Icono queer y objeto de deseo más para las chicas que para los chicos, Cat Power viene a presentar su disco Sun a la Argentina. Con promesas de sentar cabeza, aunque sin precisar dónde, ahora que ronda los cuarenta llega con canciones autoproclamadas feministas y provocaciones tan eróticas como ambiguas.
› Por Dolores Curia
No se sabe si son las ganas de su público, su manera de caminar siempre en el borde o las dos cosas. Ya sea porque la reversión en clave queer del himno hétero de Serge Gainsbourg, “Je t’aime (moi non plus)”, que canta a dos voces, en inglés, junto a Karen Elson, es infinitamente hot y lésbica. Ya sea porque se hace un espacio en la lista de intérpretes de cuanto festival lesbofeminista aparece (donde la recibe una audiencia con los brazos abiertos), incluida la de Los Angeles Gay & Lesbian Center, cada año. Ya sea porque figura en las listas del tumblr “Lesbianas que no se parecen a Justin Bieber” (contracara del pionero “Lesbianas que se parecen a JB”). Ya sea porque en la web de entretenimiento torta AfterEllen.com varias navegantes se secan la baba mientras comentan sus videos. Por todo esto son muchas las que coinciden en lo abiertamente codiciada que sería Cat Power (cuyo verdadero nombre es Chan Marshall) si un día decidiera (si es que, como dicen, está adentro) salir del closet. Y es fácil darles la razón, aunque esta voz ya-no-tan-indie haga temblar los puntos de referencia cuando de prototipos de cantantes queer se trata. Es demasiado tímida, antidiva y mayor (en años, tiene cuarenta) para ubicarla cerca del modelo Lady Gaga. Y, sin embargo, podría ser un gris en la línea que va desde una belleza sufriente como Fiona Apple hasta Beth Ditto (aunque Cat haya sido siempre tantísimo menos freak, menos gorda y plantada que la voz de Gossip). De cualquier manera, Chan Marshall dura poco dentro de cualquier molde, y la salida de su disco Sun la ubica también lejos de la etiqueta de reina de la inestabilidad emocional que se supo ganar y muestra el resultado de una transformación.
Después de seis años de silencio, con un material nuevo en la calle, Cat Power pide, como ella misma dice, “ser tomada más en serio”, sin que por eso se haya sacudido del todo de aquella mística trágico-romántica que tanto pega con sus rasgos hipster, como –por nombrar uno– juntarse a tocar el ukelele con Eddie Vedder.
La metamorfosis es evidente y un signo de ella es su exilio de Manhattan para vivir (o, por lo menos, mostrarse viviendo) en Miami con un bulldog francés, tomando de esos tragos con paraguas decorativo, sentada al borde de la pileta. Parece que sus zambullidas en el lado oscuro son parte del pasado, y que las cambió por margaritas en South Beach (no sin nostalgia, el video de “Manhattan” es la prueba). Poco le queda de la imagen de artista torturada que le sirvió para que The New Yorker la calificara como un híbrido entre las almas de Patti Smith y Nina Simone. Menos terapia, más tequila, podría ser uno de los mensajes cifrados entre los tracks de Sun. En la tapa del disco, un arco iris le cruza la cara lavada (ahora, más tomboy que nunca, con el pelo cortísimo). “Siempre me he vestido como un pibe”, dice Chan Marshall, como si hiciera falta dar alguna explicación sobre su androginia desgarbada que ni su participación en la campaña de Chanel pudo torcer. Parte de su estilo neogrunge, que arrastra en cuotas desde finales de los ’90, todavía se ve intacto en esos buzos con capucha varios talles más grandes.
