Convirtió a la epopeya griega en un valle de pasiones, al deseo en fogosa ambigüedad y a la vejez en cuerpo de celebración. Se cumplen 150 años del nacimiento de Kavafis y aprovechamos para besarnos sobre su tumba.
› Por Walter Romero
”Que nadie intente descubrir quién soy, por mis acciones más inadvertidas, por mis más velados escritos, sólo a través de ellos quiero ser entendido”, confesó el poeta Konstantinos Kavafis (1863-1933), de quien se cumplen ciento cincuenta años de su nacimiento. A través del lírico “rescate” de una miríada de pequeños-grandes gestos protagonizados por héroes de ampulosos nombres griegos o bizantinos o por hombres sencillos, “arrebatados” a la vida real o totalmente inventados, Kavafis supo extraer sensualidad tanto de los recovecos de la historia como de los “pliegues de la vida”. En su poesía –donde no hay ni un solo atisbo heteronormal–, Aquiles y Patroclo no aparecerán tal como los conocemos en la epopeya, sino al desnudo –y en un amor tan concreto– como si de la pasión de cualquiera de nosotros se tratase.
El último y bien amado de los nueve hijos de la rica –y luego desavenida– familia Kavafis entendía que la historia y la mitología griegas eran, en verdad, una “lucha sin fin”: Patroclo mata a Sarpedón, Héctor le da muerte a Patroclo, Aquiles se ensaña por siempre con Héctor. ¿Quién venga a quién?
El vate griego –o filoheleno–, nacido en la diáspora de la Alejandría egipcia, es el poeta que sorprende al muchacho que, por primera vez, “trasnocha, es arrastrado”, y queda inmortalizado en ese momento único –de un paganismo letal– en que “se convierte en algo digno de nuestros ojos”, en la “captura” de ese joven –todavía “hipnotizado por el ilícito placer que acaba de conocer”–, la belleza es sorprendida in fraganti.
Kavafis es el observador de la vida de los muchachos en flor que atraviesan las calles astrosas de esa Alejandría lateral, que recorren su puerto en espera del deseo, que flirtean en las tabernas y se acuestan en esos burdeles que le dan “carne a la carne”. Es en esa urbana verdad donde darán rienda suelta a un intimísimo placer, “alegría e incienso de la vida”. Al festejar ese goce, y su azar –el más real de los dioses–, Kavafis se vuelve un poeta del cruising: “Estaban entre otros muchos/ junto al escaparate iluminado de una vidriera./Sus miradas se encontraron casualmente/y, con timidez, titubeando, expresaron/el ilícito deseo de sus cuerpos./Después, unos cuantos pasos inseguros por la calle/hasta que sonrieron y asintieron levemente con la cabeza.// Y ya en el coche cerrado,/el sensible aproximarse de dos cuerpos, las manos cogidas, los labios juntos”.
En Kavafis, la juventud es un engarce de edades, cuya diadema va de los dulces veinte años a la “alta capacidad sensual” de los treinta: Quimón y sus pulsiones de las veintidós primaveras, Cleito –el bello soñador– de veintitrés, el joven poeta de veinticuatro, el alejandrino “maduro” a sus veinticinco, el muchachote de veintiséis y su atractivo fatal... Kavafis no es sólo el poeta de los jovencitos, sino también –y, en contraparte– el poeta que “trata” la inefable vejez del deseo o la trepidante soledad de quien añora tocar alguna tersa piel y ya no puede: “La vejez de mi cuerpo es una herida de despiadado cuchillo”. ¿Su antídoto? “Trae tus drogas, Arte de la Poesía.../que al menos alivien mi dolor por un rato”.
