Vie 05.09.2008
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No soy La Sarli

› Por Fernando Noy

Cuando Jorge Polaco me invitara a participar en La Dama Regresa, película que concretaba el esperado retorno de Isabel Sarli a la pantalla, la última escena fuegrabada sobre un barco que zarparía desde la ribera frente a la actual Fundación Proa en La Boca.

Esta vez retocábamos nuestro vestuario y maquillaje en una especie de camarín colectivo improvisado dentro del Cuartel de Bomberos que auspiciosamente había dispuesto el espacio, además de protección para el innumerable grupo de travestis motoqueros. Después de calzar la peluca negra carré, ponerme la minifalda con campera de cuero negro como los enormes anteojos oscuros, mi personaje debía, según el libreto, despedirse de La Sarli corriendo por la costa a grito y llanto pelado mientras la nave se hundía lentamente en el rojo horizonte del que después surgiría la palabra Fin. Era tal el caos en el lugar que, a efectos de concentrarme mejor, le pedí permiso a Polaco para esperar en el bar de la esquina, frente a la ya cerrada pequeña plaza de artesanos. El director no se opuso.

Al entrar al pintoresco boliche, luego de asentar mi casi metro noventa en la única mesa que iba a ser utilizada porque el resto del bar por suerte estaba vacío, creo que parecía una obscena turista italiana.

Para ir avivando el fuego de las lágrimas pedí un whisky doble mientras espiaba, detrás de la interminable lista de precios con ofertas, la inminente caída del sol.

De pronto, dirigiéndose directamente hacia mí, entró en el bar aquel morocho y guapo adolescente a pedir un autógrafo: “No soy La Sarli”, le aclaré de inmediato. El, velozmente respondió: “Ya lo sé, la Coca está en su motor-home acá a la vuelta”, y siempre riendo agregó: “Jamás imaginé que tendría la suerte de conocerla a usted personalmente”. No quería defraudarlo, pero enseguida traté de descubrir por quién me tomaba. El mismo me dio la primera pista señalando en la vereda opuesta a dos mujeres que me contemplaban extasiadas: “Mamá y mi abuela la adoran, especialmente desde que la vieron en una peli de Leonardo Favio”. Y como siguió hablando, al fin pudo revelarme a mi propia identidad: “Mamá quería ponerme Juan Cruz, como su hijo, pero mi padre era ateo”. Ya no tuve dudas. Claro, producida de tal forma bien podía ser confundida con esa otra diosa vernácula que, además, también es una de las actrices favoritas del exigente realizador. Ya no dudé al firmar con mi nombre fugaz sobre la servilleta: “Con todo amor, Graciela Borges”. Autómata de su felicidad, el pibe salió corriendo como si llevara un trofeo con el agregado del sello producido sobre la firma con un beso, lo que me obligó a retocar rápidamente el rouge sobre los labios. Ya el sol estaba cayendo.

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