Viernes, 31 de mayo de 2013 | Hoy
Margaret Randall es una trotamundos con ochenta libros publicados, que abarcan la teoría feminista, el testimonio social y la ficción. Como crítica de género, poeta y ensayista, se convirtió en leyenda viva y es hoy referente indispensable del activismo lésbico. Perseguida y deportada por el macartismo, vivió en Vietnam durante la guerra estadounidense, en Chile en los años de la Unión Popular, en Cuba durante la segunda década de la Revolución, entre muchas otras regiones en ebullición. En esta entrevista exclusiva, hace un racconto desde los años cincuenta hasta su presente y, además de recordar su participación en los movimientos latinoamericanos de liberación, habla con SOY de amor y poesía.
Por Enrique Solinas
“Las lesbianas de épocas anteriores estaban obligadas a decir ‘él’ cuando el pronombre era ‘ella’, ‘de él’ cuando debería haber sido ‘de ella’. También yo fui silenciada. El proceso de deportación más que el estigma social me selló la boca. ‘Mi queridísima mujer te amo’ se convirtió en una expresión enjaulada, que ansiaba –no que luchaba por– salir”, escribe Randall en El idioma de mi rostro sobre tiempos muy distintos de estos en los que puede gritar el nombre de su compañera de toda la vida, Barbara Byers. Feminista, fotógrafa, activista, poeta, madre, abuela, amante y lesbiana, Margaret Randall nació en Nueva York en 1936. Cofundó y codirigió la emblemática revista bilingüe El corno emplumado, que tuvo una duración de ocho años, y vivió largos períodos en Albuquerque, Nueva York, Sevilla, México D. F., La Habana y Managua. Participó del movimiento de estudiantes mexicanos de 1968, vivió en Cuba entre 1969 y 1980 –los años más importantes de la Revolución– y fue testigo de los primeros cuatro años de la revolución sandinista nicaragüense (1980-1984). Cuando vivió en México, renunció a la nacionalidad norteamericana para poder trabajar. En 1984, Margaret regresa a los Estados Unidos y en 1985 recibe la orden para ser deportada, invocando la ley de inmigración McCarran-Walter de 1952, porque según le dicen, debido a las opiniones expresadas en sus libros, “no quiere el buen orden y la felicidad de los Estados Unidos”. Esta situación duró varios años, recibiendo ataques y prohibiciones de toda índole, hasta que finalmente la ley falló a su favor. Actualmente vive con la artista plástica Barbara Byers, su pareja desde hace 27 años. En el año 2002 se realizó un documental sobre su vida, The Unapologetic Life of Margaret Randall (La vida sin complejos de Margaret Randall), dirigido por Lu Lippold y Pam Colby.
Hablar de Margaret Randall es hablar también de una toma de posición política ante la realidad.
–Hace años, cuando alguien me hacía esta pregunta, solía hablar de las luchas sociales de Estados Unidos, en las décadas del ’50 y del ’60 del siglo XX, momento en que adquirí una conciencia política y realicé mis primeras experiencias colectivas. Yo nací en 1936, así que en los ’50 apenas tenía veintipico de años. El macartismo tuvo un impacto tremendo entre los intelectuales y artistas de mi país. El terror cundía en todos lados. Cineastas, dramaturgos, escritores, periodistas y otros perdieron sus empleos, sufrieron la cárcel o peor. El anticomunismo se extendió a cualquier progresista que tuviera ideas un tanto de izquierda. Hubo quienes dieron nombres, y quienes no. Y aun por varios años, después de que el senador Joseph McCarthy cayó en desgracia, la censura y la autocensura calaron hondo en la conciencia estadounidense. Así es que, para la gente de mi generación, esa realidad estaba en el aire, junto con las grandes rebeldías: el movimiento de los derechos civiles en el sur del país, el movimiento en contra de la guerra de Vietnam, y el movimiento de la toma de conciencia de las mujeres. Indudablemente, todo ese ambiente me hablaba, me influía. Sin embargo, hoy, cuando me hacen esta pregunta, puedo decir que mi interés por los aspectos sociales y la política comenzó mucho antes, tal vez en mi infancia. Sufrí abuso sexual por parte de mis abuelos maternos y creo que todo ser abusado sabe muy bien lo que es la justicia y la injusticia. Hoy día pienso que el entorno social y político de mi juventud nutrió mi compulsión por buscar justicia, pero que la semilla de esa búsqueda se plantó mucho antes, en mi ser mujer, en mi ser como víctima y sobreviviente del abuso sexual, e incluso quizás en mi futura identidad lésbica.
