ODIOS ENCONTRADOS
› Por Kado Kostzer
Homofobia. El término es relativamente nuevo, en 1971 lo acuñó el psicólogo norteamericano George Weinberg. Sin embargo, la incomodidad, la aversión, el rechazo e incluso el odio hacia los homosexuales, especialmente masculinos, son antiguos o, mejor dicho, ¡viejos! Antiguo tiene una connotación de entrañable y hasta de valioso que no va con sentimientos, seguramente difíciles de llevar a cuestas, en este siglo XXI donde parecería que, en ese tema, el cielo algo se aclara.
En el mundo del espectáculo y de la cultura, donde abundan judíos y homosexuales y homosexuales judíos, parecería que no existen los respectivos prejuicios. Nadie se atrevería, ni se lo permitiría, aunque lo pensase, en calificar a un colega de “judío de mierda” o “puto de mierda”. Cuando sobrevienen las querellas, nunca el tema racial o la elección sexual salen a relucir entre los epítetos que pueden llegar brotar de bocas repletas de cólera.
Sin embargo, vienen a mi memoria algunos casos atípicos. No son los exabruptos al estilo Maradona, tan empeñosamente reiterado en su homofobia que, según parecería, le sirven de escudo y resguardan su persona de vaya a saber qué. Las excepciones, aunque parezcan mínimas, son reveladoras de las contradicciones de personas y personajes que todos suponemos cultos, refinados, mundanos, esclarecidos y hasta esclarecedores.
En 1985, un amigo personal, Jerry Hagstrom, columnista del influyente National Journal de Washington y autor del best-seller The Book of America, visitó Buenos Aires. Este, su primer viaje, coincidió con la aparición del informe de la Conadep, Nunca más. Era inevitable para el inquieto periodista una entrevista con Ernesto Sabato, personaje fundamental de ese momento histórico.
Al volver Jerry de la visita a Santos Lugares me apresuré a saber sus impresiones. Realmente estaba deslumbrado por el autor de El túnel, aunque una leve sonrisa burlona se asomó en sus labios cuando me contó que una vez agotados los temas de la realidad política y social argentina, pasaron a los turísticos. Sabato se interesó por saber qué sitios había visitado, en qué restaurantes había comido. Cuando mi amigo mencionó el Edelweiss, el venerable –y alarmado– escritor le advirtió: “¡No vaya a ese lugar! La clientela es mayoritariamente de homosexuales. Y usted sabe, con esto del sida... Los vasos, los cubiertos, las servilletas... Mejor evítelo”.
Ya en esa época era bien sabido que la saliva no era transmisora del VIH. En un gesto esclarecedor para todos y simple para ella, Shirley Mac Laine había besado en la boca a un infectado ante las cámaras de la televisión mundial. Más tarde, Liza Minnelli repitió el gesto. Quizás en el insigne Sabato pesaba más la homofobia que la información científica.
Los memoriosos aún recuerdan el temblor de Mirtha Legrand cuando, en uno de sus almuerzos, el portador de VIH Alex Freyre prácticamente la obligó a beber de su mismo vaso. Dicen que su actitud “políticamente correcta” frente a las cámaras dejó traumatizada a la conductora que, aun después de varios años, no perdonó al militante gay. (La histórica pregunta respecto de la adopción en matrimonios igualitarios, formulada por la Legrand al diseñador Roberto Piazza, es de público y amplio conocimiento.)
Con la apertura democrática surgió la necesidad, supuesta o real, de contar con publicaciones para la comunidad homosexual. Eso generó Alpher y Diferentes, revistas mal impresas y precariamente diseñadas que tuvieron el valor de ser pioneras en un género que existía en todas las grandes capitales del mundo. Uno de los empecinados propulsores fue Roberto Jáuregui.
Fascinado por la personalidad de China Zorrilla (que obedecía muy bien al cliché favorito gay de la “fascinante” matrona bienuda, mandona y mundana), el empeñoso periodista sintió que debía hacerle una nota en Diferentes. Por supuesto que en el transcurso de la entrevista no se importunó a la dama con preguntas sobre su sexualidad, sino que se habló de su carrera, plena de anécdotas con celebridades internacionales. En esa primavera de 1989, la China estaba representando Fiebre de heno en el teatro Regina. Antes de la función, la casualidad me puso en el camino de Jáuregui, que esperaba a la actriz frente al teatro en el 1234 de la avenida Santa Fe. La revista con el reportaje ya estaba en los quioscos y el orgulloso entrevistador quería entregarle un ejemplar a su distinguida entrevistada.
Apenas la actriz hojeó la publicación, las sonrisas y zalamerías del recibimiento se convirtieron en un clamor que despertó la curiosidad de las demás mesas.
–¡Pero qué te habrás creído...! ¡Hacerme esto a mí! –dijo China con ese tono de patrona de estancia que maneja tan bien–. Vos no me dijiste de qué medio se trataba. ¡Ponerme junto a las fotos de homosexuales pasivos! ¡Qué horror! –concluyó estrujando como pudo la revista.
La oportuna intervención de una muchacha, fiel miembro del séquito de la actriz, puso paños tibios sobre el caliente monólogo y retiró a la ofendida Zorrilla en mutis magistral. Desde los ventanales del 1234 se podía ver a las dos siluetas atravesar, no tan magistralmente, Santa Fe por el medio de la cuadra, esquivando los coches que en ese atardecer pasaban más de prisa que nunca. El lloroso Jáuregui y yo respiramos aliviados al ver que China había llegado sana y salva para desplegar su simpatía y seducción desde el escenario del Regina. En la platea, un público en su mayoría de homosexuales, muchos pasivos quizá, la festejaron jubilosamente.
