Vie 26.04.2013
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Sida y circo

Este 30 de abril se cumplen 30 años del primer multitudinario evento que se hizo en Estados Unidos para recaudar fondos para la investigación del sida. Fue en el Madison Square Garden, con un público diverso y un espectáculo circense que reproducía la adrenalina y la sensación de riesgo que se vivía en la platea y en una parte de la población. Emocionantes y fallidos pasos de una militancia gay que tardó un tiempo en sortear las trampas de la estigmatización.

› Por Kado Kostzer

Mi respeto por la tarea que lleva a cabo Pietro Salemme desde su biblioteca lgttb Hermes Villordo, me invita cada tanto a revisar mis libros y papeles para efectuar donaciones (palabra pomposa para simples aportes). La tarea no es grata, implica en cierta medida poner la casa (y la cabeza) patas arriba e intoxicarse con el polvo del tiempo que no conoce la misericordia (¿debería?). En cuanto a los ácaros, por ser hijo de librero, nuestra relación es de mutuo respeto, aunque en pruebas de alergia los resultados digan que el tratado de no agresión es más frágil de lo que creo. Cuando, por fin, me animo a la desarmonía de cajas por todos lados, cada hallazgo viene acompañado de un recuerdo que quizá no quiero recordar. En uno de estos momentos de expurgación apareció un programa: A Benefit to Fight AIDS (Beneficio para la lucha contra el sida) y en pequeñísimos caracteres, Kaposi Sarcoma. Fue como si de repente un acontecimiento sucedido hace exactamente ¡30 años! cobrase vida.

Regresando de París a mi recuperado Buenos Aires, quise pasar por Nueva York para ver amigos. El mismo día de mi llegada, el sábado 30 de abril de 1983, me esperaba lo que sería un gran evento de la comunidad gay. Me tenían reservado un lugar en el sector más privilegiado del Madison Square Garden. El acontecimiento presentaba ribetes populares. Mientras que la admisión para un show de Broadway llegaba a 47 dólares, aquí los precios rondaban los 10 para que nadie faltara, para que cada una de las 17.601 localidades del legendario estadio fuera ocupada por preocupados individuos alertas de un peligro que no perdonaba vidas. No se trataba de un match de box ni un gran recital, el renovado espectáculo del circo era el pretexto. Y no cualquier circo, sino el más famoso de los Estados Unidos, el Ringling Brothers and Barnum & Bailey. El mismo que en mi niñez me había provocado sobresaltos, emociones y placeres desde la pantalla cuando Cecil B. de Mille lo eligió como marco para su film El espectáculo más grande del mundo.

Una sigla fatal

El 3 de julio de 1981 aparecía por primera vez en un medio influyente, The New York Times, una noticia en la que se hacía referencia a un “raro tipo de cáncer hallado en 41 pacientes homosexuales”. Lo que más tarde sería bautizado científicamente con la sigla AIDS o sida, en esos oscuros comienzos periodísticamente se denominaba con desprecio “peste rosa”, rosa el color asociado con la delicadeza, con la feminidad, y se decía que atacaba a los inhaladores de nitrito de amilo, un vasodilatador conocido como poppers o a los que practicaban el fist-fucking.

Pasaron cerca de dos años en los que la comunidad gay neoyorquina, y en mucho menor grado la internacional, vio caer decenas de amantes, parientes y amigos. Se hablaba de epidemia. Desde más de un púlpito vociferaban: “¡castigo divino!”, “¡ira de Dios!”. Los más paranoicos, de “virus prefabricado”. Los obituarios recurrían a “rara enfermedad”, casi un eufemismo que resultaba acertado. Las conjeturas eran diversas y la ciencia, ante un enemigo desconocido, carecía de armas.

El evento se proponía recaudar fondos para proseguir la investigación sobre el virus. Mientras esperaba el comienzo de la función, comenzaron entre mis anfitriones los “¿te acordás de...?”. Sí, claro que me acordaba de los Toms, Dicks o Harries que habían muerto en los seis meses desde mi última visita a la ciudad. Y el sentimiento generalizado era ¿quién será el próximo?

En un coffee-shop de las inmediaciones del MSG veíamos llegar al ecléctico público que tenía un único fin, colaborar. Todas las etnias, todos los subgrupos, todas las vertientes, todas las éticas y estéticas estaban presentes. Latinos y wasps, leathers de agresividad maltrecha e intelectuales de gran discreción, judíos con kipá y lesbianas solidarias, asiáticos y negros de un sinfín de tonos, hippies trasnochados y punks incipientes, niños bien de Park Avenue y rapaces del Bronx, mariquitas (ya entonces out of fashion) y familiares de víctimas, straight people y travestis... Un arco iris al que se le habían sumado unos cuantos colores muy bienvenidos.

Símbolos obvios, pero inequívocos

El programa-souvenir, que hoy vuelvo a hojear (por algo se llama souvenir), ilustraba en la abigarrada portada, con una variante en el interior, las características del evento: omnipresente una fiera amenazante, ¡el tigre de Bengala! En una de sus garras una esfera cubierta de estrellas de cinco puntas (que podían caer o apagarse). Símbolos obvios: el mal y el universo gay en situación de peligro. Aquí y allá en el diseño, enmarcado con un grueso borde negro, aparecían en pequeña escala trapecistas y equilibristas (que pueden sucumbir al vacío desde su cielo de artificio) y un mago chino (poderoso) rodeados de más estrellas. Acumulación de símbolos. Posibles víctimas y la ciencia como magia curadora. A la vez el felino, el chino y los acróbatas representaban el circo. Gay Men’s Health Crisis, Inc., GMHC (organización para la emergencia sanitaria de los varones gay) circunscribía equivocadamente el tema a una minoría. De todas formas, la iniciativa de recaudar fondos para la investigación y la asistencia de enfermos era bienvenida, sea cual fuere el sector que la promovía.

