Vie 19.07.2013
soy

Culo y calzón

¿Qué los une?, ¿qué están tramando?, ¿qué se ven entre ellos y qué les ven desde afuera? Sorprendentemente ignorada por la literatura teórica como caricaturizada por la ficción, la amistad entre gays y mujeres (hétero, pero lesbianas también) señala un camino amorosamente desviado en la revisión de identidades, supuestos de género, seducción y familia. Al modelo histórico de la diva y el talentoso damnificado, al clisé de la mujer incompleta con su mascota gay, se oponen cada vez más versiones fuera de mainstream que ubican la “amistad cruzada” entre las relaciones más subversivas.

› Por Liliana Viola

”Siempre quise tener un amigo gay. Hace unos años una amiga me presentó uno y enseguida lo adoré. Tenemos mucho en común, mis amigas están celosas pero lo que me preocupa es que mi actual novio lo odia. Cuando salgo con él se enfurece, me grita que soy una “#$% Hag”. Amo a mi amigo y mi novio me encanta. ¿Qué hago?”

La discusión del foro de Yahoo. USA, con ínfimas variaciones, se repite. La respuesta más votada dice que el novio, si la quiere, debe aceptarla como sea. En último puesto alguien se enfurece por el rol de mascota, de IPOD, de objeto (no) sexual que le toca al BGF (sigla con la que en Estados Unidos se designa a quien ya es marca registrada, una especie de muñequito Rupert Everett que desplazó a los mucamos gays y a las amigas feas o gordas de la protagonista en las comedias, el Best Gay Friend); la palabra que aparece arriba con signos de mala palabra reemplaza efectivamente a un insulto bastante popular en inglés. Fag Hag (traducción literal: “la bruja del puto”) señala a “esas mujeres a las que les gusta ir a los bares gays, se interesan por espectáculos raros con drags o trans y salir con hombres homosexuales”. Esa insistencia en el singular, “mi amigo gay”, suena a adquisición de un ejemplar numerado, garantía de lujo pero no derroche, un límite a la tolerancia, o emulación de un mandato hétero que impone siempre el ordenamiento en parejitas.

Puede haber trampa en esta construcción que da ternura y también risa: la chica y su pet homosexual son una dupla simpática que convierte en gag lo que además es una alianza (tal vez ni siquiera consciente ni mucho menos desesperada) de resistencia. Una desviación en el menú de las relaciones amorosas (la amistad entre lesbiana y gay aquí se incluye) que hace la vida más vivible y sobre todo más insondable. La amistad es disidente. Institución sagrada y una de las pocas en las que se entra y se sale sin papeles, será una virtud necesaria desde Aristóteles (“puesto que el desgraciado necesita bienhechores, y el afortunado personas a quienes hacer bien, es absurdo hacer al hombre dichoso solitario, porque nadie querría poseer todas las cosas a condición de estar solo, por tanto el hombre feliz necesita amigos”), pero a la hora del balance afectivo le toca un puesto de segunda. Todas las relaciones que no implican sexo o amor romántico tienen dificultades para justificar su relevancia, rara vez se entiende la amistad como organizadora de la vida adulta.

En cambio, las “amistades cruzadas” son vividas, fuera de la broma, como una columna vertebral de la vida cotidiana, un reacomodamiento mutuo de los modos de ver el mundo, mientras van desmintiendo unas cuantas cláusulas patriarcales, como la presunción de sexo obligatorio que decreta imposible la amistad entre el hombre y la mujer, la ausencia de tensión sexual cuando se sabe que no habrá sexo, la diferencia de roles según el género, la familia por fuera de la sangre y los fluidos. Los cruces familiares llegan hasta a compartir paternidad y maternidad.

Por algo será que las mujeres amigas de varios o de un único gay son sospechadas: de raras (Greta Garbo con Cecil Beaton), de asexuadas (si el modelo es Harper Lee), de esclavas (si el amigo es parecido a Truman Capote), de aprovechadoras (Madonna o Lady Gaga), de leales tanto como inestables (Judy Garland). En francés se les dice Soeurettes (Hermanitas); en alemán, SchwulenMuttis (Madres de putos), en nuestro castellano, creo, no tenemos ninguna, salvo que recurramos a la españolada de Mariliendres o a la mexicana Jotera (jota es puto). Amistad, después de todo, es compartir: la injuria que cinceló el cuerpo homosexual no se limita a un nutrido repertorio de palabrotas para maricas y tortas; la proximidad trae peligro de contraer el ridículo. Claro que la palabra que figura en el repertorio del slang gay no necesariamente brotó por primera vez de un marido enojado (la ceguera patriarcal impide pensar en la palabra celos), la misma comunidad tiene su reserva de misoginia para las mismas amigas. En uno de los capítulos de la serie Gless, un gay le pregunta al otro: “¿Qué es lo bueno de ser heterosexual?”. Que no tiene una mujer al lado a la que debe decirle a cada rato “Estás fantástica, darling”. La mujer que se relaciona con gays paga esa escapada del círculo con la caricatura de “la que siempre anda rodeada de putos” y de una falta de belleza, de confianza en sí misma, de juventud, de un hombre de verdad. La dupla, aún tratada con las buenas intenciones de la súper exitosa serie Will and Grace (1998-2006) queda congelada en el regreso a los juegos de infancia, romance trunco que no llega al momento en que “bajan los genitales”, la especialización en el consumo, la inestabilidad emocional, un toque camp, el refugio de los outsiders.

¿Y los hombres hétero y sus amigas lesbianas? La palabra equivalente, que definiría al hombre hétero cuya gran amiga es lesbiana, existe: LezBro (hermano de la les) pero casi nadie la usa ni la conoce, pertenece a un círculo muy cerrado y voluntarioso.