Que en 1952 Miguel de Molina fuera convocado para realizar su primer film argentino, era de esperar. Antes de la televisión, las películas eran el medio de llegar a un público masivo y a los lugares que las giras no abarcaban. La empresa Argentina Sono Film dispuso de todos los medios para que Esta es mi vida fuese el marco adecuado para tan esperado debut.
En los estudios de la empresa filmadora, en Martínez, se había iniciado otro rodaje, La pasión desnuda, con otra estrella mítica y temperamental: la mexicana María Félix. Sin embargo, la comidilla de todos los técnicos era Miguel de Molina. Se hablaba sin cesar de... ¡los escándalos de Miguel de Molina!
Víctima del franquismo, su exilio argentino a principios de los años ’40 había finalizado con un allanamiento al teatro donde actuaba, que incluyó la prisión –¡del público!– y la deportación del artista. Para poder regresar, pidió a Eva Perón que intercediera. Su paso por México tampoco había sido afortunado gracias a los homofóbicos Cantinflas y Jorge Negrete, que estaban a la cabeza de la ANDA, la asociación de actores que lo prohibió.
Si bien el genial malagueño no dirigiría la película, era evidente que tendría injerencia en todos los aspectos de la producción, y para un gremio tan machista como el de los técnicos cinematográficos de la época, casi era humillante recibir órdenes de “alguien así”.
¿Qué era lo que escandalizaba de Miguel de Molina? Para la gazmoñería de entonces, sus fabulosas joyas, su opulenta colección de blusas y cantar canciones escritas para mujer eran verdaderas provocaciones. Una “incitación al desvío”, “a la amoralidad”, “un atentado a las buenas costumbres”...
Cuando llegó el primer día de trabajo, ante el equipo en pleno, apareció el artista maquillado y vestido para filmar uno de sus legendarios números. Se produjo un murmullo. Cuenta la leyenda que Miguel se plantó frente a esos hombres y golpeó un par de veces las palmas para silenciarlos. Una vez que estaban todos pendientes de lo que diría exclamó con su entrañable acento andaluz: “Sí señore’, ¡soy maricón! Pero aquí venimo’ a trabajá’. ¡A trabajá!”.
Resonó en la enorme galería un estruendoso, y quizás avergonzado, aplauso. A partir de ese momento, el cantante y los técnicos colaboraron en la más perfecta de las armonías, con respeto y admiración.
Ensayando un espectáculo de music-hall, con el que tuve algo que ver, en un dueto coreográfico, la disciplinada estrella femenina se dirigió a su partenaire masculino, gay, reprochándole que no la sostuviera bien.
–Agarrame como un hombre –indicó la diva, de protesta al bien entrenado bailarín.
Un nuevo intento de lograr el truco fue por segunda vez fallido, ante lo que la refinada y siempre joven dama estalló:
–Pero, ¿es que no sabés agarrar a una mina? ¡Culo roto!
Es en esos momentos en que la incomodidad, más bien el malestar, tiñe vergonzosamente cualquier esbozo de artisticidad. Entonces uno piensa: ¿qué hago aquí?, ¿con quién estoy trabajando?
Paco Jamandreu, quien fuera modisto de estrellas –¡y de Eva Perón!–, publicó en 1976 sus memorias: La cabeza contra el suelo. Quizás hoy sus relatos puedan parecer un tanto ingenuos, pero sus revelaciones como homosexual en esa época revestían una audacia inédita.
En su apogeo (1945), fue llamado para diseñar el vestuario de Zully Moreno en Cristina. Un día, delante del modisto, la superestrella hizo un comentario despectivo sobre los homosexuales. El volcánico Paco no lo dejó pasar. Así lo describe en su libro: “Usted, mi querida Zully, tendría que saber que si ellos no existieran, no habría buen cine, ni ballet, ni música, ni siquiera grandes jerarcas... ¿Sintió usted hablar de Benavente, García Lorca, Gide? ¿Le dijeron alguna vez que hubo un genio que se llamó Miguel Angel...? ¿Supo alguna vez quién fue Carlomagno...? ¿Quién es Visconti? ¿Ha oído hablar de Walt Whitman, de Luis XVI, de Cicerón? ¿Sabe usted, mi amor, que todo lo que usted pregona, que todo lo que usted compra en París, está inventado por gente así? Perfumes y sedas, zapatos y abrigos, estampados y cremas. Ya ve cómo usted necesita de los homosexuales y no ellos de usted. Si usted piensa tan mal de ellos, no debería usar nada que salga de sus manos. Entonces usted, mi querida, no se podría vestir nada más que en... ¡Las Filipinas o en El Gran Barato! Y eso, quién sabe”.
Imaginamos que, luego de este didáctico discurso, la actriz habrá sido más prudente en sus comentarios y delante de quién los hacía. A más de 60 años del incidente, nunca apareció testimonio gráfico alguno donde se la vea a Zully con batones de El Gran Barato, como le sugirió Paquito.
Se calcula que cada dos días una persona homosexual es asesinada en el mundo debido a actos violentos estrechamente ligados a la homofobia. Amnistía Internacional denunció que más de 70 países persiguen aún a los homosexuales y en ocho se los condena a muerte.
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