Viernes, 13 de septiembre de 2013 | Hoy
Griselda Gambaro volvió al clásico Casa de muñecas (1879) y lo moldeó como artefacto contemporáneo. El director Silvio Lang lee a Gambaro y revive a una Nora más desencajada que nunca, tanto que hasta roza lo queer, mata al padre, reivindica la diferencia y desestima todo despotismo macho.
Por Walter Romero
Querido Ibsen, Soy Nora, de la gran Griselda Gambaro, dirigida por Silvio Lang, se estrenó el jueves pasado en el San Martín. La experiencia conmueve, y hace repicar en nosotros la apuesta de Nora, su protagonista, y la heroína de ese clásico de clásicos que es Casa de muñecas. Nora, sin ahorrar virulencias, nos entrega la última de las rebeldías en uno de los grandes finales del teatro argentino –releyendo, una vez más, un clásico universal–, una rebeldía que no es sólo de ella sino de un colectivo de subalternos y marginados que viene bramando desde el fondo de los tiempos y que encontró en Nora una voz elemental, necesaria, que reivindica orgullo y liberación. El título de la obra es engañoso, y de una ironía a mansalva, nada hay de querible aquí en la interfaz autor/criatura, y la apuesta no corre ni por los carriles (ya previsibles) del truco pirandelliano, ni por la confrontación inolvidable de la Niebla de Miguel de Unamuno, en la que Augusto Pérez, su protagonista, se enfrenta al autor, a propósito de su “no-existencia”. Esta Nora de Gambaro/Lang está más viva que nunca, y reencarnada en un avatar maquínico, lleno de electrodos pulsionales, de pujas (distributivas) por modos de representar el afectum y el melodrama de los discursos, ya que –como sabemos– la casa de Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen no es otra cosa que el territorio (apestado) por las tensiones a propósito de la herencia, de la sangre, de la economía y el trabajo, de la enfermedad, del matrimonio.
Nora invoca una palabra que se le impone tierna, pero que se le escapa a trompicones bajo la forma medular de un arrebato; su cuerpo se quiere desatar del flagelo de las riendas autorales y sociales (aquí, en ese sorprendente orden), y entonces el gesto –que, modalmente, fue pensado para ella, imitando el vuelo tierno y gentil de la alondra, o del domesticado– se (le) vuelve el espasmo del mutante: la actriz Belén Blanco agolpa esos pólemos en su propio cuerpo, todo electrificado, que tensa todos los vectores y pivotes en un escenario marmóreo pero nada frío, en un vestuario decimonónico pero intenso (a cargo de esa artista total que es Renata Schussheim), en una puesta deslumbrante donde Lang se revela como un director de una inteligencia desplegable.
Belén Blanco asume la comedia física de actor en un atletismo de los derrames y los escamoteos, de lo que emerge y quiere salir y no puede, o de lo que tropieza y se desliza y se magnifica en errores que son devastaciones; pocas veces habíamos visto “en escena” esa construcción “en vivo” de un personaje (¿Marilú Marini en La mujer sentada de Copi, Blanca Portillo en La hija del aire de Calderón?). En esta “mostración” de un devenir-Nora, la puesta de Lang, en una madurez total a pesar de su juventud, vuelve a la obra de Gambaro, como reescritura revulsiva de Ibsen, un artefacto enteramente contemporáneo.
Si la lectura fuera sólo ésa, la noche estaría justificada, pero ahora Ibsen y el dispositivo Gambaro/Lang se reescriben uno al otro, casi como cuando Nora reescribe al autor y dice que para curar a Helmer irán en busca de los beneficios salvíficos del mediodía francés y entonces Ibsen, su autor, siempre en escena, la corrige y le aclara que no es el sol francés sino el mediterráneo italiano el escenario que él desea y ha grabado en su texto. Copia y original, puesta y autor, actor y director, versionista y autor original, actor y personaje: la poética de este texto y esta puesta (amorosa), que lee como nadie ese revisión, está construida sobre la mecánica de los deslices y de los corrimientos, de los glissandos y de los transportes, de las rectificaciones (en escena) y de las correcciones flagrantes e irrespetuosas a la voz autoral o a las voces dominantes (heteronormales, poderosas, de esos conglomerados asfixiantes que fueron y aún son la familia, la sociedad), al “original” ibseniano, al cuerpo de los actores, a las ideas ya cristalizadas que esperan de Nora el monodrama feminista, a las operaciones usuales de ficciones tránsfugas, muy al corriente hoy en día, en la que los personajes se le escapan a su creador o se le revelan.
Pero Lang, leyendo a Gambaro, que lee a Ibsen, entabla una metalepsis otra. La más espectacular, acaso, sea el juego de sombras que obliga no ya a mirar a los personajes sino a las emancipaciones de sus cuerpos reflejados; la verdadera escenografía de este escenario pelado es la actuación de las sombras de que, a modo de coreografía ominosa y creacional, Gonzalo Córdoba dota a este texto y a esta puesta, con la intensidad de un Murnau. Nora y los suyos se han perdido –se desacoplan casi– de su sombra, y es ésta la que en una nueva realidad los obliga a un cogito inimaginable e imprevisible: unos personajes parecen condolecerse del autor a través de su sombra, otros desde ese espectro se le mofan discretamente o lo traicionan más allá de la repitencia servicial de sus palabras, algunos lo acechan desde esa plana oscuridad con el reojo de una figura funambulesca, con la anuencia de las paredes que se vuelven monstruos solidarios. Esos deslices comunican, esos reflejos invocan: Ibsen, que cree o pretende, en su virulencia macha, dirigirlo todo, se ve sopapeado por sus criaturas, hasta llegar a un último agón en el que Nora, la nada estúpida Nora, se libera de sí misma, o, mejor dicho, se vacía, o asume un determinante desacople. En esa afrenta final entre Nora y su padre-creador, todos los diferentes se sienten reflejados, todos los sometidos y manipulados por las formas y las maneras pueden sentir la reivindicación de la diferencia.
Si la obra toda es sobre la distorsión, el uso especular y espectacular de un piano y su ejecución en escena, vuelven al montaje de sombras, pulsiones y máquinas actorales un concentrado donde las cuerdas del sentimiento se vuelven golpes pneumáticos, donde la música astrosa, ruinosa, asmática, chirriante o asordinada del genial Pablo Cécere ambienta el desbande.
Querido Ibsen, Soy Nora tiene un elenco a la medida de la apuesta, en total consonancia con el desafío de rockear este drama finisecular burgués ya muchas veces visto, pero destaco a Victoria Roland, que nos regala a una Linde en permanente toma y daca emocional con Nora en las acechanzas lésbicas de una amistad de años, y a un Ezequiel Díaz como Torval, que aporta una inesperada fisicalidad, entre lo hipster y el porno star, que hará tambalear a Nora para terminar –de modo casi queer– temblando como un pajarito asustado.
Miércoles, jueves, viernes y sábados a las 21. Domingos a las 20. Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530.
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