Su madre la obligaba a espiar a su padre cuando éste se lanzaba en brazos de hombres y mujeres en burdeles de Japón. La obsesión por desaparecer de la fascinante Yayoi Kusama deja sus huellas en un erotismo sólo en apariencia literario. Su libro de cuentos Obsesión infinita es tan monumental y delirante como sus aclamadas propuestas dentro de las artes plásticas.
› Por Fernando Noy
Yayoi Kusama (Matsumoto, Japón, 1929) proyecta una dimensión inconfundible y propia como portal de ingreso a paraísos aperréales, sublimes, verídicos en su fantasmagoría titilante y al mismo tiempo divinamente abyectos en esta prosa embriagada de poesía, capaz de transportarnos a espacios de placeres fantasmales. Ellos siempre estuvieron “ahí”, pero muy pocas veces logramos percibir ese punto lisérgico, opiáceo, alucinógeno que, como el mismísimo Antonin Artaud proclamara, proviene desde la propia extinción del “yo” para volver a ser cosmos. Visiones a veces intransferibles que la obligan a recluirse en 1979 en el neuropsiquiátrico Seiwa de Tokio, su definitivo hogar vecino al enorme atelier comprado en una casa transformada en búnker, con los 5 millones de dólares que Luis Vuitton le pagara para tenerla exclusivamente en sus vidrieras.
“Desde siempre veo auras alrededor de todo. Además escucho y logro comprender lo que sin cesar me dicen animales, cosas y plantas. Eso lo descubrí no solamente sobre aquel caballo cubierto de puntos fosforescentes con el que paseé desnuda por Central Park sino desde niña, especialmente con las tortugas que me llevaban de un lado a otro en el inmenso y tremendo palacio familiar.”
Antes de emitir estas declaraciones, en 1957, la conmovedora artista había recorrido un camino zigzagueante que fuera capaz de sublimar o dejar atrás los recuerdos de una infancia terrible, atormentada, con esa madre sádica capaz de azotarla para que describiera todas las aventuras de su propio padre, que la obligaba a acompañarlo por burdeles, casas de cita, fumaderos de opio con apenas nueve o diez de años. De tanto delatar detalladamente esos encuentros escabrosos del padre en bacanales, que incluso incluían a otros hombres muy bellos, surge la fragua literaria de Yayoi Kusama. Paralelamente a la inauguración de la actual muestra en el Malba, Obsesión infinita, editorial Mansalva, dirigida por el poeta Francisco Garamona, acaba de publicar Acacia olor a muerte, su primer libro de relatos.
Ryn Murakami solapea en la edición de este libro estremecedor: “Los escritos de Yayoi Kusama son una pesadilla hermosísima. Todos tenemos pesadillas. No hay forma de escapar. Despertamos y volvemos a lo real. Estos textos intensos y alucinantes de Yayoi Kusama son los que necesitamos para volver a la realidad”.
Desde “El escondite de prostitutos de la Calle Cristopher”, pasando por el que da título a la trilogía y la petit nouvelle “Suicidio doble en el Monte de los Cerezos”, transitamos una singular irradiación de la más pura y salvaje prosa poética. Kusama escribe como quien se desgarra para desnudar la esencia de un universo maldito e ilimitado que revela con su lenguaje imposible de soslayar. O comparar. Frases realistas que derivan en poesía impensable y tenaz. Hablando del primero vemos que: “El trabajo de prostituto en Nueva York al inicio de los años ’60 es la mejor manera que el delicioso joven africano Henry encuentra para ganar sus buenos dólares y comprar la dosis de heroína que lo lleve hacia el vedado encanto de las jeringas”.
Henry dixit: “Me inspiré descubriendo el otro lado del arte para poder surgir. He conocido a pintores que duermen con sus coleccionistas o directores de museos con quienes hacen tratos. Muchos famosísimos artistas pop que no es preciso nombrar son ocultos ex taxi boys a los que les ha ido bien. El mundo del teatro, ya lo sabemos, es desbordante de guapos actores homosexuales, algunos incluso muy encubiertos y sabrosísimos bailarines. Si hasta los peluqueros piden sexo de propina, lo cual es mejor que cualquier moneda de oro y más fácil de ofrecer. Hay placer para todos”.
Yanni, una simple estudiante de la Universidad de Columbia, elige la mercadería –sus chicos, es decir– para alquilarlos a ciertos poderosos que guarda en la agenda. Ella ya tiene cerca de veinte hermosos muchachos muy apetecibles bajo su dominio de compañera y matriarca prostibular. Incluso ha creado el Club Paranoiac con sexo delivery sin saber que es una singular pionera para el negocio del placer todavía prohibido en aquella distante ciudad de Nueva York de 1958.
