ELEGANTE SPORT > CARTA DE LA LOCA A MARAVILLA MARTíNEZ
› Por Alejandro Modarelli
... no vuelvas a resbalarte. Porque el rival sin ángel Murray tiene que saber que un campeón como vos no es un toro azuzado que se dirige al sacrificio —detestás esa “épica de ir siempre para adelante”—, ni un gato huidizo que se conserva sobre el mueble más alto. Hay que estudiar la posición de donde se sale a golpear si se golpea, matemáticas del ascenso que cursaste no tanto para liberarte de la pobreza legendaria del conurbano bonaerense sino para sumar millas en la nómina de las nuevas leyendas globales de alta gama. Aprendiste a dominar los bemoles del lenguaje, cuando tus colegas no podrían siquiera superar un examen de lectoescritura. Y como si se tratase de otro entrenamiento necesario para tu carrera, fuiste ejercitándote en la ambigüedad de las apariencias: “Me divierte que piensen que soy gay sólo porque no me como las eses”. Hacés bien, querido; la época exige desatar el nudo de la masculinidad machorra y encantar a varones y mujeres con las armas de una sensibilidad bien administrada. Hacele caso a tu costado femenino, dice el aviso. Aunque el bello juego de anfibio tiene un límite; si las formas imprecisas autorizan ciertas conjeturas, hay que saber desmentir a tiempo los rumores de las prácticas. “Poné que me gustan las mujeres, son mi debilidad.”
La clase media desprecia los excesos atribuidos a la mala educación, que es sinónimo de mal gusto, sobre todo cuando el protagonista es bruto sin redención, llega del barrio bajo y por más que se vista de seda, mona queda. Por eso admira esa manera tuya de moverte con tanta finesse en un mundo de machos alfa hurtados a la calle que casi siempre terminan mal, por pura pasión de abolición. Cuando te adornan con el término celebridad, decís lo que se espera de un ídolo para toda la familia: “Celebridad es Ernesto Sabato, no yo”. A Majul le asombra que, siendo un boxeador, tu casa no destile grasa de última generación, ni que la lujuria o las drogas te hayan devuelto al pozo como a Tyson, o la violencia criminal desterrado a la cárcel, como a Monzón.
Me acuerdo de que cuando la Justicia encerró en 1988 a Carlos Monzón, acusado de matar a su mujer, muchas locas de la época fantaseaban con ser compañeras de celda, al modo de una mujer araña. En toda sobremesa se rememoraban los años voluptuosos del boxeador y Susana Giménez, se rivalizaba en contar anécdotas traficadas por conocidos de conocidos, se debatía sobre el legendario tamaño viril del ídolo, si había ejercido de bufarra con no sé qué actor o director famoso. En fin, el bruto era además un mito sexual indiferenciado; mujeres sin tabúes, varones sin mujeres, muchos se imaginaban bajo el miembro prodigioso del criminal, en aquellos años donde un campeón como vos, Maravilla, jamás hubiera elegido jugar en el registro gay friendly de las maneras.
Es que, heterosexual o metrosexual, sos el hijo sudamericano migrante de la generación Barrio de Chueca. Bien lejos de la tosquedad madrileña de un Torrente, el brazo tonto de la ley. Y ni hablar de tus colegas argentinos, que han hecho de la masculinidad paleo su carta de ciudadanía. ¿Será por eso que —pasión por la estadística la mía— encontré en las conversaciones maricas de los últimos días una cierta nostalgia por el primitivismo perdido? Mucha loca piensa que habrá que ir despidiéndose de espaldas, como Liza Minnelli de su amante en Cabaret, del Carlitos Monzón conceptual, el que decía una leyenda porteña se había pasado hasta a Alain Delon, su miembro enhiesto que no reconocía límites geográficos ni identitarios. Nadie podía imaginárselo rogando se acredite, como vos ante el periodista de Rolling Stone, la orientación de su deseo carnal.
Mi embellecido Maravilla, el de la boca equívoca, el de la vida sexual que no hay rumor que termine de instalar en esta o en tal vereda y hoy es parte del negocio de un mito canchero, te confieso que yo, que alguna vez soñé con ser mujer araña de Monzón, te sueño como el marido ideal, pero para una hija mía imaginaria.
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