El nuevo proyecto para modificar la ley antidiscriminatoria presentado por la CHA semanas atrás busca incluir discriminación por “orientación sexual, género, identidad de género, o su expresión”. Además propone que la obligación de demostrar que ha habido maltrato ya no corra por cuenta de la víctima. Aquí, una reflexión sobre por qué la inversión de la carga de la prueba es un punto clave.
› Por Diego Trerotola
Si se piensa bien, el que discrimina lo hace desde un lugar de poder en el momento de su acto. Es decir, hay una asimetría en la base de la situación discriminatoria: alguien que tiene un poder lo ejerce limitando que otra persona tenga acceso a un derecho, vulnerando su dignidad, menoscabando a su contraparte o infringiendo algún tipo de violencia en el trato. El poder del que discrimina se lo puede dar un marco institucional concreto, un contexto específico y circunstancial, que le da una posición de jerarquía o, simplemente, la pertenencia a un grupo que, por alguna razón, está en condiciones de gozar de un derecho mayor al de otras personas. Esa asimetría es la base de una desigualdad que se impone en las relaciones entre las personas. Lo más terrible de esta lógica de la discriminación ocurre cuando esa posición jerárquica o ese marco institucional que permite, y por tanto avala y muchas veces justifica, la discriminación y la desigualdad, fue creado por el Estado a través de leyes. Lo más desesperante es cuando se discrimina oficialmente, cuando una Constitución está en condiciones de soportar, sostener, propiciar actos que menoscaben de alguna forma a ciudadanas y ciudadanos. En este momento, la Ley Antidiscriminatoria N° 23.592, sancionada y promulgada en 1988, hace que en Argentina se avalen ciertas situaciones que, incluso cuando llegan a tribunales con mucho esfuerzo por parte de las víctimas, son desestimadas por jueces que, invocando la letra de la ley, dictaminan que no hubo ningún daño. Es decir, si en la ley no se menciona que la discriminación puede ser por orientación sexual o identidad o expresión de género, incluso cuando el acto estuviese rigurosamente probado, entonces no existe tal discriminación. Esto no es algo hipotético que, permitido por la ley, no es instrumentado, sino que hay fallos donde los magistrados que deben impartir justicia se niegan a reconocer los derechos de la diversidad sexual y de género porque sólo se puede considerar discriminación por “raza, religión, nacionalidad, ideología, opinión política o gremial, sexo, posición económica, condición social o caracteres físicos”. Hecha la ley, hecha la trampa homo/lesbo/transfóbica.
El nuevo proyecto de ley antidiscriminatoria presentado por la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) en el Congreso, y apoyado por diputados y diputadas de distintos bloques, quiere invertir esta asimetría para que realmente la situación de discriminación deje de ser validada por el Estado desde una desigualdad. Y la manera más certera de hacerlo, no sólo es incluir “orientación sexual, género, identidad de género, o su expresión” en el primer artículo de la ley, sino también la estrategia de proponer la inversión de la carga de la prueba como punto fundamental de la modificación propuesta. El nuevo proyecto sostiene que “ante la realización de un acto prima facie discriminatorio en razón de alguna de las clasificaciones citadas precedentemente, la carga de demostrar que el acto no es discriminatorio recaerá sobre quien lo haya realizado. Si el demandado es el Estado deberá acreditar un interés estatal urgente, que los medios utilizados guardan una relación sustancial con el logro de dicho interés, y que no existen otras alternativas menos lesivas para obtener el mismo fin. Si el demandado es una persona privada, debe acreditar un interés legítimo preponderante y la existencia de una relación sustancial entre los actos cuestionados y tales fines”. ¿Qué significa esto? Que una vez denunciado el acto discriminatorio, es quien discrimina el que tiene demostrar que no lo hizo y la persona damnificada no tendrá que cargar con un trabajo extra que, muchas veces, por la situación a la que fue sometida, resulta muy complicado tener que enfrentarse otra vez a responsables de la escena de violencia que protagonizó. De hecho, como señala la Ley de la Unión Europea, donde ya está implementada la “inversión de la carga de la prueba”, es “frecuente que las víctimas de una discriminación se sienten desmotivadas para acudir a los tribunales u otras instancias ante la dificultad de probar que se ha sufrido una discriminación”. La instancia probatoria es una suerte de filtro jurídico que, la mayoría de las veces, anula todo intento de reparar una injusticia, llevando todo al peor lugar: que la víctima no pueda siquiera visibilizar su problema, con lo que ciertas formas de discriminación se perpetúan en las sombras, sin nunca ser investigadas oficialmente. Por esa razón es importante que el Estado acepte un sistema probatorio que sea más favorable hacia quienes denuncian haber sido víctima de una discriminación. Como dice la ley europea, “no es la víctima quien debe probar que ha habido un acto de discriminación. Todo lo contrario, corresponde a la parte demandada (el presunto agente discriminador) demostrar que no ha habido vulneración del principio de igualdad de trato.” Y, dicho con claridad y brevedad, nunca va a conseguirse ni justicia ni igualdad si quien discrimina no se hace cargo.
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