Yanni, vestida con su uniforme de estudiante, deambula alrededor de los campus esperando a que las clases en las universidades terminen para abordar a cualquiera de los más encantadores estudiantes que encuentra en su camino. Al principio ellos se resistían, pero cuando Yanni mostraba el dinero en efectivo que podrían recibir, guardado dentro de su mochila, casi todos al anochecer reaparecían cautelosamente en el pub de la Calle Cristopher a recibir sus instrucciones. El que llegaría a raudales sólo sería un dinero ganado por sus anos y vergas entregados sin temor.
Henry aceptó de inmediato. De todos los miembros del Club, además de parecer la encarnación de David, era el mejor dotado por Afrodita. “El brillaba con una belleza especial, similar a la de un antílope de diamante negro apasionado.”
Con prodigio excitante, Kusama sigue relatando peripecias que se alambican con su propio yo herido de muerte y que logra al fin emerger, por medio de lágrimas, sudor y semen. Kusama travestiza el lenguaje con que narra. Es una especie de geisha inusitadamente fálica y su belleza por medio de estos seres ficcionales tan sólo en apariencia, se logra autocontemplar en un lago de semen cubierto por pétalos de Narcisos penetrados.
Allí está el escondite: “Al caer la noche ellos salen a la vista en busca de los fuegos pasionales que harán encender, y así llegan a simular que pasean por las orillas del lago en medio de la gran ciudad. Ese que prácticamente nunca tiene ola alguna, ni siquiera a veces gotas de agua”. Sólo el placer tarifado de los cuerpos cada vez más expuestos, como en nuestros bosques de Palermo cuando ya el amanecer comienza a desnudarlos por completo para atrapar al cliente tardío con quien pasar el resto del tiempo en que, además, pueden ganar su cuota de dinero imprescindible.
En caso de lluvia, bastaba con discar al Club y dejar que Yanni entrecruzara los clientes.
Adoctrinados por ella, todos sus mancebos saludaban con un gesto en la cara que sugería que habían considerado los senderos del amor entre hombres como una de las formas más altas y placenteras del Arte con mayúscula.
Sin dejar de advertirles: “Mientras el cliente pague, es tu deber servirle”. Yanni había redactado una especie de “Manual del Prostituto”. No muy extenso, pero con la orden reiterada siempre en el final: “Rinde libremente tu ano al cliente para que haga lo que se le antoje, aunque al principio un poco duela, después cada vez mas fácil ha de ser”.
Coprofagia incluida en frases como: “Bob se retorcía mientras el pene seguía chorreando sobre el joven su fluido caliente mezclado con el excremento hasta entonces dormido que ahora se escapaba. Aunque el hedor fuera demasiado fuerte y tiranizaba las fosas nasales de ambos”. Nada del placer nos resulta vedado.
En descripciones que erizan, Kusama inserta voces inventadas como ajenas. Hace referencia al ignoto hit de un cantante de rock evidentemente allí enmascarada: “Chico con chico / chico con chico / se conocieron hoy / y eso es todo. / Nada más que decir. / Eso es todo. / Flotan la bolsa con la vara masculinas. / Síiiiii, síiiii, síiii / meter el Pene Estrella, besarlo / ir rápido o bien, bien despacio / es todo lo que hay en nuestra esquina hoy. / Se conocen / la cama gimiendo con la unión de hombre y hombre / dame los dólares en el bolsillo mío / la ventana nocturna ahora brilla. / Oh, bebé, ven aquí / chico gay. / Mañana otra vez, después del atardecer/ ¡oh síiii, síiii, síiiiii!”.
No queda nada sin ser nombrado en la prosa caliente, sensual, deliciosamente onanística de Yayoi Kusama. Ella escribe un doble epílogo, como privilegiada testigo que se salva junto a todos los capaces de gozar, sin límites ni atávicas prohibiciones, el sexo tan sublimado. Palabra tras palabra, su orfebrería lubrica y nos transporta por atmósferas hechizantes que los demás protagonistas sobrellevan como esos pétalos densos de las acacias tapizando el cadáver del amor o la dulcísima marcha, niña de mil años, que sucumbe con placer al oficio siniestro de acompañar suicidas. Kusama sorprende, hechiza, se vuelve imprescindible, no sólo la felizmente descubierta escritora digna de recomendaciones. Leer y releerla es un lujo inesperado que nos deja enlazados con ella. Para siempre.
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