ENTREVISTA
Susana Pampín es actriz, maestra de actuación, escribe cuentos y poemas. Nunca se deja entrevistar porque dice no tener nada interesante que decir. La primera vez que Rosario lo logró, poco antes de que saliera la nota, pidió que no se publicara. Esta vez la convenció con la excusa de colaborar con la promoción de Fauna, la obra teatral de Romina Paula en la que brilla y, aún enfundada en el estricto mameluco de su personaje, Susana florece como una mujer atrapante y seductora. Las cosas interesantes que pueden leerse abajo las dijo ella especialmente para esta entrevista.
› Por Rosario Bléfari
Pampín da clases de actuación en el IUNA. Todos los años, cuando comienzan las clases, hay un momento de presentación donde cada uno dice por qué está ahí y agrega algo de su vida. Cuando le toca a ella, entre otras cosas, les confía a sus alumnos que en su vida estuvo enamorada de hombres y mujeres, y que ahora, hace rato, vive con la mujer a la que ama. El amor es así. Y puede ver cómo en la cara de algunos/as se dibuja cierto alivio, cierta alegría de saber que no tendrán nada que disimular, ni explicar. Es el mismo amor que le permitió compartir el seguimiento por televisión de la ley de matrimonio igualitario con su hermana, su amor y su madre, que entonó con convicción la frase: “Jesús dijo ‘ámense los unos a los otros’, y no aclaró nada más”.
En Fauna todos piensan, pero piensan porque sienten y el encuentro con el otro los bate internamente a duelo consigo mismos. Susana me cuenta sus dificultades mientras ensaya. Los textos son increíbles, le encantan, pero son difíciles: hay que tener soltura. Su personaje tiene que hablar citando a Shakespeare, a Rilke y, además, con un aire de superioridad intelectual exhibido con desenfado. Una de las cosas que la tortura es el enterito que tiene que usar. Parecería una coquetería pero yo sé que no. Me explica, dice que le cuesta el doble erigirse desde la disconformidad con su propia apariencia en un ser atractivo y carismático. Romina sostiene que va el enterito. Y ahí está Susana ahora, con ese enterito puesto, interpretando con asombrosa seguridad a esa mujer atractiva por su manera de hablar, por las cosas que dice, por cómo lleva su cuerpo, su enterito, su cara, sus rulos, sus palabras. Esa presencia compleja e inquebrantable es justamente lo que va a enamorar al personaje de Pilar Gamboa, una actriz joven que llega a ese paraje, para filmar un documental sobre la madre de María Luisa, una mujer llamada Fauna.
La madre de María Luisa es un invento atemporal de Romina Paula. Es una escritora que murió hace poco, una intelectual litoraleña que se vestía de hombre para poder asistir a las reuniones de un círculo de poetas. Un director de cine y una actriz viajan al Litoral a investigar su vida para hacer un documental. Al llegar y encontrarse con los hijos (Esteban Bigliardi y Susana), entran un poco en crisis y también afectan a los locales.
María Luisa dedicó su vida y su amor a acompañar a su madre, a su hermano, que es como la selva misma, y a las palabras. Nunca se casó ni tuvo hijos, es una persona que lee mucho, habla con citas y capta de inmediato las intenciones de los demás. Parte de su encanto consiste en eso: tiene teorías y explicaciones para todo. A veces no se sabe qué inventó ella y qué sucedió realmente: Fauna se ha vuelto su creación.
El amor es algo que puede circular entre todos los seres, todos somos sujetos amorosos capaces de amar y de ser amados. Susana cree que un actor o actriz en formación debe pasar por el trabajo de las escenas de enamoramiento, porque el estar enamorado es una situación que te pone vulnerable y dependiente del otro, un estado que debe explorarse en la actuación, ya que tiene que ver con la conexión con el otro, con el ser receptivo.
En la vida de Susana, cuando era chica, no había mucho espacio para la ficción. Sus padres, inmigrantes gallegos, eran gente del campo que habían aprendido que la vida era sacrificio y trabajo. A eso atribuye Pampín que en su casa no se podía mirar telenovelas, por ejemplo. En especial a su padre: le parecían una pavada. Le sorprendió cuando conoció a sus hermanos en Galicia, que habían llevado la misma vida, ver que eran muy diferentes en ese aspecto. Cuando ella tenía ocho años, él quedó hemipléjico y en la casa, prácticamente, no se podía hacer nada. Esa situación fue la que la llevó a la lectura. Estaban los libros heredados de sus hermanas mayores: algunos tomos de la biblioteca Billiken y de la colección Robin Hood, no mucho más que eso, Alcott, Verne. A la hora de la siesta, leía. Iba a la galería Belgrano, en el centro de San Antonio de Padua, y se compraba algún libro de aventuras con la plata que su madre le daba por ayudarla en algunos trabajos de costura.
En tu libro de cuentos La nieve –editado por Belleza y Felicidad– se percibe una fuerte relación con el lenguaje y las palabras, una relación cuidadosa y apasionada. ¿Todo llegaba de las lecturas?
–Hay cosas del lenguaje que vienen de mi mamá. Ella, si le dolía la panza, decía “tengo como una neblina”; o cuando creía que mi padre se podía llegar a enojar, decía “si papá se entera, me come la figura”. Tenía muchas de esas expresiones. Y fuera de casa estaba la escuela: me gustaba estudiar, aprender, era la abanderada. La maestra organizaba excursiones a las casas de los compañeros, una manera de conocer otros mundos, y una vez nos llevó a su casa. Tenía libros y repisas con adornitos. Me acuerdo de cómo me gustó ver eso, lo entendí y es el día de hoy que en mi casa está el adorno presente de esa manera, el souvenir elegido y puesto, el objeto que te gusta porque te recuerda algo o te da alegría. En mi casa no había nada así.