–Para mí fue un gran privilegio. Formé parte de movimientos que buscaban la justicia y me dio la oportunidad de vivir en una época de rebeldía auténtica. Precisamente, uno de los aspectos más interesantes de la década de los ’60 fue que los movimientos sociales daban voz a la gente común, a aquellos que antes no pudieron contar su historia porque sólo los grupos de elite tenían derecho a hacerlo. Los movimientos sociales en Estados Unidos, las revoluciones del Caribe y de América latina, los movimientos para la liberación de Irlanda del Norte y de Africa del Sur, entre otros, colocaron en un primer plano a hombres y mujeres del pueblo, soldados más que líderes, o soldados que se volvieron líderes. Mujeres como hombres. Y gente muy joven, personas analfabetas, abuelas y niñas. Como poeta, me interesaron mucho esas voces diversas. Las incorporé, incluso, dentro de mi poesía. Como feminista principiante me interesó la voz de la mujer, por tantos siglos silenciada. A fines de los ’60, principios de los ’70 comencé también a interesarme por la historia oral, el testimonio, que fue un producto lógico de la Revolución Cubana, del auténtico sandinismo en Nicaragua, de las otras guerras de liberación en América Central, de la resistencia a las guerras sucias en el Cono Sur. En la medida en que me metí en ese género literario –y de hecho en esos años escribí más de tres docenas de libros de historia oral, la mayoría con mujeres–, mi propia voz se afilaba también. Fue una auténtica experiencia en la que la voz exterior y la interior se nutrían mutuamente.
–Yo diría que para mí el problema no era conciliar esos aspectos, mi problema era conciliar mi vida de escritora con las exigencias de esposa y madre. Como escritora siempre he escrito de lo que más me importa y conmueve. Igual puede ser un problema social, científico o un asunto de amor. Me parece que todo cabe en un poema; a veces otro género (ensayo, pieza teatral, novela, cuento corto) pueda ser más afín para comunicar una experiencia u otra. Pero no creo en esa división entre la “poesía política” y la que no. Para mí sólo hay buenos y malos poemas, buenos y malos textos de cualquier tipo. Pero para una mujer que decide unir su vida a la de un hombre o a la de otra mujer, y quiere tener hijos, los problemas son enormes. Yo era muy joven cuando tuve a mi hijo, Gregory. Y en Nueva York, en 1960, la idea de tener un niño sin casarse fue un gran problema. No hubo ayudas estatales tales como jardines de niños donde uno podía dejar a su hijo o hija mientras trabajaba. Además, en una pareja la mujer, sobre todo en esos años, estaba en un segundo plano en relación con el hombre. Las mujeres poetas soñaron con otra vida creativa, pero cuidaban casa y familia, mientras que sus maridos ejercían su arte. Nuestro papel era de “Mujer Maravilla”: criar a los hijos, atender al esposo, muchas veces trabajar fuera de casa y además tipear la tesis doctoral o el libro del marido como si fuésemos sus secretarias, promotoras, sirvientas y servidoras sexuales. El patriarcado fundamenta esta relación entre el hombre y la mujer, y el patriarcado también la mantiene viva muchas veces en las relaciones homosexuales, pues todos somos seres sociales dentro de ese mismo patriarcado. Para mí el gran reto fue encontrar un equilibrio entre los intereses de escritora y los de una mujer que quiso hacer y tenerlo todo. Cuando era joven, hubo momentos en que tuve que priorizar la actividad social, la lucha. Ahora que soy vieja, puedo dedicarme a escribir.