Desde el principio, su fama de outsider, si bien no la opacó del todo, sí le hizo sombra a su música. Sobreviviente de una genealogía de alcohólicos (cuenta que su madre, que era cantante de soul, le ponía cerveza en la mamadera para dormirla rápido), pasó una infancia sin amigos (“era de esxs niñxs que siempre están solxs en los recreos) y dejó el colegio y el hogar. Después de muchas vueltas por el sur (incluida una estadía en Atlanta en una casa de la que entraba y salía esquivando yonkis), llegó a Nueva York. Reunió algunos géneros autóctonos estadounidenses –rock, gospel, blues– y los pasó por el tamiz de su voz de fumadora y su acento. Por casualidad la descubrió Steve Shelley, de Sonic Youth, quien la convenció de grabar sus dos primeros discos, Dear Sir (1995) y Myra Lee (1996). Luego vinieron Moon Pix (1998) y The Covers Record (2000), You Are Free (2003), y otros dos discos de covers: The Greatest (2006) y Jukebox (2008), lleno de homenajes a Joni Mitchell, James Brown, Sandy Denny y Janis Joplin. Mientras, la secta de sus fans se fue engrosando, así como el mito (con elementos muy reales) sobre su melancolía, sus fobias y su pánico escénico.
Ella misma cuenta que en sus peores momentos llegó a pasar un año sin salir de un cuarto de hotel. En muchas de sus presentaciones se la pasó deambulando en el escenario o manteniendo diálogos en pleno show con personas invisibles. Mucho de esto fue atribuido a problemas con la bebida. De allí, la seguidilla intermitente de declaraciones sobre la cantidad de meses que llevaba sobria, nuevas recaídas y vuelta a empezar. En 2006 sufrió un brote provocado por el estrés, el alcohol y rupturas amorosas, lo que terminó en una confesión suicida. Estuvo internada en un neuropsiquiátrico del que se escapó a la semana. “A veces el público está ahí y entro en pánico. Me pierdo y me digo: ‘Vamos, Chan, ¿y ahora qué canción sigue? ¿Qué canción?’. Y no puedo cantar, no me puedo concentrar y creo que me odio a mí misma.” Algunos shows más que traspiés fueron verdaderos colapsos con público. Como aquel de 1999 en el que terminó llorando, en posición fetal, con la mejilla estampada contra el piso del escenario pidiéndole que alguno de la audiencia por favor le golpeara la cabeza con un palo. Mientras, los más piadosos antes de irse del lugar se acercaban a darle unas palmaditas en la espalda.
Todo eso parece haber quedado atrás con Sun, el disco que por estos días viene a presentar a Buenos Aires. El sol como metáfora (no muy rebuscada, hay que decirlo) de este nuevo brío alegre le da nombre a un álbum que tiene momentos –creer o reventar– que se dejan bailar, algún tema salsero y algún otro influenciado por el hip-hop. En el video de “Cherokee” –que dirigió la misma Chan y que además tiene una versión remix de Nicolas Jaar– se la ve bastante butch haciendo dedo en el desierto e interactuando con soldados estadounidenses que se mueven por el campo de batalla como si de un escenario de Counterstrike se tratara. Y hay más: en Sun, Marshall toca cada nota de cada uno de los instrumentos, ejerce un control milimétrico, y todo habla de un nuevo estado, muy distinto del de llorar por los rincones por aquel ex novio que la dejó por una supermodelo. Marshall escribió “Nothing but Time” para su ex hijastra adolescente que era víctima del bullying escolar. “Ella por esos días había descubierto y se había vuelto fan de Ziggy Stardust, así que llamé a David Bowie y también a Iggy Pop para preguntarles si querían colaborar con ese tema para mi disco. Bowie no pudo, pero Iggy me dio su ok.” “It’s up to you / to be a superhero / It’s up to you / to be like nobody”: los once minutos de “Nothing but Time”, en los que Iggy la acompaña, parecen la voz de la autoestima en reconstrucción, de alguien que mira ahora su pasado tal vez con mayor conciencia de género. Cat Power se preocupa por subrayar que “3, 6, 9” no es una “canción de amor” sino de autorrespeto, “que también debe ser un aspecto ineludible para el amor”. “You got a right to scream / when they don’t want you to speak”, les canta Cat –quien dice haber estado elaborando su propia lectura del feminismo– en “Human Being” a las voces obligadas a secundar. La soledad es ahora autoafirmación e independencia; por eso un título como “Always on my Own” en este panorama se lee menos como “Siempre sola” y más como “Siempre en la mía”.
Cat Power se presenta
el jueves 23 de mayo
en el Teatro Coliseo,
Marcelo T. de Alvear 1125.
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