¿Y la actuación, el teatro?
–Al teatro llego a través del rock. Con mi amigo Pablo Schanton (con quien fuimos amigos-pareja-amigos, en ese orden), a fines de los años ‘80, leíamos revistas como Pan Caliente, Expreso Imaginario, y compartíamos el gusto por el rock que te llevaba a la literatura, a leer poesía, por ejemplo. Yo vivía en un mundo muy reducido de influencias: a los 13/14 años ya había terminado con las lecturas de la niñez y lo que seguía eran esas historias de chicas adolescentes malogradas, tipo Nacida inocente, y no me interesaban. Como tenía una hermana que estudiaba el profesorado de Biología, la opción para leer eran cosas de ciencia, de la vida de los animales; y como eso sí me interesaba, mi amigo Pablo me trajo un día la letra de “El jaguar herido”, de Spinetta: “El cazador está muerto entre mis garras... pero al luchar, sus balas me quemaron... Ese hombre es un silencio... esto continúa en mí...”. En la adolescencia empecé a engordar. Mis padres vigilaban a mis dos hermanas pero, aun así, cada una hizo lo que quiso. Era muy fuerte el sometimiento a la aprobación de los demás en el barrio. No había espacio para el deseo, mi padre era muy celoso. Mi madre atrasaba el reloj para que no viera que eran más de las diez y mi amigo Pablo seguía en casa. Escuchábamos música y decíamos que estábamos trabajando para la escuela. Los grupos sociales eran “chetos o pardos” y yo no era ninguna de las dos cosas, era gorda y tampoco estaba convencida de nada. Tenía mi mundo privado, sí, pero fue el teatro el que me permitió poner ese mundo fuera de mí. No tenía nada, ni por cultura ni por herencia. Mi papá no quería ni oír hablar en gallego: solamente las puteadas y sus palabras más amorosas eran en gallego. Cuando se discutió en España lo de preservarlo como lengua, él decía que no servía para nada, aunque mostraba con orgullo cómo sabía yo leer en gallego cuando venía algún paisano a la casa. También apareció en ese momento lo de empezar a ir a ver películas a los cineclubes. Agradecí entonces que mis padres no se opusieran cuando decidí que quería estudiar teatro en la Capital. Si no hubiera sido por el teatro, me hubiera encerrado demasiado en la literatura. En el teatro se podía jugar a algo que no existe y no había un lugar dentro de mi familia para poner en escena algunas cosas que me imaginaba, generalmente diálogos o explicaciones. El espacio de ficción es la libertad, donde no hay que justificar nada. Por eso me siento más libre arriba del escenario que abajo, simplemente porque abajo dependo más de lo que pensarán los demás de mí. Y la actuación no sólo me permitió y les permite a quienes la practican poner afuera un mundo interno que, al menos yo, de otra manera no hubiera podido, sino que es ponerlo afuera para provocar formas, para crear formas.
Como actriz, cuando estás interpretando, ¿la dirección y el texto son un límite?
–El desafío es ser libre en el límite y eso a mí me divierte, me permite de verdad vertirme de otra manera, volcar lo que tengo, lo que soy, en otras formas. Hay que encontrar en la actuación la creación dentro de lo que pide el director; yo tengo que crear eso que dice el personaje, tengo que encontrar qué tengo que mezclar para dar como resultante esa oración, esa expresión que dice ese personaje. Tengo que imaginar qué pasa por la cabeza de ese personaje para crear ese sintagma, en esa situación.
¿Qué le aportó enseñar a la actriz que sos y que está en permanente actividad en ambos frentes?
–Enseñando mejoro como actriz porque, como se sabe, cuando enseñás, aprendés. Y hay una cuestión básica: el amor. Se necesita amor para poder ver lo que el otro es o lo que necesita. Y eso además te hace aprender un fragmento nuevo del mundo. Explicás algo al otro y estás entendiéndolo vos otra vez. Ya que como persona uno va cambiando, moviéndose, ese entendimiento necesita ser actualizado, también para sí. Eso que creías saber debe ser vuelto a enunciar para que otro lo entienda. Enseñar es mostrar, y es solamente la chispa con el otro lo que permite que se produzca algo. El teatro es fundamental: pasar por la experiencia del teatro no sólo es algo para los actores, debería ser algo que nadie debería dejar de hacer. Al estar uno “vertido” de otra manera, se adquiere conocimiento. Para todas las personas del mundo es bueno jugar a ser otro. Y está en todos: lo que pasa es que ese espacio de la ficción se pierde, y para conocimiento de uno y del mundo es necesario conservarlo de alguna manera.
¿Y qué pasa con el espectador?
–Es que esa forma que crea el actor tiene que resonar en otro. Como espectador también, indirectamente, vivís ese ser otro, eso te da una ampliación como ser. Es lo de la caverna que César Brie contaba: en un momento uno se puso a pintar el bisonte y entonces lo contó y otro lo pintó. Creo en la resonancia, en que te resuenen en alguna parte otras experiencias, y aunque no las hayas vivido, de alguna manera puedas vivirlas también.
Para Susana, Romina escribe en trance, y al principio los actores y ella misma tienen que descifrar la escritura, una de las cosas más encantadoras del trabajo. “Hasta que una entiende al personaje, pone lo de una. La directora ve todas las funciones, anota y nos hace la devolución antes de la función siguiente. Esto hace que nosotros estemos muy activos, probando siempre pequeñas cositas y, por lo tanto, logrando que la obra esté muy viva. Sabré quién es María Luisa cuando termine la última función.”
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