–Desde niña fui una persona de gran curiosidad, me interesaba saber quiénes son, cómo viven y piensan y actúan las personas de otros países, otras culturas. Y tuve un espíritu de aventurera. Así es que cuando quise conocer un lugar o un pueblo simplemente iba allí. No como turista, sino para vivir, para trabajar junto a esas personas, conocer de cerca sus problemas y encontrar soluciones, desa-rrollar una relación íntima con otro modo de vida. Haber vivido en España a mediados de los años ’50, en Nueva York a fines de esa década y principios de los ’60, México en los turbulentos sesenta, Cuba durante la segunda década de su Revolución triunfante, y Nicaragua durante los primeros cuatro años de la época sandinista fueron experiencias que enriquecieron mi vida. Haber visitado Chile durante los años de la Unidad Popular fue emocionante. Haber viajado a Vietnam del Norte durante los últimos meses de la guerra estadounidense en ese heroico país fue otra experiencia de incalculable valor. Haber podido aprender de los expresionistas abstractos en Nueva York, participado en el movimiento estudiantil mexicano de 1968, haber trabajado unos meses en el Perú del general Velasco Alvarado son experiencias por las cuales estaré eternamente agradecida.
–Para mí esos años (1985-1989) fueron muy difíciles. Yo nací en Estados Unidos. Aunque viví muchos años afuera, siempre lo consideré mi país de origen, mi lugar. Sobre todo el desierto y los cañones del suroeste del país, donde viví entre los 10 y 18 años, y donde vivo ahora, pues aunque nací en Nueva York mi familia se mudó a Nuevo México en 1947. Así es que, cuando regresé a mi patria en 1984, jamás pensé que el gobierno iba a querer deportarme por el contenido de algunos de mis libros. Yo crecí con la idea de que Estados Unidos es una democracia, que la gente puede tener ideas y expresiones contrarias, incluso a la administración de turno. Cuando vino la orden de deportación, me inmovilicé. Pero enseguida me di cuenta de que ésa era una batalla que valía la pena, no solamente para mí, para mi vida personal –mi padres eran viejos ya y yo quería acompañarlos, estaba exhausta por la guerra en Nicaragua, y como poeta anhelaba mi lenguaje, mi lengua madre, el paisaje mágico de mi juventud–, pero también para los centenares de miles de inmigrantes que vienen al país cada año y quienes, sin apoyo o ayuda, a menudo son devueltos a sus países de origen. Sabía que como figura pública tenía mucho apoyo. Las leyes migratorias de mi país eran y son injustas. Yo sabía que ganar podría significar una victoria para mucha gente. Establecimos comités de defensa en todo el país, para recaudar fondos, pero sobre todo para educar acerca de la ley McCarran-Walter. Fueron casi cinco años de un trabajo feroz, de cruzar y cruzar nuevamente el país, de confrontar problemas para trabajar y persecuciones de todo tipo. Finalmente gané el caso en agosto del ’89, con la reintegración de mi ciudadanía.
–El feminismo como filosofía, como ideología, entró en mi vida a fines de 1969. Yo vivía en México cuando llegaron los primeros textos, documentos, ensayos y artículos escritos por feministas de los Estados Unidos y Europa. Me impactaron mucho. Por primera vez en mi vida pude ver que ciertos problemas que yo había considerado personales eran, por el contrario, sociales. El fracaso de una relación íntima no era necesariamente culpa mía, sino que respondía por lo menos en parte importante a la distribución del poder en la sociedad en que vivía. El movimiento, con todas sus variantes, me impactó a tal grado que hice una selección de esos textos, escribí una introducción, y Siglo XXI Editores publicó el libro bajo el titulo Las mujeres. Recuerdo que don Arnaldo Orfila, fundador y entonces director de la editorial, sabiamente sugirió ese nombre porque dijo que si poníamos la palabra “feminismo” en el título no iba a pasar la censura tan vigente en muchos países latinoamericanos. Ese pequeño libro ha tenido docenas de ediciones y sigue impresa. De vez en cuando recibo una carta de alguien que me dice que su introducción al feminismo fue por ese librito. Considero que la lucha de género sigue existiendo. La idea de que ha pasado de moda, o que no existe ya, es una ficción del poder. La lucha de género existirá siempre. Pero quiero que se entienda que, para mí, la lucha de género no es una lucha entre el hombre y la mujer. Es la lucha por una distribución equitativa del poder.
