerio de Salud.

–Dejémonos de joder con esto, ¿quieren? Si acá estamos siempre entre nosotras, vamooos... saquémonos las caretas.

Los spots de la campaña para la prevención del VIH que las mujeres detenidas en la Unidad Nº 8 de Los Hornos estaban realizando dieron un giro de 180°: de la banana erecta al campo de látex.

Valeria araña los 45 años y lleva más de cinco detenida. Es madre de tres hijos varones que, junto a su marido, la visitan al menos una vez por mes, no faltan nunca. Confiesa que la primera vez que estuvo con una mujer fue entre rejas. Nunca le contó esto a su marido, pero afirma que él sospecha.

A diferencia de la cárcel de hombres, ellas se desviven por contar con quién, en dónde, cómo. Ríen de sus decires con una mezcla de sorpresa por las vueltas de la vida. “Quién te ha visto y quién te ve. ¡Pero qué bueno que está el ojete de Carolina!”

Si las relaciones lésbicas suelen ser más invisibles afuera, se podría decir que en la cárcel es al revés. Las mujeres construyen fuertes lazos afectivos durante el encierro. Las “doñas”, las más veteranas, se convierten en madres o abuelas de la pandilla. Aparecen de repente hermanas, tías, primas y amigas del corazón. La ranchada se constituye con la creación de la familia.

Jacki es una mini Valeria Mazza. Si no fuese por su metro cincuenta, ganaría pista en cualquier pasarela que se presente. Su cara de porcelana, su figura de 90-60-90, los hot jeans que calza y sus vinchitas de colores con las que aparenta ser una niña inofensiva. Nadie se resiste a esos faroles azules, sus enormes pestañas y el juego de ojitos que hace al estilo Betty Boop cada vez que necesita conseguir algo.

Tiene 23 años y un hijo de tres que dejó al cuidado de un pariente en la Isla Maciel. Hace menos de un año murió en un enfrentamiento el amor de su vida, Joni, el bandolero más poronga de todo Avellaneda. Ella estaba en cana y no pudo despedirse. El, por sus antecedentes, no podía ni mirar de reojo nada que esté por dentro de la ley. Ahora está de novia con el hermano de una compañera, un morocho que la atiende bien y la provee de todo lo necesario. Pero cuando la noche es larga y la tristeza infinita, la carne afloja.

–A mí me gustan que sean así, como pibitos. ¿Ves? Como ésa o aquélla –confiesa Jacki señalando a un par de chicas que visten de zapatillas, bermudas y camiseta de fútbol, pelo bien corto, lleno de pinchitos parados con gel–. A mí me caben los pibes, bien armaditos, bien vestiditos, no podría estar con una chica... así como yo.

En la cárcel, muchas mujeres inician un proceso de masculinización. Se dejan crecer los pelos de las piernas, adoptan vestimentas propias del género, modifican su forma de caminar, de mirar, de reír, de elegir.

Maira tiene siete hijos y espera el octavo. Es la típica morocha argentina. Pelo azabache, robusta, sonriente, verborrágica. Se recibió de capacitadora en prevención de enfermedades de transmisión sexual en uno de los talleres que se dictan dentro de la Unidad, y es quien encabeza la pelea por la obtención de preservativos femeninos.

–Yo solamente vi uno en el curso, pero dicen que por acá no se venden, y que salen como siete pesos cada uno.

Para combatir la hipocresía, Maira anda por todos los pabellones mostrando las habilidades que hace con sus uñas largas y filosas. De un saque corta el diámetro de preservativo y les explica a todas las chicas cómo hacer un campo de látex.

–¿Ves? Arrancás el borde así... Lo cortás con las uñas por el medio y ponés esta barrera de protección entre la vagina de tu compañera y tu boca.

Utiliza a la perfección el lenguaje aprendido en el curso. Repite las instrucciones una y otra vez, haciendo mímica y moviendo su lengua sobre el ahora campo de látex. Les aconseja dejarse, cual guitarrista novato, al menos una que otra uña larga, así no necesitarán de una tijera o de algún otro elemento para poder cortar el látex.

Maira está en pareja con una compañera desde hace varios años, pero por su nuevo embarazo será trasladada a la casa de la vuelta, a la Unidad Nº 33, destinada a mujeres madres. Su marido desconoce sobre quién ocupa también el corazón de Maira, por lo que muchas veces tienen que lidiar para que el SPB no la escrache cuando su familia va de visita.

En muchas oportunidades son los agentes del SPB quienes se encargan de comunicarles a las familias sobre las relaciones lésbicas que mantienen las detenidas. Lo hacen dejando mensajes anónimos en la visita de contacto, o contándoles como al pasar a los maridos que aquella muchacha de la esquina es la pata de lana.

Varias de las mujeres mencionan como una “pausa” ese lesbianismo temporario que experimentan durante su detención. Algunas manifiestan que, una vez recuperada su libertad, volverán a su vida hétero. A otras las acecha el fantasma de la duda.

En el micromundo carcelario las hay de todas formas y colores: lesbianismo consentido; lesbianismo circunstancial; abuso sexual y violaciones; bisexualidad; relaciones heterosexuales. La mayoría de estas prácticas se realiza en la clandestinidad, ya que existe un vacío en el abordaje de las cuestiones de género en una cárcel construida por y para hombres.

La lucha por la igualdad de género, la no discriminación, el respeto a las identidades sexuales viene ganando terreno desde que las organizaciones sociales irrumpieron en las cárceles y desde los nuevos marcos regulatorios como la ley de identidad sexual y el matrimonio igualitario.

A principios de este año, dos trans detenidas en la cárcel de Coronda solicitaron ser alojadas en un penal de mujeres y en breve serán trasladadas a la Unidad Penitenciaria Nº 5 de Rosario. Algunos tribunales federales autorizaron, luego de largas batallas, las visitas de contacto entre personas del mismo sexo, y varias de las parejas homosexuales pudieron gozar de su intimidad como cualquier hijo de vecino. Estos casos aislados son la punta del iceberg de un cambio de paradigma que pegará de lleno contra los muros de la homofobia penitenciaria.

Pero, mientras tanto, otros se siguen quedando con las ganas; y las chicas, dejando sus uñas largas.

Los y las protagonistas de estas historias saben mejor que nadie que la cárcel es, fue y será un lugar de exterminio. Convirtieron sus cuerpos en campos de batalla, experimentando el placer como una estrategia de supervivencia. Y vivieron sus orgasmos como un acto emancipatorio.

Cárceles: reducto construido por y para hombres

En la Argentina hay 65 mil presos y presas. Entre 1997 y 2010, la población carcelaria del país creció en un 95,5 por ciento. El Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) posee sesenta dependencias repartidas por toda la provincia de Buenos Aires, donde aloja a 27.991 detenidos y detenidas. De éstos, el 60 por ciento se encuentra en prisión preventiva, son inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

1205 mujeres se encuentran privadas de su libertad en la provincia de Buenos Aires. De ellas, 74 son madres de 91 niños y niñas que viven con ellas en el encierro.

La población LGBT es una minoría en las cárceles del país. En los últimos años se han acondicionado pabellones para alojar a la comunidad en el Complejo Penitenciario de Florencio Varela y en el Complejo Federal I de Ezeiza.

Fuente: Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc). Comisión Provincial por la Memoria - Comité contra la Tortura. Secretaría de Política Criminal e Investigaciones Judiciales del Ministerio de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires.

Colaboración en entrevistas: Ivan Duran, Carolina Gutiérrez Gómez e Ingrid Rodríguez

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