Kavafis es, también, un poeta de la materia: “Kavafis no habla la palabra (Lacan), habla, una vez más, la cosa”, según dijo Pasolini. Lento en darse a conocer, y nunca satisfecho en la transmisión de su obra, es un poeta que jamás creyó que un poema pudiera llegar a su redacción final. Acaso con el pudor de quien sabe que reparte del deseo, su mejor instantánea, el poeta empezó distribuyendo manuscritos sueltos de sus poemas, a los que luego siguieron folletos, a los que, más tarde –acompañando la evolución de su voz y su salida del closet– transformó en feuilles volantes –mezcla de hojas sueltas y de opúsculo– al que añadía –clips mediante– nuevas separatas de poemas agregados, siempre hechos a mano. En el final de sus poemas más extraordinarios, en una verdadera poesía “emergente” –o del pop-up– Kavafis perfeccionó “su método” cosiendo a mano esos panfletos, con el agregado de unas pocas hojas que se abrían como un abanico.
Antes de 1911, sus versos expresaban una reticencia que volvía sus poemas joyas de ambigüedad e insinuación; después de 1911, un erotismo franco y afligido (¡la carne es triste!) ganará cada vez más espacio. En muchos de los últimos poemas podríamos decir que el poeta es visitado, como en una lírica alucinación, por su cuerpo de ayer. Como en la escultura griega del Discóbolo –que quizá se trate de un amado del dios Apolo, de nombre Hyakinthos, a quien el dios habría matado sin querer– la poesía de Kavafis se reconoce en ese atleta (del sentimiento) cuyo cuerpo habita en una torsión que implica un adelante y un atrás, oscilación efectiva para que el lance se realice.
El año 1911 representa el blanqueo de sus referencias homoeróticas, iniciadas en 1902, bajo el período conocido como “El Kavafis de la letra T”, donde con ese signo rotula el equívoco nombre de un amante: “Esta tarde se me cruzó por la cabeza escribir sobre mi amor. Y sin embargo no voy a hacerlo, tal es la fuerza que tienen los prejuicios. Yo me estoy librando de ellos muy de a poco, pero pienso en quienes son sus esclavos, y bajo cuyos ojos podría caer este papel, y me detengo. ¡Cuántos miedos! Sin embargo, anotaré la letra –T– como insignia de este momento”.
Kavafis, aunque la ame profundamente, se lamenta del “encierro” de su Alejandría natal; sus patrias amorosas e intelectuales han sido, en sus signos positivos y negativos: la Inglaterra de su juventud, donde aprendió el idioma inglés, pero de donde provino la debacle familiar; la Atenas real de sus escritos, a la que, paradójicamente, conoció en breves estadías, y la monumental Constantinopla, donde su apetito se acrecentó en incursiones con su primo Yorgos, que representó un glorioso pero a la vez doliente desarrollo de su sensibilidad, camino que sería la inspiración y el monodrama central de toda su obra.
Kavafis pasó más de treinta años –primero como copista y luego como responsable total de la correspondencia– en el “Servicio de Riegos” de un ministerio público: su tarea no bien remunerada pero tampoco exigente le permitió profundizar el vicio y la escritura. Un cáncer de laringe lo dejó sin voz y tuvo que depender de una libreta para poder comunicarse; allí escribía notas –o últimas impresiones– que ordenó como si fuesen (también) parte de sus refinados, estoicos y hand-made versos.
Con Kavafis se morirá el amante más dilecto de las Moiras: el poeta que celebró, como nadie, los “hermosos cuerpos de aquellos que murieron antes de hacerse viejos”. Para los que a sabiendas (o no) se malograron, para los “ahogados por accidente”, para las víctimas tardías o tempranas de viejas y nuevas pestes, el poeta erigió con bellas palabras –y en esa lengua ideal que es el griego– el más suntuoso de los mausoleos. Acaso para esos “elegidos” Kavafis redactó, durante toda su vida, epitafios que ornan la muerte: todos aquellos cuya belleza ha quedado “a resguardo” son la (re)encarnación de Endimión, el más bello de los mortales, de quien se dice que Selene (la Luna) se enamoró locamente, pidiéndole a Zeus que lo preservara en un sueño eterno para que ella pudiera visitarlo (y amarlo) todas las noches.
Este epigrama podría grabarse en su losa: “No me reprimí. Me entregué completamente y fui,/fui hacia aquellos placeres que eran medio reales,/medio forjados por mi propia mente,/entré en la noche brillante/y bebí un fuerte vino,/como los campeones del placer beben”.
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