–Maravillosa, privilegiada. Mis cuatro hijos (Gregory, Sarah, Ximena y Ana) son adultos, felices, con familias propias. Mis diez nietos son también exitosos, cada quien con sus intereses. Sufro el desengaño de todos los de mi generación que trabajábamos por un mundo distinto y esperábamos poder construirlo. Hemos tenido que conformarnos con mucho menos, en realidad con el fracaso. Pero tenemos la dicha y el orgullo de saber que nuestros ideales fueron y son los mejores. Desde hace casi 27 años vivo con el amor de mi vida, Barbara Byers, artista plástica. Compartimos una vida centrada en la búsqueda de la justicia y en nuestros respectivos quehaceres artísticos. A mis 76 años, finalmente no tengo que trabajar en una oficina durante el día y escribir de noche. La edad me trajo el lujo del tiempo y, tal vez, un poco de sabiduría. Escribo todo el día, o leo para algo que estoy escribiendo. De vez en cuando doy una clase o un taller de poesía. Y viajo bastante para leer mi obra o para dar una conferencia de algún tipo.
–Yo creo que todos creamos desde quienes somos. Condiciones de vida, creencias, compromiso, deseo se encuentran en lo que hacemos, ya sea un poema, una novela, una pintura, una pieza de música. En ese sentido creo que todos los aspectos de quien soy tienen que ver con lo que escribo. Y el hogar que hemos formado con Barbara tiene mucho que ver con el arte. Los espacios de nuestra casa son esencialmente espacios de trabajo: su estudio, mi estudio. Yo no considero un poema terminado hasta que ella lo ha leído. El arte que tenemos en la casa –el arte de amigos, los objetos que hemos traído de otros países– contribuye también a una atmósfera estimulante pero a la vez de paz, una atmósfera que nos ayuda a trabajar en lo nuestro. No fue difícil formar un hogar con ella, todo lo contrario. No sé si la pregunta se refiere al hecho de que somos lesbianas, al prejuicio que pudiéramos haber sufrido. O si se refiere al trabajo de cualquier pareja para convivir. En el primer sentido, creo que el hecho de que somos gente mayor nos ayudó. Yo tenía 50 años cuando nos juntamos, Barbara 34. Las dos habíamos tenido varias relaciones antes. Sabíamos lo que queríamos y lo que no queríamos. Y teníamos la madurez de conseguirlo. Lógicamente había personas que nos rechazaban, pero no nos importaba. Incluso, durante sus años de maestra en una escuela pública, Barbara nunca ocultó su condición lésbica. Quería ser un modelo para los jóvenes que la necesitaban. Supongo que tuvimos los problemas de cualquier pareja. Dos personas fuertes siempre tienen que ceder algo, hacer ciertos ajustes. Pero, como te digo, tuvimos la madurez de confrontar y resolver esos problemas bien.
–Depende en qué parte del país. Hoy no es tan difícil en las grandes ciudades, en Nueva York, San Francisco, etc. Indudablemente sigue siendo difícil en el campo, y en los pequeños pueblos, sobre todo en el sur. Estoy hablando de actitudes. En cuanto a los derechos legales, es otra la historia. Argentina, al haber legalizado el matrimonio gay, está mucho más adelantado que Estados Unidos. Hasta ahora el matrimonio para personas del mismo sexo es legal en nueve estados solamente, lo cual significa que hay más que mil ventajas legales que tienen los norteamericanos heterosexuales que no-sotros no tenemos. Y son cosas importantes, que tienen que ver con los impuestos federales, con la herencia, con la propiedad, con la adopción de los niños, con nuestro sistema de seguridad social y mucho más. Sigue habiendo muchos crímenes de odio (homosexuales, raciales) en mi país. En este sentido, es difícil ser gay en Estados Unidos.
–Quizá los hijos, la poesía, el amor.
–Todo.
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