A la América, del Norte, del republicano Ronald Reagan, le preocupaban otros temas y no la peste de un ghetto. Pero Nueva York no es representativa de los Estados Unidos. Nada tiene que ver con “la América profunda”. Sus políticos lo saben. En las primeras páginas del programa se incluía un facsímil de una carta del gobernador de Nueva York Mario Cuomo que, luego de una serie de consideraciones, declaraba el AIDS Awarness Month, es decir el mes de concientización sobre el sida. Idéntica adhesión asumía el alcalde Edward Koch. No podía ser de otra manera en un estado donde el voto gay puede ser decisivo para un candidato.

En la página siguiente aparecía el presidente del Directorio de Voluntarios, Paul Popham, un veterano de Vietnam, gestor e impulsor del evento. La pionera institución de resistencia, que agrupaba a especialistas en todas las ramas de la ciencia, asesores legales, expertos en comunicación y 400 bienintencionados solidarios, ya entonces llevaba impreso medio millón de folletos; contaba con 25 personas, bien entrenadas, que habían respondido más de 5 mil consultas telefónicas anónimas; se había ocupado de la atención de más de 300 pacientes y ampliaba la capacidad para los 800 nuevos enfermos previstos.

Las 114 páginas del programa ilustraban, cual abanico multicolor y multisabor, el mundo gay y sus gustos: anuncios de los restaurantes de moda, de los gimnasios fashion, de las comedias musicales de Broadway, de los bares in (muchos de los cuales donaban las recaudaciones de ese día), de las tiendas que ofrecían todo para la estética, para la elegancia, para la salud o que daban los “pasaportes de pertenencia” con los símbolos y hábitos que el consumismo exigía incorporar. Conmovedores eran, en cambio, los recordatorios de los seres queridos caídos en la batalla que ocupaban páginas y páginas. In memory... A la memoria... In memoriam... Algunos anónimos, “En memoria de los amigos que no pudieron compartir esta velada”, otros más explícitos con períodos de tiempo breves en los paréntesis debajo de sus llorados nombres (1950-1982) (1943-1981) (1947-1983)... y las firmas de los conmovidos deudos. Llamó poderosamente mi atención un avisito de los más pequeños: “Para Mr. Nick, las mujeres de mundo que vestimos tus primorosas creaciones honramos tu memoria. Tus amigos y familiares te amaremos siempre y extrañaremos”. La Congregación Beth Simchat Torah, sinagoga de lesbianas y gays judíos, se hizo presente también con una página donde enumeraba a sus fieles desaparecidos y con una segunda de apoyo a los organizadores de la velada.

Gracias a la vida...

Un judío homosexual y una negra, no elegidos al azar supongo, sino por su talento y representativos de minorías, abrieron la velada. Leonard Bernstein, comprometido con el tema de la discriminación desde su West Side Story (Amor sin barreras) apareció elegante y majestuoso, saludó al auditorio con una serena sonrisa y frente a la orquesta alzó su virtuosa batuta para dirigir el Himno Nacional cantado por Shirley Verrett, la mezzosoprano mimada del Metropolitan Opera House. “Oh, say, can you see, by the dawn’s early light”...Como yo no tenía por qué saber esas estrofas, casi en silencio iba recordando los versos de Violeta Parra “Gracias a la vida/que me ha dado tanto...”.

El espectáculo circense, de estética chirriante y tierna vulgaridad, nos transportó a un mundo de infantil inocencia. Pleno de peligros, de riesgos, pero siempre sorteables. En la pista los malabaristas desafiaban la ley de gravedad y todo volvía a sus imantadas manos; el temible leopardo se convertía frente al hábil domador en un juguetón gatito; los intrépidos del péndulo de la muerte lo hacían oscilar hacia la vida; los trapecistas hacían piruetas en el aire y sus seguros dedos se aferraban con precisión milimétrica a la barra justa, a la soga indicada o a las confiables manos de otra águila humana que también desafiaba las alturas; los clowns caían de bruces, se golpeaban con martillos gigantescos pero se recuperaban al instante más que divertidos... Y cada proeza era ovacionada, porque en ellas se lograba lo imposible. Celebrar a esos artistas era celebrar la suerte de poder estar esa noche allí, en lo que se calificó entonces como “el evento gay más grande de todos los tiempos”.

Al finalizar el show abandonamos el estadio cubriendo la 8ª Avenida de interminables caravanas. En esa marea humana las diferencias exteriores que había notado cuando esperaba para entrar habían desaparecido, también la euforia que quedó encerrada en el vacío recinto. No importaba hacia dónde nos dirigíamos. Ibamos todos juntos. Reinaba el silencio más profundo.

Hoy, en el 2013 en Argentina, cuando resuena con perniciosa insistencia la palabra bareback (del lenguaje ecuestre: montar al pelo, es decir prescindir del condón) y una inexistente campaña de prevención cuyo slogan muy bien sería “sida para todos”, se hace más significativo el recuerdo de la titánica lucha de aquellos pioneros y esa velada circense en la que 17.601 personas, incluido yo, clamamos por la vida. Una noche de la primavera neoyorquina de 1983, luctuosa pero optimista, de tristeza y de alegría, de lágrimas de pesar y de emoción, de desazón y de esperanza.

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