En sentido completamente a contra clisé, la primera novela del francés Tristan García, La mejor parte de los hombres (Anagrama) presenta un triángulo que ya es deforme, integrado por tres hombres y una mujer. En el centro, la amistad entre dos de ellos, el militante gay y la periodista, en el marco de los años ochenta del sida, los noventa del activismo rabioso y la crisis de la izquierda. La imposibilidad de “un gran amor” no se endilga a los sexos, a sus diferencias ni a sus deseos sino a la oscuridad del ambiente. A partir de este cambio de eje que hace foco en la política y la disolución social la narradora sobreviviente ofrece entre líneas una versión original de las amistades cruzadas. Ella es amante eterna de un hombre casado, amiga incondicional de un amigo tal vez condicional pero sin un sentido muy ortodoxo de la lealtad. Ella es testigo de los demanes y los desbordes, compañera en las salidas nocturnas, enfermera en el momento de la enfermedad, víctima de la vehemencia que el factor sinceridad instalaba. La tensión del lazo que los une se advierte siempre raro y fuerte. La conclusión de la amiga, a modo de epitafio al final del libro descorre la clave de estos fragmentos de un discurso amistoso donde la palabra odio, amor y herencia ya no tienen el sentido que tenían antes de esta aventura: “No tendré heredero. Jamás he amado a ningún corazón como el de William. William me odió mucho. Sé que no es verdad”.

Luz, cámara, amigas

Como ocurrió con el insulto “Queer” en los noventa, “Hag Hug” en esta década está siendo resignificado por sus portadoras, hasta el colmo: hay concursos de Miss Fag Hug, canciones románticas como la de Lili Allen (I could be your fag hag/Yo podría ser tu fag hag/ tú podrías ser mi gay/ nunca te haría sentir triste), sangrientas disputas por un orden en el ranking donde las clásicas amistades propias del pop están siendo desplazadas por versiones más modernas como la de Ana Matronic, única integrante mujer de uno de los grupos más gays del mundo, Scissor Sister, que tiene en su pedigrí el haber ingresado a la comunidad en su adolescencia, luego de que su padre muriera de sida.

En el último Mardi Gras en Australia se pudo ver una carroza repleta de Fag Hugs, la lideraba una productora y cineasta que ostenta medio centenar de amigos gays (“casi todos mis amigos lo son, y los que no, tarde o temprano salen del closet”), y pertenecer a una familia de cuatro generaciones de “amigas”. Monica Davidson está rodando un documental (Handbag, ver trailer en YouTube) en el que intenta desentrañar lo que a las ciencias sociales, mucho más interesadas en el amor y el parentesco, les da modorra investigar. Desde su abuela hasta sus hijas, pasando por ella y su madre, va trazando una suerte de historia casera de estas amistades abarcando todo el siglo XX hasta hoy. Al amigo gay de su abuela lo encuentra en las fotos. Hoy, que todos estamos en las fotos de todos, esa presencia que no es garantía de amistad salvo en los términos de Facebook, a principios de siglo es el sello de un compromiso. La presencia de ese “tío postizo” en los cumpleaños de los viejos álbumes, la foto de estudio, la pareja de los dos amigos en situación equívoca, permite trazar una época en que el silencio fue un discurso amoroso. “Mi abuela Dorothy tenía un amigo llamado Keithy. En este momento estoy investigando sobre esa relación que continuaron no en secreto pero sí de un modo tácito a pesar de un entorno familiar claramente homofóbico. Mi abuela, antes de casarse, muchas veces posó como novia en situaciones que seguramente él necesitaba.” Lo no dicho que impone sobre todo el closet de él configura la materia hecha de silencios que del lado de ella cobra la forma de la osadía, la autonomía de elegir e integrar el desvío en casa. “Mi madre, en cambio –ya estamos hablando de los ’70– tuvo muchos amigos gays. En el documental recuerda la importancia de su amigo Boby cuando ella, siendo una joven madre soltera, quería salir y divertirse pero no se atrevía a hacerlo sola. (...) A su vez, la relación con Bobby y sus amigos llevó a mi madre a comprometerse y a tener un rol activo en los ochenta cuando aparece el sida.” Para Davidson una de las constantes que caracterizan el encuentro incluso es la función de la mujer como puente o traductora para el mundo heterosexual. “Ella se encargó de consolar, educar y guiar a madres y familiares de muchos amigos que se enfermaban y salían del closet al mismo tiempo.” Como tercera generación, Davidson se ha beneficiado por la práctica, recuerda de su infancia como instructivas las fiestas en la casa de Boby con muchas drags queens amateurs de piernas peludas y labial corrido.

Lo “tengo un amigo judío, o negro o gay” que se lee en la peor versión como coartada no deja de ser plataforma educativa para reformar la homofobia que se hereda al nacer. La tercera generación de estas mujeres funcionó para sus amigos como tubo de ensayo para el coming out, mientras que ellos fueron y siguen siendo para ellas los proveedores de un saber muy específico, el supuesto corazón de la cultura gay, que en este momento cotiza muy bien en la bolsa de los nuevos valores. No hay nada en este retrato que consiga desmentir actitudes sexistas de ellos y comentarios homofóbicos de ellas, pero es en el esperar o en el rectificar a los golpes donde estas relaciones también encuentran vitalidad en una época en que el respeto por los derechos es parte del asunto.

¿Tiene el documental a esbozar alguna teoría sobre la atracción entre gays y mujeres?

Tengo muchas teorías. Pero voy a decir la que propone uno de mis amigos: parece que podría ser genético...

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